El telefilm con piano lúgubre, con pasillos con luz de túnel de la muerte, con las camas articuladas (siempre horribles como prótesis) que ya se presentan borrosas para facilitar el desmayo o la agonía, con las cortinas en blanco y negro que se echan sobre el muerto elíptico; el telefilm como australiano o alemán hecho con nuestras lágrimas autóctonas, tan reales como aceitosas, yo creo que se le podría hacer a todo y a todos. No sólo al covid-19, al que creo que es la primera vez que llamo así, que siempre lo llamé virus o bicho, con más odio que cientificidad, sino que se le podría hacer a una dana, al terrorismo, a Ramón Sampedro o al cáncer de próstata, y la decisión sería periodística, artística o comercial. También se le podría hacer el telefilm no sólo a Ayuso, sino a Sánchez o a Fernando Simón, que en blanco y negro y a cámara lenta nos daría su dimensión de monstruo de peluche destructor, casi japonés. Como se le podría hacer también a Ayuso un amable Évole, que no cae, claro. Y aquí la decisión ya es ideológica y ética. Un telefilm así en un medio público, sin embargo, es decisión política. Eso es el documental 7291, emitido por RTVE.

7291 es un documental cualquiera, con su mal, con su bien, con sus buenos, con sus malos, con su verdad, con su truco, con su originalidad, con su vulgaridad; un documental que se convierte en arma política no porque el autor, Juanjo Castro, tenga su ideología, su temblorcillo justiciero en las gafitas y en la cámara y su profundidad de campo con una profundidad y un desenfoque ya predefinidos, que no pasa nada por eso, sino porque una televisión que es política lo convierte en verdad pública. 7291 es el número como deuteronómico que siempre ha negado Ayuso y que siempre ha enarbolado la oposición ante Ayuso, o sea un número pancartero. Aun siendo un número objetivo (el número de fallecidos en las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid durante la primera ola del coronavirus) su significado y su alcance están en disputa, y va desde la inevitabilidad en la que se excusan todos los políticos en las catástrofes al número de asesinados por la mano directa y arácnida de Ayuso, en un tramposo contrafáctico de manual de propaganda. A pesar de lo que uno pueda pensar entre lágrimas de hijo o de ácido clorhídrico, con los muertos reales, dolorosos y descarnados se hace propaganda, e incluso se hace propaganda antes que poemas y, por supuesto, antes que justicia.

7291 no como dato sino como acusación, como crimen, como muertos arrojados a paladas sobre el político al que se va a hacer rebosar de muertos, es propaganda. Lo es porque significa asumir el contrafáctico, que nunca es un argumento sino un truco. Es decir, asumir no ya que esas personas murieran cruelmente sin la atención adecuada, que es algo innegable, sino que había una manera de salvarlos, de salvarlos además sin matar, dañar ni perjudicar a otros. Uno ve el mismo truco cuando Ayuso dice que sobre Sánchez recaen “130.000 muertos”, o los que le vayan cayendo ya a Mazón, que es otro contenedor de muertos. Los muertos en las residencias quizá hubieran sido los mismos muertos en los hospitales, o quizá menos, o quizá más, o quizá otros, que es lo que no sabe nadie. La gente también se moría en los pasillos de los hospitales, y en sus camas con aparataje monstruoso, y en su casa sin tener tiempo de saber que se morían. Y se morían porque no había recursos para todos, ni conocimiento de casi nada. Sí, hay gente que parece que cuenta con recursos infinitos hipotéticos (los recursos infinitos de la izquierda hipotética), y que además les da derecho a endosar culpas infinitas a los que tienen recursos limitados y reales.

7291 es un número tan cierto como arbitrario, porque muertos desatendidos, muertos solos, muertos sorprendidos de su muerte, como casi todos los muertos, los podríamos dividir en millares, decenas de millares o en centenas; en orígenes, circunstancias, edades y dolores tan equivalentes como caprichosos, y cada división se la podríamos intentar encasquetar a un político, a una clínica, a un geriatra o hasta a un camillero que pasaba por allí. Otra cosa es la negligencia: camas en hospitales privados que se quedaban vacías o, por ejemplo, esa extraña conclusión de Fernando Simón en su día, o de sus jefes, de que cerrar centros educativos o usar mascarilla no servía para mucho. O esa maravillosa audacia de que el comité de expertos nunca existiera. De todas formas, ya digo, resultaría muy difícil endosarle a cada uno sus muertos, habría incluso disputa, interferencia o intersección. Por eso sacar un número así como del bombo y ponérselo a Ayuso, o a quien sea, me parece sólo propaganda. Aunque yo diría que los muertos ya están muy acostumbrados a la propaganda, casi más que a la muerte.

7291 cuenta verdades (casi todas lo son) pero con bizquera interesada y una proyección fullera en las intenciones y en las conclusiones

7291 cuenta verdades (casi todas lo son) pero con bizquera interesada y una proyección fullera en las intenciones y en las conclusiones (parece que lo inevitable para Sánchez fue sin embargo una decisión, y no ya política sino de pura maldad, para Ayuso). Pero esto es una opción del artista, o del mercado, que es un buen mercado el telefilm de inocentes y crueldades, de muertos, buenos y malos todos como del CSI. Yo creo que el protagonista del documental no era ni los ancianos asfixiados en la oscuridad, como por malvadas enfermeras, ni los hijos de las víctimas, que no pueden hacer otra cosa siendo hijos de las víctimas, ni siquiera Ayuso, a la que se dirigía todo, que ese 7291 era su número de la bestia. No, yo diría que el protagonista era una gran caja de clínex que les ponían a los comparecientes de aquella Comisión Ciudadana por la Verdad, comisión de sonoridades jacobinas, composición inimaginable y sorprendentes conclusiones, que llenaba la mayoría del metraje.

7291 es un telefilm para su público, es un documental alrededor del monolito del clínex y del monolito de Ayuso, con verdades indiscutibles, conclusiones partidistas y foco muy dirigido. Es un documental cualquiera que, teniendo legítima intención ideológica o política, se convierte en sonrojante arma partidista al emitirlo en RTVE, que es lo que uno quería recalcar. Lo público aquí no existe, pero esto parece una ingenuidad recordarlo, como que la verdad nunca es sólo la verdad sino la intención a la que sirve. Después de tantos sótanos de la muerte, tantas agonías descritas perfecta y cruelmente ante el altar de la caja de clínex, y hasta tantos planos aéreos de Madrid como desde el cielo de los inocentes, uno pudo sonreír ante la última y definitiva referencia sanchista. No fue tanto la andanada final sobre la imagen de Ayuso, especie de bruja con guante de goma e inyección asesina, sino el señalamiento a los jueces, culpables también por no querer juzgar un contrafáctico como sí lo hacían las comisiones ciudadanas y los artistas comprometidos.

El documental termina con el número 7291 hecho como de nubes o de almas imponiéndose sobre las Cuatro Torres de Madrid, o sea sobre el capitalismo asesino, que no tiene pudor en mostrar su forma de cuchillo sangriento o de jeringa venenosa. La verdad es que el telefilm se podría haber hecho casi con cualquiera, también con Sánchez o con Simón, y ni siquiera en la primera ola donde las residencias eran morgues y las mascarillas no hacían falta, sino en aquella Nueva Normalidad que decretaron mientras la gente seguía muriendo innumeradamente, quiero decir sin un número que los abrigara, les buscara justicia y les proporcionara pañuelos de papel, como sí ocurre con este número de la bestia. Un gran documental para todos, en el que compartieran muertos, torpeza, incompetencia, humanidad y oportunismo político, que suelen estar bastante bien repartidos. Ésa sería una gran decisión periodística y ética. Lo demás es decisión política y por eso esto salía en RTVE, la Tele Pedro que hace innecesaria y ruinosa la de Prisa. Ésta le sale mucho más barata y hasta le deja ya lista la audiencia de telefilm, de vuelta ciclista o de culebrón.