Los Goya hay que verlos como una de esas galas de José Luis Moreno en las que había estrellones putrefactos, meritorios con hambre, consagrados decadentes, profesionales resignados y esforzados desconocidos que lanzaban una maza o enseñaban una pierna a vida o muerte, como al volapié. Con sobreabundancia de folclóricas agradecidas, boleristas sentimentales, artistas de piano blanco, glorias de pueblo en jarras y cuerpos de baile de bulto, estas galas no van tanto de celebrar el arte como de celebrar la subsistencia (por eso pega tanto que esté ahí Pedro Sánchez, con la pajarita antigua, gruesa y casi cerámica como el bigote de Íñigo). Ni en los Goya ni, en general, en tres horas de tele de tubo en fin de semana, uno espera ver, ni dejar de ver, ni echar de menos o de más a intelectuales, pedagogos o mesías. Es algo así como esperar un mensaje de sabiduría o del futuro tras una actuación de Betty Missiego, con esa cosa de pitonisa que tenía ella.
Tenemos una idea equivocada de la gente del cine. Nos olvidamos de que casi todos nuestros actores o directores, antes de meterse en esos repollos de las galas y en esos personajes angustiosos y tiznados por la guerra y el hollín sentimental español, han sido antes camareros de cóctel o de sobao, o mimos del Retiro, tristes y famélicos como fieras de la Casa de Campo. Alguno todavía se quitará los lazos de princesa y las manchas de leopardo de la noche de los Goya para volver al café con leche y al perrito de globo, que así es el artisteo. A mí me parece que a esta gente no se les puede exigir coherencia intelectual ni heroicidad, estando atrapados entre el orgullo y la precariedad, un poco como los periodistas. A los otros, los que sí son estrellas, con una piscina que va de Beverly Hills a Alcobendas, o los que ya tienen la vida resuelta y el chaletito en las afueras, o al menos y un piso alto, fantasmal y santero en Malasaña, como un piso de Sabina o de Alaska; a éstos lo que se les puede decir (se lo dijo ya Ricky Gervais) es que no saben nada de la vida y que no son nadie para dar lecciones.
Nadie piensa que un mimo tenga que ser modelo intelectual ni ejemplo moral. Ni tampoco un millonario con vozarrón o con peluquín. En realidad, que se llegue a eso es raro, en el arte, en el espectáculo o en la vida. Y cuando se da, suele ser algo personalísimo y nada corporativo. O sea, que cuando el mundo del cine, o de la literatura, o del periodismo, o esa bestia que se suele llamar “el mundo intelectual” se manifiestan por algo normalmente es por un interés, un romanticismo o una mitología propios, como los del funcionario, cosa que automáticamente me merece un pragmático desinterés. Eso del mundo del cine a mí me suena como hablar del “mundo del circo”, como si fuera un volumen de una colección de novelas juveniles. A lo mejor los Goya tendríamos que verlos como un circo pobre, con comprensión y conmiseración, ahí con sus trapecistas viejos, sus leones calvos con mataduras de burro, sus payasetes nerviosos con cubo de confeti y sus tiernos malhumorados con capirote, pompón y lágrima tatuada como una flor de lis de tristeza.
En los Goya, como en las galas de Moreno o en los circos con goteras, se trata de sobrevivir, vendiendo películas, pena, morriña, grima o espectáculo, siendo aserrados por un mago o siendo más folclóricos que elegantes y profundos. Ahora, el folclore y la subsistencia están en la política como estaban antes (o están todavía) en la tele, así que tomarse en serio los Goya puede ser como tomarse en serio Gran Hermano, o las tertulias, o toda la política. Yo diría que Karla Sofía Gascón ha sufrido a la turba canceladora como una venganza de edredoning, algo que está entre el morbo, la audiencia y la satisfacción de venganza del puritano, lo que Bertrand Russell llamaba “moral de linchamiento” pero a lo mejor en este caso es sólo moral del superviviente.
Estar en el cine español es como estar en una caravana con su particular moral de caravana, o en un circo con su particular ley del circo (recuerden la venganza de La parada de los monstruos). Aun así, una película o un colectivo morrocotudo que invisibilizan a su estrella no son buenos para la supervivencia, así que entre la condena de los puritanos se asomaba el aún más placentero y condescendiente perdón de los puritanos. La moral de quita y pon es algo que no se puede esperar de intelectuales, de pedagogos ni de mesías (tampoco de periodistas), pero sí de políticos. Supervivencia, ya digo, que por eso estaba ahí Sánchez, como un santo patrón, no tanto proveedor de fondos sino de infinita plasticidad moral, ahí con todos los actores tiesos o ricos hervidos en lentejuelas como en lentejas. Yo puedo ver las películas, pero ya no escucho a los actores y directores hablar desde dentro de su repollo y desde su barandillita del Cielo, como una marquesona en los toros. Sobre todo porque a veces se caen por la barandilla. El 47, por ejemplo, que tanto alabó Sánchez, ha puesto a civilones franquistas en Cataluña pero ha borrado el racismo contra los “españoles” y sus charneguitos, que eran o son como moritos de Jerez o de donde sea. Si hay algún mimo, algún camarero, algún poeta de buhardilla (de esos “genios-para-sí-mismos” que decía Pessoa), o incluso alguna estrellita de mechas californianas que sea modelo y ejemplo de arte, intelectualidad o moral, seguro que no nos damos cuenta en una gala, y seguro que no nos damos cuenta de todo a la vez. Hay que separar estas cosas o al final nos tragamos todo el cine español o toda la política española como un decreto de los de Sánchez, o como horas y horas de folclóricas y baladistas con Monchito y Rockefeller.
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2 Comentarios
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hace 4 horas
Creo que no habrá muchos artículos que reflejen mejor la realidad del actual cine- política español.
Se esté o no, de acuerdo con lo que escribe Sr Fuentes, da gusto leerle. Con el artículo de hoy, totalmente de acuerdo.
hace 5 horas
Agradecido.
Aunque se ha quedado un poco corto en lo que se refiere al 47.
De ella, se salva sólo una frase, cuando algún bien pagao de la generalidad le dice a ese extraño [por inexistente] conductor inicia la conversación diciendo «¡estamos en democracia!».
Por lo demás, la buscada mezcolanza entre los grises, la cataluña post y hablar catalán en la intimidad de los charnegos consigue sus propósitos de desinformación.