José Bono volvía al Congreso de los Diputados como en esas películas en las que alguien vuelve a la Toscana, con los recuerdos como un cesto de peras confundido con un tesoro y las batallitas borrosas por la ñoñez y la chochez, que son dos palabras como sin dientes que dan bastante pena. Como debe de dar pena llegar allí, a la Sala Ernest Lluch, con el nombre que tú mismo le pusiste, con sus columnas egipciacas, su madera como de marimba legislativa y sus banderas con pedestal de santo, y darse cuenta de que uno se ha convertido en un tostón. O no darse cuenta, que es peor. Los viejos políticos, que lo mismo aparecen con gorguera que con pañal, suelen caer en esa tentación de hablar de lo suyo, su tiempo o sus maneras, como de un parlamentarismo romano, perdido, añorado y anacreóntico. La cosa suele ser ya cargante, pero se puede salvar si se hace con perspectiva histórica, moral y crítica, que eso hasta Felipe González, al que llamaban abuelo Cebolleta por las batallitas, lo consigue. Uno esperaba eso de Bono, aunque fuera con su indestructible campaneo curil (él parece que se abanica con botafumeiro). Pero no, Bono fue un tostón, como esa película de la Toscana de después de comer que compite con la vuelta ciclista.
Bono presentaba un libro con discursos suyos durante su presidencia del Congreso (o quizá su presidencia de alguna hermandad caballeresca de mesón y de capote), tanto los discursos institucionales como en otros eventos más o menos litúrgicos o informales. Parecía un buen programa, como suele serlo siempre ver a un socialista de corte antiguo intentar bandearse ahora mismo entre el clasicismo, la ortodoxia, la coherencia y la lealtad, o sea bandearse ante el sanchismo. Claro que no había allí ese ambiente ministerial que tienen otros actos, en los que aparece Yolanda Díaz como lady Godiva después de vestirse en la calle Fuencarral, o aparece por lo menos Óscar López con un gigantón que toca el guitarrón de mariachi sanchista. El ambiente estaba más bien entre consejería de agricultura y apertura de la legislatura en el Congreso, ese día en el que sus señorías parecen. Un acto socialista o con socialista en el que no haya ministrones siempre promete algo de mambo, pero Bono parecía que había ido allí no a hablar de su libro, ni de parlamentarismo, ni de la Edad de Oro del terno, de la corbata de lenguado o de paramecios y de los diputados que iban a La clave, sino para hablar de sus cosas con Juan y Medio.
Además de algunas estrellitas, de las que ya hablaremos, en el público había más que nada carguitos desconocidos del PSOE (de consejería de agricultura, ya digo), diputados de montonera y familiares de bautizo, con un fondo de periodistas de la cuerda (se notan porque conocen hasta a los carguitos desconocidos), algún exministro huérfano u olvidado (creí reconocer a Magdalena Valerio, pero con esta gente tocada ya por el olvido uno también se olvida), algún socialista resucitado o vampírico, como Rafael Simancas, más una especie de coro variponto y tirando a pijo que parecía dirigir, a pesar de todo ese clasismo del PSOE acomodado, el padre Ángel, que también revoloteaba por allí como un ángel homónimo y de parroquia pobre, con alas de bufanda. Como presencia curiosa o no tan curiosa estaba la embajadora de Marruecos, en primera fila, en una especie de ironía o alarde del sanchismo, y como presencia ecuménica (eso le daría a Bono pie para ponerse ecuménico, transversal y pelmazo) estaba Marta González, del PP, vicepresidenta cuarta del Congreso (no vi a Borja Sémper, pero pensé en él, también siempre tan ecuménico).
La cuadrilla que acompañaba a Bono en la presentación era el caos del PSOE personificado en un cuarteto de barbería, con Armengol, esa especie de tacañona del sanchismo, y el trío de manchegos como una tabla de quesos
A pesar de estar allí Pedro Jota con tonsura, y Cebrián como cicatrizado de desengaño, y Barrionuevo como trasladado de su museo de cera, y sobre todo Zapatero, con su cosa de gato de bazar chino, entre quieto, inquieto e inquietante, allí en la primera fila como en el escaparate de chino; a pesar de esto, decía, el ambiente era medianero, y por eso uno esperaba cualquier cosa, excepto el Bono caótico que vi. Claro que la cuadrilla que acompañaba a Bono en la presentación era un poco eso, el caos del PSOE personificado en un cuarteto de barbería, con Francina Armengol, esa especie de tacañona del sanchismo, y el trío de manchegos como una tabla de quesos, el autor, José María Barreda, que quizá fue un prototipo para Page, y el propio Page, que sigue entre enfurruñado y comodón en su rebeldía como en su siesta. Quizá de aquello no podía salir nada coherente, como así fue.
Armengol es el sanchismo que se cree institucional (como cierto periodismo que se cree institucional), así que fue la primera que tiró de ese parlamentarismo digno y como romano que decía yo, hablando del Congreso como “sede de la soberanía nacional”, que no tiene sede y menos una única sede. Esto a mí me parece una inexactitud de grave a imperdonable, casi un bulo, porque “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, y esos poderes, por cierto, no son sólo el Legislativo ni sólo el Congreso, aunque Sánchez está intentando convencernos de que sólo hay un poder y es él. Eso del sanchismo institucional y romano, eso de llamarse a uno mismo “garante de la democracia” (todos los poderes deben ser garantes de la democracia, aunque Sánchez no lo entienda) es muy cínico pero en el fondo coherente. Barreda sí quiso alertar sobre el populismo que corroe las instituciones y sobre cómo mueren ahora las democracias (citó la famosa obra), o sea no con estruendosos golpes de Estado sino con un leve quejido y desde dentro de la propia democracia. Sonaba a España, a Sánchez, tanto como podía sonar a Trump.
Me di cuenta de que aquel salón y aquella audiencia medianera o caótica era para muchos allí, curiosamente, como un campo de minas, que es lo que parecía que pisaba Page en su intervención. Se lio con la idiosincrasia política o socialista manchega tanto como se lio queriendo alabar a Zapatero a la vez que lo esquivaba, con un galimatías sobre la importancia o la no importancia de las personas en política, o dejando jeroglíficos como que “el silencio a veces también es muy elocuente” (él sí que no estaba siendo elocuente, ni con el silencio ni con sus retruécanos). Parecía que Page había pisado una mina que se dispararía hablando de Sánchez, o quizá sabía lo que iba a decir después Bono y simplemente no quería chocar allí con él, manchega, cervantina y catastróficamente.
Bono, con su cesta de peras y su luto salmantino de La Mancha, como un personaje de un Buscón también necesariamente cervantino, empezó con agradecimientos o sólo decimientos que se convirtieron en más de una hora, o eso me pareció, de ajustes de cuentas con mindundis y de peloteos indiscriminados, todo entre muchas anécdotas de mesón, más de mosqueteros que de políticos. Los mindundis parecían ser periodistas de su pueblo o sin nombre, gente de esa altura y relevancia, como si se estuviera vengando Albares, y el peloteo alcanzó larga y pomposamente a Cebrián e incluso a Pedro Jota, que no sé qué pintaban entre los discursoso manchego-romanos de su libro. El peloteo ya fue una serenata con Zapatero, de quien citaba leyes como si fuera Moisés, y quizá fue sólo una preparación con Armengol, a quien defendió como “honesta y honrada”, como si fuera una molinera del sanchismo, frente a los “calumniadores de los socialistas”. Porque el gran peloteo, la gran fanfarria, que parecía que Bono había estado allí toda la tarde aclarándose la voz y limpiando las panderetas sólo para eso, fue, efectivamente, para Sánchez.
Entre el románico y el parlamentarismo, entre la batallita visigoda y el discurso autoindulgente y campanudo del que se jubila después de salvarnos, o continuar salvándonos, la democracia, Bono dijo que se sentía “muy orgulloso de Pedro Sánchez”, un “hombre honrado y un político honesto” (también él tiene la decencia de un molinero”), y que “todos los socialistas debemos apoyarlo como en su día apoyamos a Felipe González y a Zapatero”. Además, Sánchez se ganó su lealtad, así como siciliana, cuando nuestro presidente era sólo concejal y se fue a una tertulia a defender a Bono y a su hijo de alguno de los periodistillas de su pueblo o así (yo me imagino a Sánchez, ya por entonces, sabiendo que tenía que ir arrimándose a la sombra ojival y frailuna de ciertos popes). Sí, tanto clasicismo para esto. Antes de recomendarnos desconfiar de los que “siempre son buenos” (y más, supongo, de los que son excelentes en todo, como él), Bono nos recordó que “la política es menos importante que la vida”, esa cosa casi estoica. Bono es un tostón, pero es un tostón clásico. Aunque el verdadero clásico, por lo visto, es Sánchez.
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