A Elon Musk, milmillonario niño que se le había perdido a la madre en el parque persiguiendo un globo, se lo ha encontrado Donald Trump y le ha enjugado la tristeza de niño perdido comprándole un coche rojo como una gran piruleta tornasolada. La Casa Blanca parece un tiovivo de pervertidos, que creo que ya lo he dicho alguna vez, pero la metáfora me vuelve como vuelven estos cowboys sucios montando unicornios y sirenas y estos tiburones retraídos poniéndose gafas oscuras y gorra por detrás de los setos y de las casitas de caramelo, mientras nos parece oír el organillo de un payaso asesino. Elon Musk pierde mucho dinero, pierde dinero como si se le vaciara de dinero la vejiga de niño, en esas noches llenas de monstruos de pelusa y lenta digestión de todos los miedos. Elon Musk pierde en bolsa y pierde por los boicots, que ni siquiera en USA se termina de entender la guerra mundial económica y de terror de Trump, ni que un niño con motosierra, como un niño con tijeras, corra por la administración entre sofocos, ataquitos, pataletas y diarreas de chocolate. Pero Musk vuelve a sonreír con gorra y piruleta, mientras el mundo tiembla, o quizá ya no.
A Elon Musk le había montado Trump en la Casa Blanca su trenecito eléctrico de niño, que eso son sus coches eléctricos, como sus cohetes espaciales son sus cohetes de Lego y como el mundo, en general, es su caja de dinosaurios y muñecos o su colección de bichos en formol. La cosa estaba entre escaparate de Santa Claus y escaparate de El precio justo, entre cumpleaños de señorito con poni y feria de concesionarios, entre la regresión mental y la recesión económica, entre el dolor de barriga de dulce y el insolente negocio con patrocinio público, que suele ser el mejor de los negocios insolentes. A Musk, el milmillonario con pokemons en los bolsillos, parecía que lo llevaba sobre los hombros Trump, como el propio Musk lleva sobre los hombros a su hijo, ese hijo que lleva él como un apóstrofe (puede que apóstrofe sea su nombre, si no le ha puesto nombre de misil o de prototipo), un hijo innecesaria o enfermizamente expuesto, que me recuerda a ese hijo, ya un poco mártir o un poco ángel, que Michael Jackson sacó por la ventana una vez. Y entonces, cuando uno espera una azafata con cheque, una Minnie Mouse cabezuda o una enfermera con jeringa, lo que le llega es la certeza de que estos dos tipos son los amos del mundo.
Después de amenazar al mundo con aranceles, con llevarse sus montañas a capachos y con dejar que Putin traiga sus estepas hasta el Mediterráneo, el que está cerca del pánico bursátil o global es Trump
Elon Musk pierde dinero como los niños pierden botones o sacapuntas, y ni Trump descarta una recesión, aunque ya hay quien habla de una recesión buscada, purificadora, curativa, saneadora, que me suena a fantasmada. Después de amenazar al mundo con aranceles, con llevarse sus montañas a capachos, con mover países y fronteras con grúa o dinamita y con dejar que Putin, el nuevo Atila, traiga sus estepas y sus bárbaros hasta el Mediterráneo, el que está cerca del pánico bursátil o global es Trump. Europa se une, se rearma, contraataca y se dirige hacia una independencia o una distancia económica, estratégica y sentimental de Estados Unidos que no se conocía desde antes de la Gran Guerra. Como decía el primer ministro polaco, Donald Tusk, somos “500 millones de europeos pidiendo a 300 millones de americanos que nos defiendan de 180 millones de rusos”. 300 millones de americanos de los cuales, añado yo, más de la mitad son niños con pijama de Spiderman o con pichi cagado.
Trump ya se dedica a vender coches él mismo, entre la presidencia con patrocinio (su presidencia lo es) y la feria de ganado. La economía que chantajea al mundo ya recurre al mercadillo benéfico incluso para el hombre más rico del mundo, que parece que se ha perdido de nuevo en el parque persiguiendo un globo de caniche o un flautista con caramelos. Ni siquiera los Tesla, los trenecitos eléctricos de Musk, son los coches que le gustan a Trump, que lo que quiere para él, y lo que exige para todo el mundo, son esos grandes coches mamuts, ese coche americano equivalente al elefante cartaginés, con cuernos en el parachoques, que se bebe la gasolina como agua y deja boñigas de aceite y barro. Pero Trump, socio o tito de Musk, le promociona los coches, que son como coches de fresa o regaliz, y le hace negocio desde la Casa Blanca, porque Trump no es un liberal, sólo un trampero ventajista, y le está subvencionando el poni a quien a su vez le ha subvencionado el trono de ranchero del mundo.
Trump le ha comprado a Musk un trenecito eléctrico, una limonada de millón, un coche de bomberos rojo como una chocolatina roja o una chocolatina roja como un coche de bomberos rojo. A ver quién le niega eso a un señor que se presenta en tu puerta con gorra de hamburguesero, camiseta torturada por colillas y un niño dickensiano, triste, ceniciento, como el hijo de un organillero o de los Monster. Ése es Musk, entre padre y raptor, entre Frank Gallagher (Shameless) y ciego del Buscón con gafas de ciego, entre niño friki y friki aniñado, entre niño asustado y niño que da miedo, entre cíborg y tonto del bote (Mike Myers, el de Austin Powers, lo retrató genial y espeluznantemente en Saturday Night Live, cuando la humillación a Zelenski).
Elon Musk, niño que alterna la piruleta con la lupa, está perdiendo dinero y está hundiendo su imagen y sus marcas, cosa normal cuando uno insiste en parecer estúpido, cruel y débil, todo a la vez. Trump, aun con sus botas de petróleo y radiactividad, siente que tiene que apoyar a su ayudante o lugarteniente, su Igor tecnológico con sus ojos perdidos y su joroba bailona, quitable y hasta convertible en niño en hombros o en aprensión a su sombra. Musk pierde dinero y Trump pierde fuerza, ya empieza a desdecirse, a dar bandazos, a pensar si acaso el vaquero tiene balas y escupitajos para todo el mundo y toda la película. Nos gobiernan un Pocero Atómico y un niño vengativo con miedo y Quimicefa. Pero no están al mando del Nuevo Imperio Galáctico sino sólo del tren de la bruja, y el mundo se va dando cuenta.
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