El agua no es una mercancía, sino un derecho humano fundamental reconocido por Naciones Unidas. Esta visión debe integrarse en todas las estrategias que adopten los Gobiernos y los organismos internacionales.

En pleno siglo XXI, asistimos a una crisis sin precedentes de inseguridad hídrica. Las sequías prolongadas están dejando sin medios de vida a millones de personas, mientras que las inundaciones, cada vez más intensas y frecuentes, destrozan infraestructuras, desplazan comunidades y contaminan fuentes de agua potable. El cambio climático, unido a la sobreexplotación de la Tierra, los conflictos y la imposición de lógicas mercantiles sobre la protección de la vida y los territorios, abre todavía más la brecha de la desigualdad y se ceba con las poblaciones más vulnerables.

No podemos vivir sin agua. Ni nosotros ni cualquier otra forma de vida. Este elemento sostiene todos los ecosistemas y condiciona el bienestar de las poblaciones desde el inicio de los tiempos. Pese a ello, hoy hay más de 2.200 millones de personas sin acceso a agua potable y cerca de 1.000 millones viven en asentamientos informales sin suministros ni servicios públicos básicos. El agua es un indicador clave de la justicia social y medioambiental, que en el presente se revela profundamente insuficiente y desequilibrada.

Hoy hay más de 2.200 millones de personas sin acceso a agua potable y cerca de 1.000 millones viven en asentamientos informales sin suministros ni servicios públicos básicos

Ante este escenario, es prioritario colocar la dignidad humana y la sostenibilidad ambiental en el centro de las políticas hídricas. El agua, lejos de ser un recurso sujeto a lógicas de mercado, es un derecho humano fundamental consagrado en la Resolución 64/292 de la Asamblea General de la ONU (2010), que impone a los Estados y organismos internacionales la obligación erga omnes de garantizar su acceso equitativo en todas las políticas públicas. Su uso como arma de guerra –práctica documentada en conflictos como el de Gaza– viola flagrantemente el derecho internacional humanitario, así como el uso geopolítico en el control del acceso a la población.

Más allá de construir infraestructuras eficientes, hemos de desarrollar modelos de servicio participativos que garanticen el acceso universal al agua, que aborden las causas estructurales de la pobreza hídrica y que incluyan a los más desfavorecidos, sin dejar a nadie atrás.

No basta con aportar buenas soluciones técnicas. La ingeniería del agua puede ser una herramienta poderosa frente a la escasez o la contaminación, pero resulta ineficaz si no se guía por principios éticos y de responsabilidad social. Por todo ello, proponemos diez claves para una gestión hídrica más respetuosa con el mundo que compartimos:

  1. No simplificar el problema. El problema del acceso al agua en el mundo y el deterioro de su calidad no solo obedece a la crisis climática, sino a su gobernanza, a la voluntad política, intereses económicos, la indiferencia; un conjunto de factores que hay que abordar como un sistema complejo y no con soluciones reduccionistas.
  2. Utilizar la tecnología de forma responsable. la ingeniería hídrica no es un ‘instrumento neutral’, sino un colectivo híbrido donde tuberías, algoritmos, acuíferos, asociaciones de usuarias, políticas… se entrelazan para definir modelos de servicio justos a través de la participación y toma decisiones informadas desde una perspectiva ecosocial.
  3. Promover valores ecológicos y humanistas. Universidades y escuelas técnicas son fundamentales para inculcar una responsabilidad ética y social a las profesionales del mañana. Es preciso que se guíen por el principio humanitario de “no hacer daño”. Ni al entorno y por ende a sus habitantes.
  4. Revertir relaciones de poder abusivas. Cada intervención redistribuye recursos y redefine quiénes son los ganadores y perdedores. Este problema se debe abordar desde la ética, a través de regulación y normativa orientada a preservar la dignidad humana y el bienestar general.
  5. Gestión de “conocimientos”. Las soluciones a esta complejidad sobrevienen cuando escuchamos y valoramos los saberes ancestrales de quienes han convivido por y conocen su territorio. Mas allá del tecnoptimismo, cocrear soluciones y modelos alternativos que garanticen la continuidad de los servicios. Así se ha hecho en la región de Afar, Etiopía, donde los pozos de condensación de vapor incorporan la actividad geotermal del desierto.
  6. Garantizar el suministro a los más vulnerables. Toda infraestructura ha de asegurar un acceso al agua equitativo y justo para las poblaciones implicadas, que deben tener voz en la toma de decisiones. Luchar contra la exclusión y cerrar la brecha de la desigualdad es un imperativo ético y moral.
  7. Desmitificar los roles de género en la gobernanza hídrica. Reconocer a las mujeres no como ‘beneficiarias pasivas’ sino como gestoras expertas y agentes de cambio en el codiseño de políticas desde sus experiencias interseccionales (mujeres indígenas, rurales, cabezas de familia), incluyendo sus conocimientos sobre ciclos hídricos y cuidado comunitario; en el balance de poder en la toma de decisiones como los recursos estratégicos del territorio; visibilizar y remunerar su labor de cuidado vinculada al agua que sostiene la salud y economía local.
  8. Visión a largo plazo. El estrés hídrico puede ser tanto una fuente de conflicto como una oportunidad para el entendimiento, dependiendo de cómo se gestione. En contextos como el del Líbano, donde la presión sobre los recursos se agrava con la llegada de población refugiada, es clave abordar las causas humanitarias profundas de cada crisis y desarrollar soluciones duraderas que favorezcan la convivencia.
  9. Trabajo complementario. La mejora en el acceso a los servicios de agua, saneamiento e higiene requiere una acción conjunta en la que cada actor —comunidades, ONG y autoridades— desempeñe un papel imprescindible. Como en una red neuronal, la interconexión y la cooperación fortalecen la eficacia de las intervenciones.
  10. Impulsar el cambio político. El agua debe ser reconocida como un bien común, con estrategias de gestión que partan de los titulares de derecho y se extiendan hacia los niveles local, nacional e internacional. Integrar el derecho humano al agua en todas las políticas es esencial para garantizar un acceso equitativo y sostenible.

Pablo Alcalde es responsable de agua y saneamiento en Acción contra el Hambre