El que ahora concluye será recordado durante mucho tiempo como “el año de la gota fría”. Han sucedido muchas cosas en estos doce meses: han continuado las guerras en Ucrania y en Oriente Medio; Trump ha vuelto a ganar; la extrema derecha ha subido en Europa; Maduro ha hecho fraude electoral y sigue en el poder en Venezuela,… Pero aquí, en España, hubo una fecha imborrable: el 29 de octubre. Ese día tuvo lugar en Valencia una gota fría de proporciones bíblicas que causó más de 200 muertos. Las lluvias torrenciales dieron lugar a una riada que se llevó por delante poblaciones enteras, miles de casas, decenas de miles de coches, pequeños negocios, y los recuerdos de toda una vida.

Los desastres naturales tienen siempre un componente de inevitabilidad, de sorpresa, de fenómeno incontrolable. Pero, en el caso de la DANA de Valencia (que también afectó a zonas de Castilla-La Mancha) a todo ello se sumó la falta de previsión, el mal funcionamiento de los sistemas de alarma, la incapacidad de los responsables de la gestión de la cuenca del Júcar y el cálculo político por parte del gobierno central.

Se tardarán meses en conocer a fondo el cúmulo de fallos que elevaron la cifra de muertos a niveles récord en décadas, pero hay una obviedad que las explicaciones técnicas no podrán justificar: los poderes públicos fallaron a los ciudadanos. Y lo peor es que, durante los días posteriores a la tragedia, la Generalitat y el Gobierno central se tiraron los trastos a la cabeza para eludir sus responsabilidades.

En medio de la confusión, de la impostura, en medio del dolor, los ciudadanos de Valencia y de toda España acudieron a socorrer a las víctimas de la catástrofe. Sin organización, a veces sin medios, pero con una voluntad y una solidaridad tan enormes que han dejado empequeñecidos a los que deberían haber estado a la altura de las circunstancias.

La DANA de Valencia no sólo se llevó por delante vidas y haciendas, sino también la confianza en los políticos

La DANA de Valencia no sólo se llevó por delante vidas y haciendas, sino también la confianza en los políticos. La queja unánime que repetían los afectados de Paiporta, de Torrent, de Catarroja,… fue: “Nos hemos sentido abandonados”. Tenían razón. El relato que hizo el escritor Santiago Posteguillo en el Senado quedará como un testimonio espeluznante de lo que sucedió en los primeros días tras la gran riada. En la desesperación y el silencio, “no había nadie” para ayudar y consolar. 

El valor sustancial de un gobierno reside en dar seguridad a los ciudadanos. Ahí fallaron todos. La Generalitat y el Gobierno de la nación. Tan sólo los alcaldes, las fuerzas de seguridad, los bomberos, y el ejército (bien es cierto que tarde), supieron dónde estaba su puesto en esos días.  Ellos y los ciudadanos de toda España, que no se preguntaron quién salía beneficiado o perjudicado por la Dana, sino dónde había que acudir para ayudar.

Fue una lección que conviene no olvidar: lo que sucedió a partir del 29 de octubre en Valencia evidencia la falta de altura de nuestros políticos. Nadie, ni el Gobierno, ni la Generalitat, ni Sánchez, ni Mazón, puede sentirse orgulloso de su actuación.

El populismo, la anti política, se nutren de decepciones colectivas como estas. Sólo cabe esperar que el tiempo ponga a cada uno en su sitio.