Yolanda Díaz está dispuesta a una guerra con Pedro Sánchez precisamente por parar la guerra, que es algo que ella pararía enseguida como se para una lágrima, con un pañuelito de encaje o con un dedo de madre. No se ponen de acuerdo ella y el presidente sobre el aumento del gasto militar, que es algo siempre muy feo eso de invertir en muerte cuando se puede invertir en sonajeros o en cogollos. A Yolanda no le gusta la guerra ni el cólico nefrítico porque es mejor la paz y la aromaterapia, esa aromaterapia que ella parece esparcir con alas vegetales y pestañeos, como una geisha. Yolanda Díaz, colibrí de la paz, cañón de jabón, cree que a Putin hay que combatirlo con agenda social y más lucha contra el cambio climático, a ver si el tirano cae de pura ecoansiedad, o de envidia ante los carriles bici o la atención bucodental, aún más espléndida que el esplendor megalítico de los misiles. Al menos, Yolanda dice lo de siempre. De Sánchez, sin embargo, no podemos saber si le interesa la seguridad o sólo colarse en la pinacoteca de Europa como un mendigo de Velázquez pobre y cínico.
Sánchez y Yolanda se pelean como en un cargante ballet de alegorías, no mirando a Europa, a Putin ni a Trump sino mirándose en el espejo de ateneo o en el fondo de sopera en los que se miran todas las alegorías. Europa se despierta entre crujidos como una estatua en su museo de civilización y suficiencia, otra vez superadas por salvajes hambrientos (se nos olvidó que también fuimos salvajes, los más salvajes, o quizá para olvidarlo tuvimos que volvernos a creer los más civilizados y los más humanitarios). Pero en nuestro Gobierno no es posible un debate serio sobre esto. Un Gobierno dividido, enfrentado, incongruente, contradictorio, desmembrado entre todas las historietas ideológicas y pueblerinas de España, no puede afrontar este desafío histórico. No puede afrontar ningún desafío, en realidad, pero ahora no se trata de mera simbología o de un poco más de bienestar, sino de la supervivencia.
Hemos perdido pie en el mundo, pero aquí estamos atrapados entre el pacifismo oportunista de Yolanda y el oportunismo de desfile de Sánchez, un europeísta de casino que sólo quiere fondos europeos como joyas de viuda de Von der Leyen
Hemos perdido pie en el mundo, pero aquí estamos atrapados entre el pacifismo oportunista de Yolanda y el oportunismo de desfile de Sánchez, que ahora parece un cadete de película igual que antes podía parecer un hippie de película. Sánchez es un europeísta de casino, que sólo quiere fondos europeos como joyas de viuda de Von der Leyen, y un atlantista de cóctel, que sólo quería hacerse fotos con Biden como un betunero de sus zapatos o de sus cañones. Si Sánchez no se hace fotos con Trump es porque ahora le estropea el relato de la internacional ultra, pero ya se le arrimó en su anterior mandato. Y debía de dar calor nuestro presidente tocón en aquella cumbre del G20 porque Trump enseguida lo mandó sentarse. La política exterior de Sánchez yo creo que está más sentimentalmente ligada a Marruecos, Venezuela o República Dominicana, mientras que en Europa sólo hace de bandolero guapo y en la OTAN sólo hace de cicerone o de camarero (en el Prado era las dos cosas, como esos camareros que te enseñan el café o el mesón centenarios igual que un Louvre de sifones).
Sánchez ya sabemos que es oportunista, en la paz y en la guerra, con la verdad y con la mentira, pero lo de Yolanda también es oportunismo. En realidad, la izquierda de Yolanda nunca ha sido pacifista, se limita a proclamar que hay que declararse indefenso ante la beligerancia de sus amigos pero que hay que apretar el puño, encender la tea y hasta tomar las armas contra la amenaza de sus enemigos, que suelen ser más dictadores muertos que vivos, y más empresarios de telas o de embutidos que peligrosos fascistas. No hay ni que recordar al hombre de paz Otegi, sino cómo la propia Yolanda Díaz, allá por 2012, antes de ser pacifista de boutique como la que es princesa de guisante, alababa al “comandante” Hugo Chávez llamándolo “el más digno libertador” y deseando su recuperación para que “vuelva a ocupar su puesto de combate”. Todo ese correaje se vuelve gasa y toda esa metralla se vuelve nácar cuando en vez de liberar a los oprimidos pueblos de América se trata de liberar a las amenazadas naciones de Europa. O de liberarnos aquí de los fanáticos que no admiten más ley ni más democracia que las de sus mitos y sus montoneras.
La guerra de Sánchez y Yolanda no es una guerra ni ideológica ni mundial, sólo es la guerra de siempre, la de las apariencias de uno y las apariencias de la otra, que a veces se chocan en el cielo, en el escenario o en la nada como dos angelitos de belén municipal. Yolanda, musa de jardincillo, flor mustia de la izquierda de margarita y margarina, no piensa en la paz ni en la guerra, en Europa ni en Asia, sólo piensa en que su lugar y su supervivencia en la izquierda aún van a estar más comprometidas si empieza a defender que hay que pagar tanques en vez de pagar a sediciosos y ultras. Sánchez, amorcillo meón de estanque, narciso veleta, gran subastador del Reino, no puede estar ahora con Trump, así que es europeísta por despecho y es militarista de cazamariposas, sin dejar de ser el más progresista, el más dialogante y el más concienciado con la agenda social, que con Sánchez siempre se pueden sumar más millones y más ideologías de los manejables o los existentes.
Sánchez y Yolanda se pelean como en la ducha, entre la broma y el juego de seducción, entre la espuma dialéctica y la tibia costumbre. Se pelean como siempre, con los tópicos de siempre, dejándose su sitio y esperando juntarse luego, que no tienen otra. Pero para lo que se nos viene encima no sirve lo de siempre, no sirve sacar a Franco, ni al abuelo rojales, ni al sindicalista con pito de árbitro, ni los sagrados servicios públicos, ni el mendrugo estatalista, ni la resiliencia en el búnker de la Moncloa. Claro que ni el objetivo de Yolanda ni el de Sánchez es que sobreviva Europa ni la democracia, sino sobrevivir ellos. Su guerra, desde luego, no es la nuestra.
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