Encuentro la entrevista dominical a Josu Jon Imaz en El Mundo mientras devoro La felicidad paradójica, de Gilles Lipovetsky, que me culpo de no haber leído mucho antes. Es un ensayo que se disfruta desde el inicio por cómo expone la forma en la que el hombre contemporáneo se ha convertido en un “turbo-consumidor”. No fue un proceso que surgió de un día para otro, sino que se alcanzó tras décadas de desarrollo. El autor es crítico con el hedonismo compulsivo y vacuo de estos días, pero también detalla los aspectos más primorosos del desarrollo del capitalismo, que es el gran motor de creación de prosperidad.

Lipovetsky relata la forma en la que el mundo Occidental se desarrolló desde finales del siglo XIX. Todo se sostuvo sobre una lógica aplastante: con el desarrollo de las comunicaciones, los productos llegaron antes, se abarataron y las industrias aumentaron y ganaron competitividad.

Con la mejora de la tecnología -con la aplicación, por ejemplo, del modelo T en la cadena de Ford- los procesos se volvieron más eficientes, los mercados crecieron y eso permitió abaratar el precio de los automóviles en un 50%, lo que no sólo otorgó a esa empresa una ventaja con respecto a sus competidores, sino que permitió adquirir sus coches a miles de ciudadanos que hasta entonces ni se lo planteaban. El precio accesible generó un deseo y a base de deseos y oportunidades de mercado se forjó el próspero capitalismo de consumo.

Los países mejoran económicamente cuando de sus dividendos y sustraendos se obtiene un resultado positivo. A eso se le llama prosperidad, la cual la garantizan las relaciones comerciales libres entre sus individuos. El Estado puede intervenir para evitar anomalías y abusos; o para apoyar una tecnología, pero cuando se convierte en el protagonista de ese proceso, el resultado suele ser muy caro, cuando no desastroso. Eso suele suceder con distintas formas de nepotismo y corrupción, pero también cuando la ideología intenta alterar la lógica de los mercados.

El coche eléctrico

Josu Jon Imaz citaba en esa entrevista un buen ejemplo en este sentido, como es el del sector de la automoción, en el que se reparten subvenciones a quienes compran coches eléctricos, fabricados en China, pero se niegan a quienes quieran renovar su vehículo diésel -lo que baja un 28% sus emisiones- por pura ideología.

Imaz suma a esto el factor impositivo y cita el impuesto a las eléctricas, que, evidentemete, no sólo repercute en compañías como Repsol -que él comanda-, sino en todo el sector industrial, que es el que hace crecer el tejido productivo, riega a los sectores auxiliares y permite pagar salarios mucho más elevados que el salario mínimo, el cual es más común en la agricultura, la hostelería, el comercio minorista y el empleo doméstico.

Esta retribución no evita la precariedad en quien la cobra, pese a que exista cierta tendencia a celebrar su incremento cada vez que se produce, por parte de los políticos. Ellos venden su logro -y es lógico-, pero el verdadero hito sería que el número de perceptores de este sueldo se redujera como consecuencia de una actividad económica mucho mayor. En ese caso, habría mucha menos gente pendiente de las decisiones políticas que impactan sobre el SMI. La prosperidad suele mermar la presencia del Estado sobre los individuos, dado que garantiza más opciones y más libertad.

Ese nivel se alcanza mediante políticas racionales. ¿Acaso alguien cree que el mercadeo parlamentario que ha existido durante las últimas semanas con el impuesto a las eléctricas es racional? Imaz lo critica en la entrevista y con razón. Eso ofrece una imagen de país poco serio, arbitrario y cutre. Espanta a los inversores y hace que todos los españoles vivan un poco peor, pese a que transmitan lo contrario.

Exponer ideas

Imaz es el consejero delegado de Repsol y defiende lo suyo, que no tiene por qué ser lo mejor, por descontado. Pero sus palabras son lógicas y valientes; y añaden ideas al debate. Debería la centroderecha hacer lo mismo y adoptar una postura liberal, sin cobardía ni remilgos, pero no quiere. Existe cierto miedo a defender algo distinto a lo que propone la izquierda por temor al insulto o a que surja el calificativo 'ultra' de la boca de algún portavoz, cuando, en realidad, defender la economía de mercado es lo más progresista que se puede proponer. Frente a los extremos y las ideologías, comercio y razón. Frente a la estatalización, esfuerzo y ánimo de lucro.

Teme a hablar el PP de esto, como de reducir lo público, de desmontar chiringuitos, de privatizar allí donde sea necesario para mejorar los servicios públicos y de reforzar la auditoría de cada proceso. El español a quien le espanta el intervencionismo, el incremento constante del gasto público y de la deuda; o la nefasta gestión de la difícil y carisima realidad demográfica española encuentra un vacío argumental sorprendente en la derecha. No hay debate. Al revés. Un buen día, Núñez Feijóo se abre a negociar la jornada de cuatro días y, al siguiente, lanza guiños a UGT en su asamblea mientras recibe estopa de sus líderes a diario.

Es una lástima la energía que se gasta en cuestiones accesorias, como la batalla cultural, y las pocas voces que advierten del desastre al que nos conduce la fórmula económica imperante, que pasa por gastar, endeudarse, incrementar las cargas impositivas de forma imprudente, mimar redes clientelares y atentar contra la lógica de los mercados mediante la introducción de la ideología. Lo hace el PSOE y otros partidos, de ahí, a lo mejor, su silencio y su cobardía. Porque ya se sabe que de lo que uno construye el otro se beneficia, pese a que sólo sea positivo para afiliados y amiguetes.

Frente a esto, el silencio de las grandes empresas. El miedo a las represalias en el BOE y la falta de visión; no vaya a ser que alguien hable de esfuerzo, de modernizar el mercado laboral y de intervencionismo y le saquen cantares, como a Juan Roig.

Por eso son un soplo de aire fresco las palabras de Imaz, en las que reconoce que en una democracia deben existir sanas diferencias entre los partidos, por ejemplo, a la hora de establecer el tipo más justo de IRPF..., pero con las que, sin pronunciar el sustantivo concreto, define muy bien el circo español, en el que, entre ideología, particularismos y desaciertos, la pérdida de prosperidad cada vez es más evidente.