Al parecer, en cierta ocasión España dejó de ser católica. Pero sustituir una fe por otra no suele ser indoloro para la sociedad que lo padece. Ahora, según los noticiarios, USA ha dejado de ser woke. El Emperador ha decretado ante el Congreso el fin del culto de los despiertos, con índice señalador incluido: "Our country will be woke no longer".
Los augurios de una posible decadencia de este culto, a la luz de los cambios que a ritmo vertiginoso se están produciendo en el marco geopolítico global –y detonada, según algunos analistas, por las manifestaciones en campus universitarios tras el ataque de Hamas el 7 de octubre de 2023– han pasado de la especulación de politólogos y tertulianos a la voz de mando del Imperio realmente existente. En realidad, Donald Trump se refiere específicamente a las políticas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI) como directrices de selección en el ámbito profesional y educativo, incluidas las Fuerzas Armadas y el sector privado.
Podríamos traducir lo woke por el culto de los despiertos, en vilo o vigilia, de los que se dicen alerta ante las injusticias históricas de las sociedades occidentales. Y, con ese pretexto, ante las mínimas ofensas cotidianas a las minorías victimizadas, herederas de oprobio y persecuciones pasadas convertidas hoy en privilegios presentes, pero envueltos en el ensueño de las identidades, según el cual una mujer negra multimillonaria de hoy pertenece a una minoría oprimida, pero un albañil de Soria es minoría opresora. Pero estas máscaras vacías impiden ver una realidad, hostil a esas distorsiones y sesgos, que se acaba imponiendo y que sufren los que no pueden permitirse escuelas privadas, casa en urbanizaciones protegidas ni coches eléctricos de gama alta.
La cuestión es si este declive de lo 'woke' es sólo un espejismo o si apunta a su sustitución por una ideología identitaria de signo opuesto
Este culto es una especie de lo identitario, pero no agota su espectro. Tanto el progresismo posmoderno como la reacción que encarna hoy Trump son identitarios. Ambas corrientes se alimentan de dosis de puritanismo, sentimentalismo y voluntarismo y, por tanto, hozan en ecosistemas populistas, según los aspavientos y la teatralidad más o menos histriónica que sus consumidores demanden y tanto cuanto sea preciso para mantener su estatus en el zoco de las ideologías y las identidades heridas u ofendidas. Comparten la vuelta a unas raíces u otras, que tienden a ser excluyentes, autorreferenciales y retrógradas, sean las de la América Grande de las primeras colonias y las nucas coloradas o las de los pueblos indígenas y las culturas bajo opresión histórica (o legendaria). Un sustrato que genera identificación en los que sufren las incertidumbres socioeconómicas de las grandes crisis.
La ideología woke cala, sobre todo, en las clases medias semi-cultas ayunas de épica y tradiciones, con sujetos envueltos en Estados de bienestar que ven en peligro. Y formalmente educados, hasta la paradoja de llegar a embadurnar el abandono de la lógica, los datos y la razón ilustrada y su abrazo al relativismo y el subjetivismo con refinadas jergas pseudo-eruditas. Pero cuando los movimientos migratorios, las mutaciones tecnológicas y las sacudidas económicas reducen la densidad social de las clases medias, esos referentes ideológicos tienden a perder fuerza. Y los ciudadanos que ven mermados sus niveles de vida y son impermeables a las sutilezas bizantinas de los múltiples géneros, las tendencias poliamorosas y los apocalipsis climáticos, abrazan este populismo reactivo antiwoke.
Si EEUU mira cada vez más a Asia, ¿no se entiende que ajuste su propaganda y sus productos culturales a los usos y costumbres de los nuevos consumidores?
La cuestión es si este declive es sólo un espejismo o si apunta a su sustitución por una ideología identitaria de signo formalmente opuesto. En el caso de los Estados Unidos, como cuna del éxito y del presente retraimiento del movimiento de los despiertos, cabe preguntarse si se debe a que Europa ha dejado de ser el nicho de mercado ideológico preferente para el Imperio frente a otras potencias emergentes. Si EEUU mira cada vez más a Asia, ¿no se entiende que ajuste su propaganda y sus productos culturales a los usos y costumbres de los nuevos consumidores?
Se podría estar dando, en tal caso, una dialéctica de elites, enfrentadas por conflicto de intereses, según estrategias distintas para la misma perpetuación de privilegios. Que Disney o Amazon empiecen a eliminar referentes woke de sus productos puede responder a esta tesitura.
En todo caso, en esta pugna la tradición clásica y la razón ilustrada parecen vetadas en ambas corrientes. Prestas a la extinción, ambas parecen condenadas por las inercias identitarias. La racionalidad objetiva e impersonal de las instituciones se ve socavada por el narcisismo de las subjetividades soberanas y enmascaradas y la consecuente colonización de los tribunales de justicia por los poderes políticos bajo el voluntarismo del Führerprinzip y del pueblo autóctono. La racionalidad en política, plasmada históricamente en los Estados-nación –pero ese es otro asunto–, parece reducida a los márgenes técnicos con los que mantener las estructuras mastodónticas de los Estados bajo los aspavientos de unos líderes cada vez más entregados al infantilismo de los sentimientos, material con el que se urden las catástrofes.
José Sánchez Tortosa es doctor en filosofía, profesor, escritor y autor, entre otros, de 'Máscaras vacías. Delirios de identidad en la era de la impostura digital' (La Esfera de los Libros)
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