Ayer declaró como testigo en la Audiencia Nacional la futbolista Jenni Hermoso en el caso que se sigue contra el ex presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Luis Rubiales, por el beso que le propinó a la jugadora en la entrega del trofeo como campeón del mundo al equipo español el 20 de agosto de 2023.

Hermoso declaró con aplomo. Bien aleccionada por su abogada, Carla Vall, se mantuvo firme en la tesis de que el beso no fue consentido y en que Rubiales y su entorno la presionaron para que diera una versión edulcorada de los hechos, salvando así al presidente de la RFEF de la avalancha que se le venía encima. "Sabía que me estaba besando mi jefe y eso no debe ocurrir en ningún ámbito laboral ni social", repitió en diversas ocasiones cuando se le preguntó desde las defensas por qué no se resistió o mostró inmediatamente su disgusto.

El beso de Rubiales no sé si será motivo de condena por un delito de agresión sexual, pero sí que rebela una manera de actuar: nada se le ponía por delante al todopoderoso presidente de la RFEF. Rubiales hizo ganar dinero al mundo del fútbol, lo que le granjeó el apoyo de la mayoría de los miembros de la Federación. Pero también se granjeó el apoyo político de gobierno. Así que se sentía fuerte, se sentía blindado. De hecho, el gobierno tardó mucho tiempo en mover sus palancas para forzar su cese al frente de la RFEF, y lo hizo cuando ya no había manera de salvarle.

Rubiales echó una cerilla a una bandera impregnada de gasolina... y se abrasó

Rubiales se comportó como un machista torpe, porque no midió la trascendencia de lo que estaba haciendo. En el momento en el que agarró por la cabeza a Hermoso para besarla en los labios había millones de personas viendo la retransmisión en directo de la ceremonia. Y en el mundo había ya algo que se llamaba '#MeToo'.

Impunemente, Rubiales echó una cerilla en una bandera que estaba impregnada de gasolina. Y, claro, se abrasó.

Insisto en que la trascendencia del beso es independiente de su consideración penal. Lo impúdico fue el abuso de poder, cuya gravedad no atenúa el momento de euforia que se vivía en ese momento.

Probablemente, Hermoso tampoco fue consciente de lo que aquello iba a provocar. Mientras que ella y sus compañeras estaban más pendientes de celebrar el histórico triunfo, las redes sociales y las organizaciones feministas convertían el beso en un símbolo del machismo, que, para una gran parte del mundo del fútbol incluso no está mal visto.

La abogada de Rubiales, Olga Tibau, una penalista de prestigio, que defendió a Segundo Marey (caso que llevó a prisión al ex ministro del Interior, José Barrionuevo, y a su número dos, Rafael Vera), y al responsable de los Mossos, Josep Lluís Trapero, organizó su interrogatorio sobre la base del consentimiento. En sus preguntas quiso evidenciar una relación previa de confianza. Incluso, quiso desbaratar el argumento del rechazo, haciéndole confesar a Hermoso que, tras el beso -no deseado según su versión- ella le dio una palmada en el costado a "su jefe".

Faltan todavía muchos testimonios hasta que declare Rubiales. Tiene derecho a la presunción de inocencia, así que habrá que escucharle, oír sus argumentos.

Pero, insisto, la trascendencia de lo que ocurrió el 20 de agosto de 2023 va más allá de la sentencia a Rubiales. Tras el escándalo se generó una conciencia colectiva. Un "se acabó", que se extendió a todos los ámbitos de la sociedad. Especialmente, en el mundo laboral. Y eso ya no tiene marcha atrás.