En la Puerta del Sol parecía que había aparecido la esperanza como si apareciera otra vez Bisbal con campanillas de bucles, alegría cantarina y un oro de luz en el puño compitiendo con la luz de las perfumerías y la luz de vino jerezano que sigue habiendo en Sol, bajo ese reloj como de taberna celestial. Bisbal otra vez, ya ven. Yo creo que los dictadores muertos, remuertos, removidos y rechupados como caracoles, o sea los dictadores como Franco, en realidad son mucho más elegantes y floridos. Sí, Franco enseguida les proporciona a nuestros ministros con guante de ballet y a nuestro presidente Sánchez con paquetón de ballet precisamente un ballet con palquito de ballet. En ese ballet se gustan, se reconocen, se saludan, se lucen, se vanaglorian (los teatros italianos están diseñados para verse unos a otros, no para ver a los pobres artistas). Sin embargo, los dictadores vivos, como Maduro, dejan un tema y una fiesta mucho más vulgares. Tanto, que parece algo de Bisbal, ya digo. Cómo iba a ir a algo que parezca de Bisbal la izquierda del Guernica, de Lorca y de Libertad sin ira cantada por un electroduende con autotune.
En la Puerta del Sol con el árbol medio desmontado o ya robado, como la libertad en Venezuela, miles de venezolanos le daban a la tarde más frío y más luz, como las luces de Navidad que ya no hay. Los rojos, azules y amarillos de las banderas, de las gorras y de las mejillas parecían rojos, azules y amarillos navideños, que si todavía se puede luchar por la libertad es porque nunca está desguazada del todo, como la Navidad de Madrid, que se queda en los cafés y las loteras. Miles de venezolanos acolchados de bandera y frío a mí me daban más frío, quizá ese frío que sólo hace muy lejos de casa. Uno empezaba a tener la nariz fría de exilio y el corazón empático medio salido por una manga, mientras la gente pedía libertad con la misma sensación de inminencia que daba la caída de aquel árbol navideño medio talado. Que Maduro iba a caer, que la libertad iba a regresar a Venezuela, llegaba a ser como la sensación de una sombra que se agrandaba sobre la cabeza, como si te fuera a caer encima de verdad un gran tronco o la torre del reloj. A lo mejor esa inminencia es justo la esperanza.
Aquella inminencia viva y aquellas banderas crepitantes a mí me parecieron todo lo contrario a las flores muertas y a las banderas flácidas que yo había visto en el auditorio del Museo Reina Sofía el otro día, donde Sánchez nos mostró las diferencias entre la dictadura y la democracia como si ya no hubiera dictaduras, algo así como si nos hablara de las diferencias entre el diplodocus y la gallina, diferencias bastante evidentes, por otro lado. Sánchez pretende ser algo así como el arqueólogo guapo de las dictaduras, como el Indiana Jones del franquismo, con sus vasijas de ceniza y sus cálices sagrados para lucir o para emborracharse. Pero las dictaduras vivas, la democracia viva y a lo mejor en general las cosas vivas a Sánchez le dan pereza, asquito o miedo. Nada podía estar más vivo que aquella gente en la Puerta del Sol, con la democracia y la libertad en la boca no como un micrófono de estrella del rock sino como una manzana para comer. Yo me fijaba sobre todo en las familias, las familias con hijos pequeños agarrados a la bandera venezolana como a la falda de la madre, porque yo no podía dejar de preguntarme si esos chiquillos conocerían Venezuela, o qué sería para ellos Venezuela desde la ausencia o la fugacidad, ambas terribles y vivísimas.
Como los políticos tardaron muchísimo en subir a hablar (a todos les encanta hacerse esperar bajo el reloj, como señoritas del Titanic), yo tuve tiempo para darme cuenta de que los venezolanos no se cansaban de pedir la libertad, ni de dedicarle rimas a Maduro, ni de levantar los cartelones y las banderas como gimnastas incansables. Eran incansables y por eso iban a ganar la guerra contra la dictadura. También pude darme cuenta de que ya hay todo un género musical en Venezuela dedicado a la lucha por la democracia, y sin metáforas ni ambigüedades, cosa que aquí nunca hubo contra Franco, que hasta Víctor Manuel le hacía la pelota y Ana Belén, la flor roja, sin florecer como musa de las fiestas del PCE, aún parecía Marisol entre folclore y payasitos. Los políticos no subían, tardaban en llegar como se tardan en recorrer las alfombras y los palacios, y las canciones se repetían sin que cansaran, sin que allí se cansara nadie, salvo quizá yo, claro. También parecían incansables, aunque seguramente por otros motivos, los de Vox. Entre tanta democracia viva también estaban los vivos de Vox, con sus señoras con gafas de esquiar o de La Niña de la Puebla, o de La Niña de la Puebla esquiando, y sus señores con tirantes o correajes por debajo del abrigo como por debajo de la Constitución. Los de Vox habían pegado la bandera de su partido a la bandera española y se rozaban también con la venezolana, que quizá la cosa es rozarse por la democracia y a ver.
Entre las canciones protesta venezolanas (canciones protesta de verdad, no las que hacían aquí con muchas metáforas de colada o de siega y mucho obreraje ambiguo), entre suspiros de Venezuela como aquellos suspiros de España, nos pasó por delante alguien que enseñaba la foto de Sánchez con Aldama y, por fin, nos pasaron los políticos. Rajoy, siempre recién despertado; Aznar, siempre como con capa, entre la Nochevieja y el vampiro (iba con Ana Botella como con una señora en camisón hipnotizada); Almeida, siempre perdido entre la gente; Abascal, siempre manoteando y abotagado; Feijóo, siempre como escapando… Y claro, Ayuso, siempre feérica, siempre efervescente, lo mismo con Bisbal que con Venezuela. Ayuso, que parecía una rusa haciendo la contrarrevolución de la derecha, enjoyada de frío y de pueblo, no pudo dejar de decir lo evidente, que parecía lo mismo que dice Sánchez en su zarzuela de Franco pero no lo era: “O se está con la libertad o con la dictadura”. Feijóo vino a decir algo parecido, pero leyendo sin gafas de leer, o con el discurso ya un poco emborronado en la cabeza. Lo de Sánchez, claro, sigue siendo “o se está conmigo o se está contra mí”, que no sólo no tiene nada que ver sino que es todo lo contrario.
Los dictadores vivos, como los gritos vivos de democracia igual que de auxilio, son demasiado estridentes o temibles para unos campeones de la democracia que sólo pelean contra muertos o contra bibliotecarios, y encima contra muertos o bibliotecarios falsos. Parecía clarísimo lo de la dictadura y la democracia cuando Sánchez lo explicaba delante de una coreografía de cisnes negros, pero la cosa no le resulta tan clara a Zapatero en Venezuela, ni al mismo Sánchez aquí. No era lo de Sol, ni lo de las 200 ciudades en las que se ha hecho algo parecido, aunque sin tanta estrellita tardona ni tanto organillero del frío. Es la fuerza de la democracia, de la justicia y de la razón, que ni Maduro ni Sánchez podrán resistir durante mucho tiempo, aunque los dos lo intenten. Decía Ayuso, que quizá cree que su balcón es todo el mundo, como una gran dama o sólo una dama solitaria, que “toda España estaba allí con Venezuela”. Pero no, todavía no. La España que está haciéndole el ballet a Franco y la vista a gorda a Sánchez aún no está. Ni se la espera, como dijo el otro. Una cosa es la esperanza y otra la victoria. Aún son solamente suspiros de Venezuela y suspiros de España.
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