La última vez que la vi, sentí que la humedad de sus lágrimas recorría todo mi cuerpo. Recordé el primer río que vi cuando era un niño. Su agua, esquivaba las piedras y se introducía dentro de la arena y allí quedaba para siempre atrapada.

Era ella, como una pequeña ola que llegaba en silencio, y me llevaba a su interior. Sus delgadas manos, las palabras que se deslizaban de su boca, eran señales inequívocas que te indicaban el final del camino.

Cuando la conocí era tímido, siempre estaba asustado. Huía de ella y de sus amigos. Intentaba localizarla con mis ojos de forma disimulada.

Recuerdo las balas atravesando el cielo de la ciudad, las calles llenas de soldados y las puertas de las casas cerradas. Ella y yo corríamos por un pequeño callejón, jugábamos al escondite en aquella tarde de viernes en la que algunos iban a rezar.

En los tejados estaban los hombres apostados, vigilando cualquier movimiento y nosotros ajenos a lo que nos rodeaba, estábamos escondidos detrás de las columnas.

Cuando la niña salió a nuestro encuentro, dos soldados nos apuntaron con sus armas dejándonos inmovilizados

La madre de la niña salió en ese momento de su casa asustada, y cuando me vio gritó.
̶ ¿Dónde está mi hija?

Yo me quedé paralizado del impacto de su voz en mis oídos, no contesté, estaba mirando la pared donde se escondía mi amiga.

La madre de aquella niña, me cogió la mano con mucha fuerza y me llevó por todo el callejón. Cuando la niña salió a nuestro encuentro, dos soldados nos apuntaron con sus armas dejándonos inmovilizados.

Cogí la mano de mi pequeña amiga, y nos ocultamos detrás de su madre. Los soldados nos observaban detenidamente y preguntaban por nuestros nombres, y que hacíamos a esa hora que nos estábamos en nuestras casas.

Nos llevaron a los tres detenidos, en medio del sonido de las balas y el olor a pólvora quemada. Luego nos introdujeron en un sótano donde había varios hombres que llevaban las manos esposadas y un antifaz tapaba sus ojos.
Yo empecé a llorar y la niña lloraba también. Aquel lugar era oscuro y caliente, en su interior se oían gemidos y gritos constantes de alguien que estaba recibiendo muchos golpes en ese momento.

Era alguien que te asustaba primero con sus palabras y luego te iba penetrando con sus ojos hasta derrotarte.

Llegó un hombre con un bigote negro. Llevaba un traje color tierra y varias estrellas se veían encima del bolsillo derecho de su camisa. Miró a la madre de la niña sin parpadear. Sus ojos eran inexpresivos, su cara estaba congelada como la punta de un iceberg.

Después de dar varios pasos en silencio, le preguntó a la madre de la niña.
̶ No sabes que está prohibido andar por la calle.

La madre de la niña se puso nerviosa, empezó a pedir perdón a aquel hombre. Era alguien que te asustaba primero con sus palabras y luego te iba penetrando con sus ojos hasta derrotarte.

Cuatro días nos tuvo en aquel lugar. Ordenó que nos metieran en una oscura y diminuta habitación, en la que apenas cabían dos personas. No podíamos distinguir entre el día y la noche. Tampoco podíamos movernos en medio del calor y la oscuridad. El guardia que daba vueltas cada hora, nos daba un plato de arroz sin aceite. No sabíamos si aquello era la comida o la cena.

Cuando salimos de aquel sótano. Volvimos a nuestras casas dominados por el miedo y la inseguridad. Nuestra vida cambió para siempre.

La niña que jugaba al escondite, a medida que su cuerpo crecía, me abrazaba con mucha fuerza. Me abrazaba sin prisa de forma pausada, ya no quería ocultarse detrás de una pared. El pequeño callejón donde se detuvieron los recuerdos de nuestros pasos, es ahora una carretera por la que pasan los coches y se detienen a observar las paredes de las casas que permanecen erguidas desafiando el tiempo.


Ali Salem Iselmu es periodista y escritor saharaui.