Cuando Evo Morales expulsó de Bolivia en 2013 a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) dijo que lo hacía por ser una "agencia de penetración ideológica política que busca consolidar intereses específicos del imperialismo", que "conspiraba contra su gobierno" y que "opera con fines políticos y no con fines sociales". El vicepresidente Álvaro García Linera –al que sus admiradores consideran un intelectual de la talla de Boaventura de Sousa Santos, Íñigo Errejón o Juan Carlos Monedero– señaló que la USAID "es una entidad racista de derecha e imperialista".
El mismo año, el entonces presidente ecuatoriano, Rafael Correa, también congelaba la cooperación con la agencia lanzando acusaciones similares y ponía como condición para reanudarla que los aportes fuesen en las líneas que el gobierno decidiese. Acciones y declaraciones que no sorprenden si se toma en cuenta que esa y otras agencias de la acción exterior estadounidense han sido la bête noire de una izquierda que juzgaba a quienes ahí trabajan como "agentes de la CIA", "cipayos", "mercenarios civiles" o "vendepatrias".
Quién hubiera imaginado que un par de radicales de la otra punta del espectro ideológico, como Donald J. Trump y Elon Musk, serían los que hiciesen realidad el sueño de aquellos que querían una Patria Grande libre de agentes de la CIA disfrazados de cooperantes. Fue precisamente la sospecha de que la USAID se dedicaba a la política lo que hizo que Musk ordenase su cierre, aunque, para él, los cucos estaban en el extremo opuesto al considerado por Morales y Correa, tal y como explicó al justificar la medida y calificar a la USAID de "nido de víboras marxistas de la izquierda radical".
No fueron tan ideológicos los motivos del presidente Trump al apoyar el cierre. A él, como buen consumidor de prostitución, le importa lo sexual y por eso le alarmó tanto saber que con los impuestos de los buenos granjeros de Texas se pagaba el "cambio de sexo de ratones", y así nos lo contó. Jamás tomó aire para sospechar que lo de los ratones travestidos no podía ser real, como en efecto se demostró cuando se indicó que se trataba de modificaciones genéticas –no de género– algo habitual en los laboratorios que, por ejemplo, investigan sobre cáncer y necesitan modificar los genes de los roedores para probar tratamientos.
El otro sueño de la izquierda que Trump está haciendo realidad es el de acabar con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) del que forman parte, junto con su país, Canadá y México, socios a los que amenaza un día sí y otro también –en un flagrante incumplimiento de los tratados– con imponerles aranceles del 25 %. Ahora que la presidenta más de izquierda que ha tenido México hace ingentes esfuerzos por salvar el acuerdo, me parecen muy lejanos los tiempos en que el tratado era el enemigo a batir, y así se decía en las grandes protestas que se hicieron a lo largo de todo el continente en contra del TLCAN. No hay que olvidar que la primera acción armada del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas se hizo coincidiendo con la entrada en vigor del acuerdo en enero de 1994.
El gobierno de MORENA, en lugar de aprovechar las facilidades ofrecidas por Trump para poner fin al acuerdo y enmendar la cesión de soberanía que hizo el neoliberal gobierno de Carlos Salinas de Gortari, más bien ha tratado de reducir la tensión con el gobierno de EEUU, imponiendo restricciones a productos chinos, aumentando la incautación de drogas y extraditando a 29 mexicanos que lideran carteles de narcotráfico, a pesar de que alguno de ellos podría acabar en la silla eléctrica.
Tanto afán por mantener esos acuerdos, me hace pensar que posiblemente los tratados no eran tan malos como nos contaban en las octavillas que repartían en las manifestaciones. Por eso, y aunque es indudable que ha habido efectos negativos sobre algunos sectores, creo que debemos aprender de los errores y no caer en la tentación de convertir la oposición a algunos procesos en una enmienda a la totalidad sino, más bien, tratar de reparar los efectos colaterales a nivel nacional, en la medida en que su subsanación depende, sobre todo, del gobierno de cada país.
Quién hubiera imaginado que Donald J. Trump y Elon Musk serían los que hiciesen realidad el sueño de aquellos que querían una Patria Grande libre de agentes de la CIA disfrazados de cooperantes
La izquierda latinoamericana ha visto además cumplido otro de sus sueños gracias al standby de Trump a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que en realidad es un paso más a lo que ya dejó ver en su primera administración, cuando exigió a los socios europeos mayores aportes a la financiación, tropas y armamento.
No hay que olvidar que la OTAN se crea como un mecanismo disuasorio de defensa, propio de la guerra fría, en oposición al socialismo real que tantas simpatías levantó en la izquierda de la región. Por ello no sorprende que, quienes ahí se alinean, se hayan apuntado con entusiasmo a la teoría que culpa de la invasión rusa de Ucrania al hecho de que la OTAN se haya ampliado integrando a países que estuvieron detrás del Telón de Acero. Pareciese que los polacos son unos locos guerreristas por haber buscado una alianza disuasoria a fin de protegerse de un vecino con el que han tenido malas experiencias o que los checos jamás hubieran tenido primaveras en Praga.
A la teoría de una Rusia víctima y no victimaria también se ha apuntado Jeffrey Sachs, padre del neoliberalismo boliviano, que ha pasado de ser uno de los villanos más odiados por la izquierda a ser uno de sus pensadores de referencia desde que transitó del monetarismo al pobrismo. En una conferencia en el Parlamento Europeo organizada por el eurodiputado alemán Michael Sergius Graf von der Schulenburg –del partido Bündnis Sahra Wagenknecht (BSW) que se dice de izquierdas a la par que xenófobo y prorruso–, el economista de Harvard se quedó a gusto hablando de lo malo que era su país y la OTAN. En su caso es comprensible el apoyo a las tesis rusas, es lo mínimo que puede hacer por ese país luego de haber sino uno de los artífices del modelo de privatizaciones que se aplicó allí a inicios de 1990 y que dio origen a su sistema plutocrático.
Respecto a Vladímir Putin, a pesar de ser conservador, nacionalista, homófobo y de perseguir minorías, era un líder bien valorado por la izquierda latinoamericana que veía el aumento del poder ruso como parte del proceso de fortalecimiento del multilateralismo. En un artículo titulado Who Trusts Russia? Members of Parliament (MPs’) Support for Putin’s Government and Multilateralism, que publiqué con Castellar Granados, demostramos que los diputados de 10 países de la región, encuestados entre 2016 y 2018, creían que Putin es un líder tendencialmente de centro-izquierda pues lo ubicaron – de promedio, en el 4,7 de una escala en la que 1 es extrema izquierda y 10 es extrema derecha. Desagregando los datos por países, resulta interesante observar el caso de Nicaragua, donde el 80 % de la Asamblea Nacional estaba en manos del FSLN, un partido de la izquierda más clásica, surgido de la guerrilla que hizo la Revolución Sandinista, y que está liderado por el presidente Daniel Ortega, uno de los principales aliados de Rusia. Esos diputados situaron a Putin cerca de la extrema izquierda (2,6 dentro de la escala antes explicada). En el citado artículo, se muestra también la valoración negativa que hacen los diputados de la tendencia del presidente Trump, al que, como es de suponer, la izquierda criticaba. Visto lo visto, no puedo dejar de preguntarme qué pensarán esos mismos diputados ahora que, como se plasmó en la cobarde encerrona al presidente ucraniano Volodímir Zelenski, Trump y Putin están del mismo lado.
Francisco Sánchez es director de Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer los artículos que ha publicado en El Independiente.
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