Ahora es María Jesús Montero la que se da por seguro que se va del Gobierno, que es como si se fuera de la gran casa monclovita la suegra con sus gritos, loros y chancletazos. Sánchez quizá se ha dado cuenta de que en un Gobierno que no gobierna, que está ahí como un podio con banderitas, un escaparate con palmeras o un cuerpo de baile, lo mejor que pueden hacer sus ministros es desperdigarse y hacer apostolado. Los más aptos, que por lo visto son los más prescindibles, como Nadia Calviño o Teresa Ribera, se marchan a Europa un poco como vedetes zaragozanas, a llevar el sanchismo como se lleva el cuplé o la tortilla de patata. O, como Dolores Delgado, Juan Carlos Campo o José Luis Escrivá, van ocupando nuestras instituciones más movedizas y poderosas, la Fiscalía, el Tribunal Constitucional o el Banco de España, que ya son como galeones sanchistas. Los otros, más torpes o menos estratégicos, terminan volviendo al pueblo con el pañuelo anudado, como Reyes Maroto, Óscar López, Montero, y quizá Pilar Alegría. Se puede pensar, con razón, que para el sanchismo no hay nada más inútil que un ministro.

Sánchez no gobierna, sólo sanchea, así que los ministros únicamente le sirven de cuota o de rondalla y por eso son fácilmente sustituibles por otro cupo u otro tuno. Mucho más importante que el Gobierno, ese balcón de falleras, es que Sánchez coloque a los suyos por los agujeros y grietas que ve en el partido, en el Estado y hasta en los cruceros por el Mediterráneo, que es un poco como se gobierna Europa, en un crucero de guiris agambados. Sánchez no valora la competencia ni la gobernanza, que no hacen falta para nada mientras le baste con el relato. Sánchez sólo valora la lealtad, así que todo es un movimiento de soldados leales o heraldos leales hacia donde más falta hagan, y ahora hacen falta en las instituciones, para desequilibrar el campo de juego democrático, y en el PSOE, que puede estar cerca del motín por hambre de la tripulación o por locura del capitán. El propio Gobierno parece más que nada un ensayo o un examen de lealtad, y en eso María Jesús Montero es aún más empollona o pelotillera que Bolaños.

Sánchez no valora la competencia ni la gobernanza, que no hacen falta para nada mientras le baste con el relato

María Jesús Montero no se vino del pueblo a la capital para vender romero, para trabajar en una corsetería, para casarse de blanco en Los Jerónimos ni para dejarse hacer el tocomocho bajo la panera de pobres y paletos que sigue pareciendo la estación de Atocha, donde siguen cayendo (seguimos) como en una trinchera. No, Montero venía a enseñar el socialismo más exitoso y aciago que hemos conocido aquí hasta que llegó Sánchez, o sea el socialismo andaluz. El socialismo andaluz era la máquina de relato perfecta, como una gran desmotadora que trabajaba entre lo sentimental y lo mágico. Si Andalucía era la más pobre, se halagaba al pobre. Si Andalucía era la más atrasada, se culpaba al señorito (incluso después de cuarenta años de gobierno socialista). Si Andalucía penaba, se nos convencía de que seguíamos siendo los más alegres (“con este sol y esta alegría…”, recuerdo que decía un presentador de Canal Sur que, por cierto, creo que ahí sigue, vendiendo sol y alegría como se venden garrapiñadas).

María Jesús Montero había hecho socialismo absentista o de casino, como el señorito absentista y de casino, con Chaves, con Griñán y con Susana, quien por cierto nunca fue una nueva esperanza ni una alternativa a nada, ni siquiera al sanchismo, sino sólo una heredera (hasta cayó igual que una heredera, como de su poni moteado, con los bucles mojados en lágrimas y en barro). María Jesús Montero venía de una tierra donde los socialistas eran los nuevos señoritos (todo dependía de ellos, haciendas, trabajos, yeguadas, vidas) pero seguían viviendo del espantajo de la derecha; donde defendían tanto al pobre que fabricar pobres era lo mismo que fabricar votantes; donde la inexistencia de alternancia había convertido lo público en la administración de una vieja finca privada, el cortijo socialista, el Régimen que le llamábamos, esa confusión política o teológica de lo público y lo partidista. Muchos no lo creían, hasta que vimos en los ERE el manual de instrucciones de esa máquina: la arbitrariedad como gobernanza, la lealtad como única virtud, la abundancia como recompensa para unos, la pobreza como condena para casi todos, y el poder como mero estar sin hacer. María Jesús Montero podría enseñarle sanchismo a Sánchez, o es justo lo que ha hecho.

María Jesús Montero se vuelve ahora a Andalucía, no sé si a intentar poner de nuevo en marcha aquella desmotadora o cosechadora monstruosa, antediluviana, que se tragaba todos los amaneceres andaluces y producía sólo mendrugos y farolillos. Yo diría que sólo va a intentar que el PSOE andaluz siga siendo fiel a Sánchez, a pesar de que Sánchez tiene a aquellos antiguos señoritos con hambre y coderas, y eso no lo aguanta mucho tiempo ningún señorito. Montero fue sobre todo leal, no se podía ser otra cosa en aquel PSOE andaluz como no se puede ser otra cosa en este PSOE sanchista. Ha sido de Sánchez con tanta ferocidad, tanta greña y tanto alpargatazo como fue de Chaves, de Griñán y de Susana, de todo lo que hubo, ahora lo sabemos, con Chaves, Griñán y Susana, o sea la misma máquina de relato, de poder y de pereza. Claro que la lealtad en un sistema corrupto equivale a la corrupción.

Montero no es tan importante, pronto llegará otro ministro con retruécanos o con loros. En realidad, los conseguidores de los ERE, o de lo que tocara, eran más importantes que los consejeros de la Junta, así que, seguramente, Koldo y Aldama siempre fueron más necesarios que cualquier ministro sanchista. A lo mejor Montero le enseñó a Sánchez un par de lecciones tan sabias y sencillas como ésta y nuestro presidente no necesitó más, ni de ella ni de la política.