Ha vuelto por fin Pedro Sánchez a Valencia, aunque haya sido tras murallones de afiliados y séquitos, más esos guardaespaldas suyos que ya miran los paraguas de la gente como si fueran rifles de francotirador (Sánchez, como los toreros malos, es de herida fácil y blanda, esa herida de almohadillazo, tomatazo o escobazo). Ha vuelto Sánchez a Valencia como en el ómnibus de contrachapado y velocidad en el que él mete igual los decretos, los fieles y los figurantes, y que le sirve para blindar sus debilidades e ir huyendo y atropellando a la vez, como si fuera uno de esos autos locos de los dibujitos. Hay un ómnibus legislativo, que es una morcilla que hay que tragarse entera como un sable de tragasable o como el potaje o el purgante de la abuela. Hay un ómnibus cortesano, que es esa alfombra voladora o esa carroza de Cleopatra que le permiten a Sánchez volver a Valencia sin que su pie pise la tierra y sin que el pueblo le eche mano. Y también hay un ómnibus del relato, ése en el que se apretujan la fachosfera, Franco, Elon Musk, Pablo Motos, los jueces, los periodistas y un señor de Murcia. Pero ahí, detrás o dentro del ómnibus, lo que hay es un Sánchez en calzoncillo, como en esa pesadilla de los escolares.

Uno entiende lo del ómnibus, que es la única manera de meter toda la cacharrería y toda la tribu que Sánchez necesita para hacer política, o más bien para no hacerla, como si fuera un carromato cíngaro o una boda de pueblo. Ahí, en el ómnibus de la Moncloa, entre tanque, trolebús, carretón, limusina rosa, bólido de Pierre Nodoyuna y coche fúnebre, Sánchez mete todo y los mete a todos, y con eso hace su oferta legislativa, su circo ambulante, sus mítines, sus entrevistas y sus pasadas por el cielo orientaloide y altísimo de Valencia, como un ladrón de Bagdad. En el ómnibus no es que quepa todo, es que tiene que ir todo o el sanchismo entero se vuela como la ropa de una maleta que se abre en la baca. No hay manera de presentar sueltos ni unos decretos ni unos socios ni una ideología ni una propuesta ni un discurso ni unos calzoncillos de fiesta. Tiene que ir todo en un mismo amarrijo o en una misma diligencia, como iban los cowboys, los médicos borrachines, los viajantes de perfumes, las señoronas finas y las señoritas no tan finas, en promiscuidad, conflicto o contradicción.

En el ómnibus no es que quepa todo, es que tiene que ir todo o el sanchismo entero se vuela como la ropa de una maleta que se abre en la baca

En el ómnibus de Sánchez están los socios dóciles, los socios rebotados y los socios acreedores; están los creyentes cada vez menos creyentes, los interesados cada vez más preocupados y los enchufados cada vez más en el aire; están su familia con joyerito, sus soldados con bala de plata y todos los de la trama Koldo en su asador como en capilla; están los abonados a la prensa del Movimiento y a la rosa socialista como el que está suscrito a Avon; está toda la derecha con mantilla o con pollo y están todos los pobres con gorra y mendrugo, todos los jueces membranosos y todos los sindicalistas escayolados, todos los periodistas suyos y todos los periodistas ajenos, todos los pistoleros con biblia y todos los frailes con cucharón. Están todos, no sólo para que Sánchez se proteja sino para que Sánchez se mantenga, porque todo esto es, simplemente, el esqueleto que impide que se deshaga en gelatina. Cada vez que Sánchez hace o dice algo, cada vez que se mueve fuera de la Moncloa como un pulpo que intenta caminar, tiene que llevar o empujar todo este ómnibus como el carro de un trapero que vive de trapear o la bombona de oxígeno de un desahuciado que intenta respirar.

Yo entiendo lo del ómnibus porque el sanchismo es ese ómnibus. Si Sánchez presenta una ley suelta, una palabra suelta, una idea suelta, una mentira suelta e incluso alguna verdad suelta, algunos de los socios, de los puristas, de los ambiciosos, de los prestamistas, de los meritorios, de los mercenarios o de los desengañados que lo sostienen, todos enfrentados y todos contradiciéndose entre sí, se enfadará. Todo tiene que ir en ómnibus como dentro de una morcilla hervida que se sirve a todos de cena suficiente y repugnante. Sánchez no puede hacer otra cosa que moverse en ómnibus y presentarlo todo en ómnibus, todos los decretos que vengan y todos los viajes que toquen, lo contrario sería despedazar su Frankenstein en el Congreso o despedazarse él mismo ante la gente. Este decreto ómnibus que se rechazó no puede ser ni troceado ni rearmado por el sanchismo o dejaría de ser sanchismo. O sea, dejaría de ser ese intento de mantenerse en el poder sin mayoría para gobernar o ganas de gobernar, a base de colarnos una morcilla diferente o idéntica cada día, más de cebolla que de carne, más de relato que de sustento y más de náusea que de política.

El ómnibus de Sánchez también pasó por Valencia, con un poco de búnker de la Moncloa, un poco de megáfono con propaganda, un poco de camarote de los hermanos Marx, un poco de mentira repartida y un poco de dinero picoteado. Ya no puede hacer otra cosa, porque ese ómnibus es su casa o su ser, como el caparazón de una tortuga (Sánchez parece que llega a los sitios atortugado, con muchas capas sucesivas de cuerno, moho y legionarios, más esa angustiosa prisa de los torpes). Ya no puede hacer otra cosa, como no puede dejar de defender al ministro Torres igual que a otra esposa tejedora. Igual que defiende al fiscal general, igual que defiende lo indefendible. Apenas dejara de hacerlo, la morcilla reventaría, el murallón cedería y hasta los paraguas de los transeúntes lo acribillarían. Ramón Gómez de la Serna, un ultra, dejó esa greguería de que "los paraguas disparan a la lluvia". A la lluvia y a lo mejor también a los que van en ómnibus como en tanque, en submarino, en alfombra voladora o quizá sólo en descorazonador calzoncillo blanco, como una tortuga desnuda.