Todo está contaminado, todo es sospechoso. Uno ya va a una película sobre la matanza de los abogados de Atocha preguntándose si acaso se presentará Sánchez en tutú, a hacer su numerito de patinaje, como una miss infantil, o su numerito de tragasables o lanzacuchillos, como un forzudo o un cowboy. Si se presentará él o algún ministro interpuesto o delegado, claro, que el caso es ir como a robarle peras democráticas a la historia mientras el público atiende a las luces y los pantallazos, que es lo que se llama escamoteo. Al auditorio Marcelino Camacho, en Madrid, que es como una gruta de lava bajo los pies en salmuera de Neptuno, y donde han nacido huelgas y han ardido asambleas de CC.OO., no llegó Sánchez, pero sí Yolanda Díaz, Marlaska y Óscar López. Por el pasillo en rampa, con López en el centro y Yolanda y Marlaska agarrados a él, los tres ministros parecían un grupo de folk entre trigales. La democracia folk, de eso se trata, de tocar la guitarrita de la democracia con coro de campesinado o de abogados de pana gorda, mientras se destruye la democracia y hasta aquellos abogados de pana gorda (Felipe, Guerra) reniegan del sanchismo.

En el auditorio se iba a proyectar la película Siete días en mayo, de la directora Rosana Pastor, que uno no se quedó a ver o ustedes no leerían esto, pero que cuenta la matanza de Atocha con ese recurso del documentalista actual que, rebuscando papeles y emociones, conecta el pasado con el presente y le da al hecho no tanto continuidad histórica sino continuidad política. Es eso, la continuidad política, que es una falacia, una proyección interesada y boba, lo que se busca. O sea, que Unai Sordo pueda considerarse un luchador por la democracia sólo por abrir el armario de la historia con llavín herrumbroso, como un cura que abre el sagrario. O que la derecha o derechona del franquismo o de la Transición puedan considerarse automáticamente equivalentes a la derecha actual. O que Sánchez aparezca como el azote de ultras (él, que ha pactado con casi todos). Allí, por supuesto, todos eran luchadores por la democracia. Y, por supuesto, toda la derecha que había fuera (Ayuso flotaba como en aerosol de bruja en Madrid y en los discursos) era ultraderecha.

Para entrar en el auditorio uno tenía que pasar como por hondos desfiladeros de la historia, donde se habían quedado grabados murales como sovietistas, y se habían quedado pegados estribillos sindicalistas, y Marcelino Camacho te miraba desde todos los ángulos como esos cuadros del bisabuelo que dan miedo. (Por cierto, me pregunto qué diría Marcelino Camacho de Sánchez y de los que pactan con Sánchez, porque a Nicolás Redondo sí que lo llegamos a ver darle con el martillo de sindicalista o de herrero). El caso es que cuando uno llegaba a la platea había viajado en el tiempo y todo tenía más sentido, luchar contra el franquismo que ya no hay, luchar por la democracia que sí hay o al menos había hasta hace poco, y hasta oler a imprenta o a comisaría de los grises. Allí, la izquierda clásica, o sea la comunista, igual de orgullosa que siempre aunque un poco más perdida y envejecida, parecía agarrase a sus bufandas y a sus chapitas de banderas entrecubanas o entrepalestinas (hay como un daltonismo fetichista que las confunde o que las une), y hablaba de la historia o de la política como de su ciática, que a lo mejor se trataba de eso, de unir la melancolía y la ciencia como en la consulta del Seguro.

La memoria es continuidad y la política también, y en las dos hay el mismo engaño psicológico. La historia siempre tiene excusas para todos los fanatismos, por eso es mala guía y mal apoyo

La memoria es continuidad y la política también, y en las dos hay el mismo engaño psicológico. La historia siempre tiene excusas para todos los fanatismos, por eso es mala guía y mal apoyo. Es más importante la ética ahora que la épica alatonada de hace 50 años. Quien intentaba darle continuidad, mando y presencia a su izquierda eternamente unida y desunida (la izquierda, con sus mil facciones y sectas, sólo puede unirse como ironía o como amparo), y no sé si intentaba darle también algo de épica y ética, era Antonio Maíllo. A Maíllo, a quien he seguido desde su etapa en Andalucía, yo lo sigo mirando como un poeta en política, y no sé si los poetas pueden tener sitio en política. Quizá el comunismo como poesía es el único comunismo que puede entenderse, porque el comunismo como sistema del mundo ha sido siempre inútil y cruel. Pero la política no va de poesía, sino de gobernar la realidad, así que yo creo que el bueno de Maíllo, confunda o no la poesía con la gravedad de los cuerpos o de la política, fracasará otra vez. Eso sí, el fracaso nunca ha desalentado a la izquierda, como a ninguna secta adventista. Ahí está su continuidad, más que en los dogmas o más que en su simbolismo de fragua (hasta la directora de la película se consideraba “trabajadora cultural”, como si hiciera faroles sevillanos).

En esa complacencia con su continuidad que tiene la izquierda, una continuidad contradictoria pero sagrada, como la Biblia, o al menos en las ganancias de esa complacencia, se mezclaban los ministros, con presencia, ya digo, de trío de Eurovisión; Cristina Almeida con andador, que así parece aún más un tanque de la izquierda; viejos linotipistas o al menos gente con espíritu de viejo linotipista (toda la Transición se diría que es una cosa que hicieron los linotipistas, pero no fue así), y hasta algún pijoflauta impecable, como si llevara levita de la izquierda, esos pijoflautas de los que debe de ser santa patrona Yolanda Díaz. A Óscar López, grandón como el que lleva el guitarrón en los tríos de mariachis, se le veía mucho pero iba sin aura y sin séquito, y yo diría que sólo parecía el abogado de algún otro, que quizá es lo que es en realidad. Yolanda repartía besos que eran como pompas de jabón de alguien que juega en la izquierda como en la bañera, o sea como siempre. Y Marlaska, ministro superviviente o carbonizado, que parece desde hace mucho hundido dentro de su traje como se hunde uno en el colchón en las pesadillas, a mí se me perdió o se me desfondó del todo.

Todos estaban allí para sentirse justo como querían sentirse, que es en un tiempo que no es el suyo o en una épica que no es suya. Paloma López, secretaria general de CC.OO de Madrid, pasaba de la historia a Ayuso o tenía que pasar por la historia para llegar a Ayuso, a la que alineaba con la “ultraderecha global” como poniéndole bigotito. La asimetría de esta izquierda clásica, verdadera o ropavejera, ya saben, consiste en no verse nunca como ultras, a pesar de que el comunismo se inventó como reacción ultra y violenta contra la (social)democracia burguesa, y eso sigue siendo, a pesar de la poesía y las guitarritas que se quieran colgar.

Unai Sordo hablaba de cosas como “narrativa de hegemonía”, que suena a batallón de artillería o de propaganda y lo es (su narrativa es historia y la historia no es sino su narrativa); y censuraba a Cayetana Álvarez de Toledo por dar a entender que nuestra democracia era una “democracia otorgada”. Lo fue no totalmente, pero sí mayormente, porque aunque hubo luchadores y mártires (los de Atocha, por ejemplo), el “pueblo” seguía en casa esperando a que escampase. La directora de la película se ponía, por supuesto, en “el lado correcto de la historia”, pero la historia, ya digo, la han usado tantos fanáticos para lo suyo que mejor sería estar del lado de la ética y de la razón, cosas que cierta izquierda parece haber olvidado.

Todo está contaminado, todo es sospechoso. De repente pensé en si los ministros a capela o los artistas comprometidos se pasaban o no se pasaban ya por los aniversarios y los homenajes de las víctimas de ETA o del GRAPO; si eso les proporcionaba “narrativa hegemónica” o más bien dolorosas y eternas contradicciones. Yo me quise pasar por el número 55 de la calle Atocha, con su placa verdosa o más verdosa a la luz de los bancos. El portal estaba recién fregado, como la historia o la conciencia de algunos. Enfrente, en el monumento que homenajea a los asesinados, en la plaza de Antón Martín, me fijé en que además de un ramito ya podrido también colgaba un pañuelo palestino que alguien había considerado que les correspondía. Todo está contaminado, todo es sospechoso, pero todo es usable. Podría aparecer un día por allí Pedro Sánchez y convertir aquella escultura de gente abrazándose en una sardana de lo suyo.