Oponerse al imperialismo yankee forma parte de la educación sentimental de los latinoamericanos más allá de que el afán de muchos sea vivir donde los gringos. Se trata de una idea que ha sido alimentada por todos; desde la izquierda revolucionaria, con Cuba como buque insignia, hasta los sectores más conservadores que se apuntaron a la vieja idea de la superioridad de la espiritualidad, la cultura y los valores hispanoamericanos (católicos) frente al materialismo protestante (Norteamérica), con el arielismo de José Enrique Rodó como su construcción más elaborada. Más allá de la explicación que quiera darse, y de que no cabe duda de la intervención de los Estados Unidos en los asuntos internos de los países de América Latina, a mí no me gustan las teorías que culpan de todo lo que pasa en esa región a planes urdidos desde La Embajada. Y estoy en desacuerdo por la simple razón de que eximen de responsabilidad a las élites locales y a los ciudadanos de los países.
Además, desde la observación de circunstancias más comunes que podrían parecer banales, a veces percibo una especie de malestar que puede ser similar al que se da en algunas familias cuando a uno de sus miembros le va mejor que a los otros, aún habiendo tenido en principio similares oportunidades. En este caso y haciendo un símil, las jóvenes repúblicas de América partieron de condiciones teóricamente análogas, pero una se convirtió en potencia mientras las otras permanecen en contextos francamente mejorables.
Esta realidad ha engordado, por ejemplo, el mito de la Patria Grande y de la unidad e integración latinoamericana. El argumento que subyace es muy simple: según sus panegiristas, los Estados Unidos consiguieron mayores niveles de desarrollo porque no se separaron entre varios Estados luego de la independencia, a diferencia de lo que ocurrió del Río Grande para abajo. Sin embargo, la explicación no se sostiene si se toma en cuenta el tamaño de países como Argentina, México y Brasil y, sobre todo, las características del federalismo de EEUU.
Estas y otras ideas vinieron a mi cabeza después de escuchar al presidente Donald Trump decir, en un ejercicio de realismo que rozaba el cinismo, que espera que las relaciones con América Latina, sean "grandiosas". Para especificar a continuación: "Ellos nos necesitan más de lo que nosotros los necesitamos a ellos […] Nosotros no los necesitamos. Ellos nos necesitan. Todos nos necesitan". Imagino que estas declaraciones habrán generado disonancia cognitiva entre los latinoamericanos que creen que su país se gobierna desde La Embajada y que lo mismo habrá pasado con los políticos españoles apologistas de Trump al enterarse de que considera a este viejo Reino un país de los BRICS en el marco de la OTAN que debe portarse bien para no ser castigado.
Pero más allá de las anécdotas, esas palabras son tan solo la imagen de un espejo deforme de lo que Trump venía anunciando a través de una serie de medidas neoautárquicas. Las mismas que, en el plano de las relaciones internacionales, retoman algunos preceptos del viejo aislacionismo norteamericano y la esencia de la Doctrina Monroe en una versión 2.0 reconvirtiéndola en "Norteamérica para los Norteamericanos".
El gobierno de Trump supondrá, claramente, una involución en derechos y compromisos climáticos y en la solidaridad social e internacional. Pero, sobre todo, confirmará la inversión de la relación entre poder político y poder económico, poniendo éste por delante de aquel. De esta forma, va a trastocar uno de los pilares de las democracias y los Estados modernos que se construyeron en base a la supremacía de la política sobre la economía. Ya Adam Smith –un señor poco sospechoso de comunista– indicó que los Gobiernos tienen la responsabilidad de proteger al "sistema de libertad natural" (el mercado) a través de normas que lo hagan posible.
No es descabellada la idea de Varoufakis de que estamos en un modelo económico que denomina tecnofeudalismo"
Sin embargo, la imagen de los broligarcas –ese grupo de multimillonarios tecnológicos– en la toma de posesión del presidente Trump y, especialmente, el nombramiento de Elon Musk para "eliminar trámites", es decir, para desregular, son la evidencia de que el poder económico y los intereses particulares se anteponen al poder político y a los intereses del conjunto. Pero no se trata de cualquier poder económico, sino de uno que tiende al "maldito monopolio" que tanto odiaba Adam Smith y contra el que pedía a los gobiernos que nos protegiese. Uno de los motivos por los que Smith detestaba ese fallo del mercado era porque le recordaba a los señores feudales y, visto así, no suena tan descabellada la idea de Yanis Varoufakis de que estamos en un modelo económico al que denomina tecnofeudalismo.
El momento actual guarda paralelismos con la economía norteamericana de finales de 1800, cuando estuvo controlada por los Robber baron (barones ladrones). Estos señores con nombre de universidad, sala de conciertos, colección de arte o banco fueron los primeros multimillonarios de ese país y revolucionaron el capitalismo moderno a través de estrategias, no siempre legales, destinadas a controlar una serie de mercados o productos esenciales que, volviendo a la actualidad, serían el equivalente a Google o Amazon. Es así que Andrew Carnagie controló el acero; Cornelius Vanderbilt, los ferrocarriles; John D. Rockefeller, el petróleo; o James Buchanan Duke, el tabaco.
Solo hay una gran diferencia entre esa época y la actual. En 1890 había un gobierno que usó todo su poder político para controlar el poder económico, y promulgó la Ley Sherman Antitrust para limitar los monopolios con el fin de –siguiendo a Adam Smith– preservar la competencia y el comercio nacional e internacional. Dicha ley se centraba, sobre todo, en aquellos monopolios encaminados a proteger, premeditadamente, la posición privilegiada de sus promotores, acabando de paso con sus competidores. Pretender convertir ahora la desregulación del mercado en el impulso vital del sistema político, en aras de una supuesta libertad, no sólo es una regresión al siglo XIX, sino que se anuncia como un punto de encuentro entre la nueva administración estadounidense y algunas élites latinoamericanas. Es posible que a ello también contribuya haber encontrado en la llamada "ideología woke" el enemigo común al que acusar de todos los problemas.
Muestra de lo anterior son las palabras del presidente Javier Milei en el Foro de Davos 2025, donde no dejó títere con cabeza en un discurso lleno de medias verdades en el que hacía general lo particular y elevaba la anécdota a categoría. Para los nuevos cruzados todo es woke. No obstante, hubo un solo grupo rewoke y con carné contra el que Milei no arremetió: el de los animalistas pues, si lo hubiera hecho, él también sería woke debido a la devoción que tiene a sus perros clonados. Eso nos demuestra que no mide la libertad en "carajos", sino con la vara que se ajusta a su propia y particular conveniencia.
Francisco Sánchez es director de Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer los artículos que ha publicado en El Independiente.
Te puede interesar
Lo más visto
- 1 La sensación de fin de ciclo de Sánchez anima al PP
- 2 Hacienda modifica el plazo para la declaración de la Renta 2025
- 3 La española que se casó en Auschwitz
- 4 Muere Enrique Bastante, histórico miembro de Gabinete Caligari
- 5 Las medidas que quería colar el Gobierno en el decreto ómnibus
- 6 Testaferros, Gestapo y Franco, el enredo que enfrenta a PNV y PP
- 7 Los Chiefs se enfrentan a los Eagles en la Super Bowl 2025
- 8 Seguridad Social está quitando las pensiones de viudedad
- 9 La madre que hizo de su niña un meme: "Siento culpabilidad"