En la víspera del 80 aniversario de la liberación de los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, se escuchó la palabra “negacionismo” en la boca de un dirigente político: Pedro Sánchez, para más señas, quien la empleó para referirse a la oposición.

Se acuñó este término en la década de 1980 para definir a los grupos de indeseables que rechazaban la idea de que los nazis hubieran perpetrado un holocausto contra el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Esa palabra permitía arrinconar su posición en el debate, al ubicarla en el terreno de lo falso e irracional; aquel en el que habitan las fuerzas oscuras, de las que no cabe más que huir para no verse atrapado en un cenagal de odio.

Auschwitz-Birkenau es hoy un cementerio gigantesco en el que se recuerdan las más de 1,3 millones de muertes que allí tuvieron lugar, entre ejecuciones, torturas y enfermedades tan comunes como el tifus. Las expediciones hacia el campo suelen salir desde Cracovia y alrededores. Al acercarse a su destino, los visitantes pueden ver a ambos lados de la carretera los caminos que recorrieron los presos -los escribió bien Viktor Frankl- mientras hacían trabajos forzados, cubiertos de nieve y hojarasca en invierno, entre bosques inhóspitos.

Todo es lóbrego allí, pero a la vez muy revelador, como si en mitad de la oscuridad se recibiera una tétrica iluminación. Al recorrer los largos pasillos en cuyas paredes cuelgan las fotografías de las víctimas -con su número de prisionero en el pecho-, cualquiera deja de diferenciar los rasgos entre unos y otros, como si todos fueran uno. Desconocidos para los verdugos, pero llegados allí como consecuencia de una misma barbarie que los malnacidos niegan.

La sensación no es la misma en Varsovia, dado que el marco es diferente. Pero a las puertas de su muralla se hiela el corazón al escuchar el relato de la represión que ejercieron los nazis tras el levantamiento de la ciudad, en el otoño de 1944. Donde hoy se alza un casco histórico reconstruido, en el que se escuchan piezas de Chopin en una veintena de bancos de piedra, entre boutiques, restaurantes, espectáculos callejeros y vida civil, se cometió una de las mayores atrocidades de la guerra. Los alemanes aniquilaron a 150.000 polacos en pocos días y quemaron sus casas. El 80% de la ciudad quedó destrozada. El Ejército rojo, por orden de Stalin, permaneció quieto en la otra orilla del río Vístula mientras tenía sobrada información de la masacre. El caudillo soviético quiso que los nazis terminaran con la resistencia -para ahorrarle trabajo- de los siempre admirables polacos. Los que, en el bosque de Katyn, con la NKVD de Beria como sabueso, perpetraron en la primavera de 1940 miles de asesinatos de militares, intelectuales, policías y civiles polacos.

Al igual que hicieron los neonazis con el holocausto, los comunistas negaron los gulag y se empeñaron en minimizar lo que allí sucedió. Contra Solzhenitsyn se cebaron con especial saña. Los fanáticos son idealistas -Cioran definía a estos últimos como los individuos más peligrosos- que se consideran embarcados en una cruzada que persigue un fin noble. Su enfermedad mental les lleva poco a poco a despegar de la realidad hasta situarse en un punto de paranoia tal que les lleva a justificar los exterminios, dado que a las víctimas les sitúan al nivel de las cucarachas. El término “negacionismo” servía hasta hace no mucho para definir a quienes niegan la barbarie de los totalitarios porque la consideran justa... o porque la quieren maquillar.

El negacionismo del día a día

Lo que sucede es que esa palabra se ha convertido en el pan de cada día de quienes pretenden imponer narrativas institucionales o vincular al adversario con los extremismos. No hay nada más injusto con las víctimas ni más irresponsable con los ciudadanos que definir como “negacionista” al opositor o a quien se te cruza en su camino, pero en España encontramos que el Gobierno y sus asociados utilizan este término con total ligereza. Sin ir más lejos, Pedro Sánchez lo empleó el pasado domingo durante un acto de partido en el que denominó de esa forma al Partido Popular y a Vox por haber votado contra su real decreto ómnibus. ¿Acaso oponerse a una ley de ese tipo sitúa a alguien en el lado de la barbarie? A la vista de que no es así, ¿por qué utiliza el presidente ese término?

Sobra decir que todo esto tiene truco: cuando niegas a la oposición la capacidad de disentir y les sitúas en la posición que hasta hace unos años le correspondía a los 'muy radicales', en realidad, estás preparando el terreno para intentar imponerte ante los ciudadanos como la única fuerza plenamente legítima y democrática. Tomemos como ejemplo un fragmento del real decreto ómnibus, como es el relativo a la actualización de las pensiones. Imaginemos que el PP se opusiera a su subida anual, cosa que no ocurre. ¿Sería en ese caso un partido 'negacionista' o ultra? ¿No es éste, acaso, un deje tiránico del poder?

Cuando niegas a la oposición la capacidad de disentir y les sitúas en la posición que hasta hace unos años le correspondía a los 'muy radicales', en realidad, estás preparando el terreno para intentar imponerte ante los ciudadanos como la única fuerza plenamente legítima y democrática

Lo peor es que estos ataques no sólo afectan a la oposición, sino también a otros contrapoderes. Esta semana pasada, el ministro Óscar Puente volvía a las andadas y sugería en sus redes sociales que ABC es un periódico ultra. Columnistas y algún excolumnista desnortado insultan día sí y día también a otros periodistas y jueces que se cruzan con los intereses del Gobierno, que son en realidad los de sus empresas informativas. José Miguel Contreras difundía hace unas semanas un alegato en contra del odio en las redes. No estaría de más que echara un vistazo a lo que ocurre con algunos de los efectivos y exefectivos de las empresas que posee o para las que trabaja. O que asesorara a los portavoces gubernamentales sobre la consideración que demuestran hacia periodistas y jueces en su intervenciones. Recuerdo muy pocos ejercicios de cinismo e hipocresía más grandes que los de este señor.

Sucede igual con Sánchez. Porque etiquetar a los opositores -oficiales y civiles- de “negacionistas” no sólo implica el negarles la racionalidad en sus decisiones, sino también condenarlos a actuar en un redil en el que es obligatorio pronunciarse o callar sobre determinados temas para que nadie les coloque esa etiqueta, en una carrera de fondo en la que intentan huir de la posición de radicales que les quieren atribuir.

¿Que el PP se niega a participar en los fastos propaganísticos por los 50 años de la muerte de Franco? Dirán que es franquista. ¿Que cuestiona la política de desmantelamiento de las centrales nucleares? Dirán que niega el cambio climático y sus consecuencias. ¿Y si alguien se opusiera (y es muy legitimo) a subvencionar el transporte en metro por considerar que los ciudadanos que no lo utilizan -como en las zonas rurales- no tienen que contribuir al descuento del que se benefician sobre todo las grandes ciudades? Dirán que es un neoliberal desalmado.

Quien no observe peligro en esta forma de gobernar, a lo mejor es que se ha convertido en parte del peligro. Porque lo que transmite ese presidente irresponsable que tiene España es algo cada vez más sencillo de deducir: “o yo o el negacionismo”. Digamos que el fenómeno es similar al del individuo que se mirara al espejo por la mañana, descubriera en su reflejo un individuo con un traje del ejército alemán y alertara a los demás que se ha colado un fascista en su habitación. Y eso es terrible.