En 1971, Noam Chomsky y Michel Foucault mantuvieron un diálogo televisivo en el marco del International Philosophers Project en Holanda. En el curso de aquella conversación, Foucault sacó el tema de la toma del poder por parte del proletariado y afirmaba que no tiene ninguna objeción por el uso de la violencia proletaria en aras de la toma del poder. Chomsky optó por una postura más equilibrada: si supiera que la toma del poder por parte del proletariado conduciría a una política estatal terrorista, destructora de la libertad, la dignidad y las relaciones humanas aceptables, entonces no desearía que el proletariado tomara el poder. De hecho —agrega Chomsky—, el único motivo por el cual alguien podría apoyar la violencia proletaria es por creer que a través de la transferencia de poder se alcanzarán ciertos valores humanos antes no alcanzados. Si así no fuera, el uso de violencia proletaria, aunque motivada por razones justas, se transforma en una injusticia en sí misma. No se hace justicia a través de métodos injustos. Ante este argumento, Foucault se retracta y aclara que justifica el uso de la violencia proletaria durante una etapa de la revolución proletaria. Aunque no aclara cuán extendida debería ser esa etapa, por lo menos dejó claro que no se refiere a una violencia infinita. Chomsky, al respecto, reconoció que en circunstancias determinadas no consideraría incorrecto el uso de violencia en tanto esté enfocado en mejorar la condición humana, e introduce un concepto sumamente interesante: “Creo que se deben evaluar las justicias relativas”, término digno de ser evaluado en el debate relacionado con el conflicto palestino-israelí.
Este interesante intercambio de opiniones entre dos intelectuales de primera línea es una versión actualizada de discusiones que provienen de largo tiempo atrás y fraguaron, en particular, durante la Revolución francesa, y la traigo a colación por su íntima relación con el tema encarado en este libro.
Siguiendo el hilo de ambos pensadores, y haciendo una interpolación de términos, el establecimiento del Estado judío, poco después de finalizado el Holocausto, debe ser considerado un acto de justicia para con el pueblo que ha sufrido las máximas aberraciones de aquella contienda mundial. La fundación de aquel Estado o, en términos de Foucault, esta “toma de poder” no podía concretarse sin el uso de violencia, al igual que el proletariado no podría usurpar el poder del amo sin el uso de la fuerza violenta. Pero aquí entra en juego el término crítico acuñado por Foucault, “etapa”, que nos remite a la temporalidad que limita y condiciona este razonamiento. Si partimos de la base de que el uso de violencia en la fundación del Estado de Israel ha sido ineludible, la siguiente pregunta sería cuánto tiempo podría justificarse dicha violencia y no solo en términos de tiempo, sino también en términos de vidas; o sea, cuál sería su costo en bajas humanas. La palabra etapa conlleva la idea de un periodo pasajero, transitorio. Setenta años de sangre derramada exceden toda definición del concepto etapa, convirtiéndose en un “estado de excepción” permanente, fijo, endémico.
En qué medida es justo fundar un Estado israelí que conllevará un derramamiento de sangre prolongado, interminable, insoportable y sin perspectivas de paz
Entonces, la pregunta precisa sería en qué medida es justo fundar un Estado israelí que conllevará un derramamiento de sangre prolongado, interminable, insoportable y sin perspectivas de paz. Ante esta cruda pregunta, se hace necesario introducir nuevos parámetros de pensamiento. Por cierto, mi formación de historiador me ha enseñado que no es correcto juzgar actos fundacionales en función de su deriva posterior, por demás, clásico error de anacronismo en el que suelen tropezar incluso los más duchos historiadores. Pero, por otro lado, ya como activista por la paz, no puedo eludir la conclusión de que la fundación de un marco nacional —que a posteriori trae acarreado tanto sufrimiento— ha sido un error. Nada justifica tanta sangre vertida. David Grossman ha escrito, con razón: “Quien destruye a un hombre, a cualquier hombre, en último término está destruyendo una creación que es única e ilimitada, que jamás podrá ser reconstruida, y que nunca podrá haber otra como ella”. Esta proyección teleológica, como ya he mencionado, es un lapsus historiográfico. Un análisis ahistórico que todo historiador que se precie intentará evitar. Sin embargo, la complejidad del tema exige una visión ecléctica, fuera de todo marco disciplinario. Estamos frente a una cadena de momentos fallidos que han producido un trágico error que no podemos reparar, pero que debemos asumir y tratar de corregir.
En este punto ingresamos en el campo más complejo de este ensayo, un terreno minado del cual no podemos salir ilesos. He aquí el meollo de la cuestión. Porque haber llegado a la conclusión de que la fundación del Estado de Israel ha sido un error histórico, no agota el tema. Ante tamaña complejidad la única respuesta factible es un argumento combinado basado en dos premisas aparentemente contradictorias: la fundación de Israel ha sido un error ineludible, un acontecimiento inevitable, así como también injustificable. Este alegato podrá ser malinterpretado por aquellos que lo consideren una fórmula premeditada para quedar bien con todas las partes en pugna. Sin embargo, la complejidad de este fenómeno histórico no soporta una repuesta sencilla, binaria y tajante, como algunos quisieran escuchar. Este razonamiento, supuestamente contradictorio, se engarza en una lógica propia del conflicto palestino-israelí, la cual está plagada de contradicciones con las que estamos destinados a vivir.
Así es, por ejemplo, aquella fórmula tan veraz como ilusoria que sostiene que la solución del conflicto palestino es imposible y, a la vez, inevitable. Esta línea de razonamiento fue desarrollada en mi libro anterior sobre Jerusalén, en el que sostengo que la división de la ciudad es imprescindible y, al mismo tiempo, imposible, por lo cual desarrollo la idea de una división funcional y no territorial que mantenga a la ciudad dividida a la vez que unificada. Estas categorías de pensamiento, propias de todo conflicto entre dos justicias, responde a una estrategia de lucha en la que mantenemos un pie en el campo del pragmatismo político y el otro en el campo del imperativo moral, que es la única forma de llevar la nave a buen puerto.
La creación del Estado de Israel ha sido un acto ineludible y necesario debido a su urgencia, e introduciéndolo en su marco ético-moral debemos reconocer que se trata de un acto injustificable
De modo que introduciendo este tema en su contexto histórico debemos reconocer que la creación del Estado de Israel ha sido un acto ineludible y necesario debido a su urgencia, e introduciéndolo en su marco ético-moral debemos reconocer que se trata de un acto injustificable. Reconocer que un evento pasado fue tanto un error histórico, por sus consecuencias, como un hecho inevitable, dada la urgencia del momento, permite una comprensión más matizada de la historia en la que no encontramos ni “buenos” ni “malos”, sino un conglomerado de gente azotado por las contingencias. La acuciante situación del pueblo judío post-Holocausto no posibilitaba otra alternativa más que la de crear un Estado en Palestina. La mayoría de los desplazados no podían regresar a sus hogares y los gobiernos en Europa oriental tampoco querían volver a recibirlos. En julio de 1946, ya finalizado el Holocausto, en Kielce, Polonia, se produjo un pogromo en el que 42 judíos fueron masacrados y alrededor de 50 más fueron heridos. Incluso América impuso serias limitaciones a la inmigración. De modo que la única alternativa real en aquel entonces era Palestina, donde el movimiento sionista había levantado una amplia infraestructura destinada a la absorción de aquellos desplazados.
Hasta aquí estamos frente a un claro ejemplo de justicia histórica, y todo ello sin traer a colación el tema de la libre determinación del pueblo judío, que también debemos tener en cuenta, aunque este ensayo lo haya saltado. Sin embargo, a partir de este punto crucial entramos en el ámbito de lo injusto. Es indudable que las consecuencias que ha traído este Estado para ambos pueblos —pero, en especial, para el pueblo palestino— han sido catastróficas. La expulsión de 700.000 palestinos, la destrucción de sus aldeas, la matanza de refugiados que intentaron regresar a sus hogares, todo esto representa el sumun de la injusticia y la inmoralidad. Y si a aquella Nakba agregamos los miles de muertos en guerras, intifadas, represalias, operaciones militares, atentados terroristas y demás calamidades, pues estamos frente a una injustica colosal. Entonces, ¿significaría esto que el Estado de Israel no debería haber sido fundado? Toda la historia de la humanidad está plagada de sucesos sangrientos y está teñida de sangre. No hay nación que no haya surgido sobre los cadáveres de la población autóctona. “No hay ningún documento de la civilización que no sea al mismo tiempo un documento de la barbarie”, escribía Walter Benjamin. Entonces, ¿ninguna nación debería haber surgido a lo largo de la historia?
La expulsión de 700.000 palestinos, la destrucción de sus aldeas, la matanza de refugiados que intentaron regresar a sus hogares, todo esto representa el sumun de la injusticia y la inmoralidad
Sin embargo, un error histórico, por más justificado que sea, debe ser reparado. La negativa intransigente del Estado de Israel de hacer la máxima justicia posible con las víctimas de aquella injusticia histórica ha transformado a la Nakba en una pesadilla inacabable. Si Israel no hace el esfuerzo de reconocer su falta, restituir lo que es factible e indemnizar por aquello que ya no es posible restituir, entonces el conflicto seguirá sangrando hasta la eternidad.
En el capítulo centrado en la crisis del movimiento pacifista israelí, he mencionado la desilusión por la forma en que activistas palestinos pacifistas han apoyado el feroz ataque de Hamás, lo cual me ha llevado a la conclusión de que actualmente no hay interlocutor para la paz. Pero no me cabe duda de que gran parte de la responsabilidad por esta falta de interlocutores la tiene el mismo Estado de Israel, el cual sistemáticamente ha destrozado todo posible interlocutor dispuesto a negociar con Israel. No hay con quien negociar porque nosotros hemos pisoteado a todo palestino que ha expresado la voluntad de llegar a algún acuerdo con Israel. Pero, en la misma medida, no me cabe duda de que un proceso de paz genuino traerá al interlocutor adecuado que hoy no se percibe.
No me cabe duda de que gran parte de la responsabilidad por esta falta de interlocutores la tiene el mismo Estado de Israel, el cual sistemáticamente ha destrozado todo posible interlocutor dispuesto a negociar con Israel
¿Y el día después? ¿Qué puedo decir del día que nos espera después de acabada esta guerra? Pues, a medida que pasan los días, los posibles escenarios se van estrechando y nosotros vamos tomando conciencia de que no habrá “día después”. Paulatinamente vamos captando que esta guerra continuará hasta un tiempo indefinido. Durante batallas pasadas siempre supimos que cada guerra tiene fecha de vencimiento. Las guerras acaban de una forma u otra, algunas veces coronadas por el triunfo y otras por un “empate”, pero no cabía duda de que en algún momento cesa el fuego y retornamos a la normalidad. Nunca hemos podido imaginar una guerra que continúe indefinidamente y, lo que es más dramático, nunca nos imaginamos una guerra en la que ni siquiera está claro cuál sería para Israel la estampa del triunfo con la que darla por acabada. Por primera vez en la historia nos enfrentamos a una guerra que no hay forma de ganarla porque no sabemos según qué parámetros definir triunfo o derrota. Tal como ya se ha expresado a lo largo del libro, esta guerra no puede concluir con ningún triunfo, puesto que las metas operativas proclamadas son irrealizables.
A esta altura de los acontecimientos tenemos claro que el motivo principal por el cual esta guerra estará estancada por tiempo indefinido se debe a que la persona que dirige el destino de Israel, Bibi Netanyahu, está empecinado en continuarla hasta mejorar la imagen que se le ha adherido desde el 7 de octubre como el responsable del mayor desastre de nuestra historia.
Aunque parezca simplista, no hay duda de que Netanyahu está alargando todo este drama con el afán de mejorar su imagen en los libros de historia. Por cierto, de trasfondo tenemos también los procesos judiciales abiertos contra Netanyahu, congelados en tanto la guerra continúa; pero, sobre todo, Netanyahu, hijo de historiador, le teme más al fallo final de la historia que a la prisión. Para que este pueda restaurar su imagen, necesita como trofeo la cabeza de Sinwar, doblegar a Hizbulá —forzándola a replegarse de la frontera israelí— y, por si esto fuera poco, necesita asimismo desactivar la amenaza atómica iraní. En su delirio, Netanyahu supone que Israel está en condiciones de lograr todos esos objetivos si tan solo Trump gana las elecciones, para lo cual todo lo que necesita es ganar tiempo hasta el mes de noviembre de 2024. De modo que estamos ante un callejón sin salida o, en otras palabras, ante una guerra infinita. Sin embargo, toda esta situación —que, volvamos a repetir, responde al interés personal de una sola persona que busca mejorar la imagen con la que pasará a la historia— no es el único motivo por el que esta guerra se perpetuarás indefinidamente. Por detrás de esta trágica figura se encuentra una derecha mesiánica que marca el paso del Gobierno y pretende llevar el estado bélico a tal punto de convulsión que produzca el desplome total de la Autoridad Palestina. La meta de esta derecha fanática es crear tal caos que, ante la pérdida de control, Israel vuelva a reconquistar los territorios de Cisjordania que hoy día se encuentran bajo mandato palestino, anexarlos y declararlos parte integral del Estado de Israel. Hasta que no se den las condiciones para la anexión total de Cisjordania, la derecha mesiánica, en su versión política o militar, no dará tregua. Efectivamente, Cisjordania está al borde de una nueva intifada y eso es exactamente lo que la derecha mesiánica israelí necesita para llevar a cabo sus planes de anexión.
Todo este análisis no es indefectiblemente irrevertible. En efecto, existe una salida a toda esta locura, y ella tiene nombre y apellido: Maruan Barguti, la única persona capaz de tomar las riendas de Gaza y de la Autoridad Palestina y de llegar a un acuerdo de convivencia con Israel. Precisamente porque Netanyahu sabe que Barguti tiene la llave de la solución no permitirá liberarlo de la prisión israelí, ya que esto conduciría a un proceso tras el cual Israel debería retirarse de los territorios conquistados de Cisjordania. La coalición derechista israelí no dejaría que algo así sucediera bajo ningún concepto. Pero el antecedente Mandela nos enseña que es cuestión de tiempo hasta que Barguti ocupe el lugar de honor que le corresponde en la historia del pueblo palestino.
Israel está pasando por un eclipse, sobre todo mental, a razón del cual falta luz que alumbre el camino, y el horizonte está plagado de tinieblas
He comenzado este libro declarando que lo estoy escribiendo desde el exilio. “Soy un exiliado en mi propio país”, he manifestado con el dolor propio de quien siente que le han robado su lugar en el planeta. Sin embargo, la idea de exilio contiene en su interior la esperanza del regreso. Todo exiliado sueña con volver a casa, a su paisaje, a su lengua, a su barcito. Todo exiliado se niega a deshacer las maletas y siempre tendrá el pasaporte a la vista, preparado para volver ante la primera oportunidad. Este deseo de volver está dotado de una fuerza performativa. No es un deseo pasivo de quien espera algún favor de la providencia, sino un deseo activo, indeclinable e inquebrantable para hacer lo posible para concretar esta esperanza. Este hacer lo posible es un imperativo moral que exige continuar luchando mientras el cuerpo lo permita, consciente de mis limitaciones pero teniendo presente aquel sabio proverbio talmúdico que dice que “tal vez no seas tú el que concluya la obra, pero eso no te da permiso para dejar de emprenderla”. El cambio de orientación al que aspiramos no supone cambiar de golpe todo el sistema de paradigmas, pensamientos y percepciones. Basta con cambiar una pieza de dicho sistema para dar lugar a la dinámica que terminará por producir el cambio. El desmoronamiento de una de esas premisas puede producir una reacción en cadena que traerá aparejado una transformación en los fundamentos de la ocupación. La avalancha psicológica comienza con implantar la duda y presentar módulos de pensamiento alternativos. Todas las premisas están entrelazadas y, a partir de la duda que sembramos en los relatos oficiales, comienza el proceso de desgaste de las premisas anteriores, que tarde o temprano generarán el cambio de paradigmas.
Hay quienes dirán que todo esto es una utopía, pero, no nos equivoquemos, utopía no es algo inexistente, sino algo que aún no ha sido concretado.
En los años que vendrán —escribió Albert Camus hacia 1950—, una interminable lucha va a desarrollarse entre la violencia y las palabras. Es cierto que las posibilidades de la primera son mil veces más grandes que las de la última. Pero yo siempre he pensado que si el hombre que tiene esperanzas dentro de la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos es un cobarde. Y, en adelante, el único honor será el de sostener, obstinadamente, ese formidable pleito que decidirá por fin si las palabras son más fuertes que las balas.
He denominado a este estudio eclipse. El diccionario lo define como: “Ocultación transitoria, total o parcial, de un astro por interposición de otro”. Considero que Israel está pasando por un eclipse, sobre todo mental, a razón del cual falta luz que alumbre el camino, y el horizonte está plagado de tinieblas. El humanismo está oculto, de forma transitoria, total o parcial, por el astro militarista. Todavía son muchos los que, a mi alrededor, instalados en su necedad, suponen que esta penumbra es normal, dado que conocen tan solo la oscuridad en la que este país está enclaustrado. Pero todo eclipse es un fenómeno circunstancial. El nuestro durará un tiempo largo y cada día eclipsado la oscuridad se hará más densa. Sin embargo, en algún momento los astros volverán a acomodarse y darán lugar a un leve destello humanista que desplazará al oscurantismo militarista. Entonces, la gente se preguntará, fascinada, por qué hemos vivido tanto tiempo eclipsados en aquella oscuridad.
“De modo que no eran las ideas las que salvan al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio”.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas (2001)
Extracto del libro El eclipse de la sociedad israelí: Las claves para descifrar a Israel en Gaza, publicado por Los Libros de la Catarata.
Meir Margalit (Argentina, 1952) es doctor en Historia Israelí Contemporánea por la Universidad de Haifa y desarrolla su actividad docente en el ONO Academic College, además de impartir conferencias y seminarios en distintas universidades europeas y americanas. Ha sido concejal de Jerusalén con el partido pacifista Meretz hasta 2014. Cofundador de una de las organizaciones de derechos humanos más destacadas de Israel, el Israeli Committee Against House Demolitions (ICAHD), ha sido asesor en distintos organismos de la ONU, como OCHA, UNHabitat y UNRWA y es actualmente director del Center for Advancement of Peace Initiatives. Considerado uno de los mayores expertos en el conflicto áraboisraelí en Jerusalén, es autor de Discrimination in the Heart of the Holy City (2008), Seizing Control of Land in East Jerusalem (2010) y Demolishing Peace (2014). Asimismo, es miembro del consejo editorial de Palestine Israel Journal y de la revista española SinPermiso.
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