La crítica televisiva es una actividad de considerable viscosidad. Yo sé cuál es el motivo, pero usted lo tiene que adivinar. Anímese, no es tan difícil. La inconsistencia a veces es inconsciente o fruto de la falta de conocimiento, pero a veces también es premeditada y retribuida.

Nos advertían hace unos años estas ilustres firmas sobre los peligros a los que se enfrentaba la sociedad española como consecuencia de la telebasura que Paolo Vasile y sus muñecos vertían en cantidades industriales. Hablaban de una España más vulgar, más preocupada por el declinar de Belén Esteban que por la prima de riesgo; más habituada a los leggins que a la seda; y más cerca de la cumba villera que del vals vienés.

Fueron años complicados aquellos. Recuerdo que se armó un escándalo considerable cuando la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) amenazó a Sálvame. Sus consejeros analizaron algunos de sus programas y concluyeron que constituían un mal ejemplo para la población sensible. Observaron que el abordaje de los conflictos emocionales o las constantes alusiones de alguna de sus contertulias a determinada sección anatómica era improcedente o demasiado brusco. No convenía ser tan específico con la opinión sobre Chayo Mohedano ni tampoco citar el “coño” cada tarde para aludir a la zona por la que circulan los asuntos que revisten escasa importancia. En Antena 3 decían "no es importante"; en La 2, peanuts y en Telecinco se lo pasaban por ahí.

Los viernes negros

Los críticos se esmeraban en aquel entonces por despotricar contra Sálvame, contra el programa de Javier Cárdenas en La 1 y contra la manipulación informativa. Las acciones de las televisiones caían en bolsa tras el auge de las plataformas y recomendaron explorar otras opciones. No ya los Netflix, HBO y compañía -que estrenaban cada dos semanas la mejor serie de la historia-, sino Movistar, donde algunos terminaron firmando colaboraciones que, por supuesto, nunca condicionaron sus textos.

Hace tres años, sucedió algo que lo cambió todo. Los Berlusconi situaron a Borja Prado de presidente no ejecutivo de Mediaset España y comenzaron a pasar cosas extrañas alrededor de Paolo Vasile. La primera es que se filtró a la prensa una investigación que sospechaba que en Sálvame se había utilizado información confidencial de la Policía -sobre famosos- para alimentar la escaleta del programa. La segunda es que al consejero delegado le metieron en un quirófano para realizarle una intervención rutinaria y, mientras estaba anestesiado, alguien publicó -por casualidad- que iba a abandonar su puesto a finales de 2022. Pocos días días después, hubo medios que comenzaron a trasladar el mensaje de que la telebasura tenía las horas contadas en Telecinco. Los críticos de siempre aplaudieron la decisión, que se sustanció en el cierre posterior de Sálvame y en la compra de pantallas a todo color para el plató de los informativos, pero en nada más.

Digamos que estos analistas luego se despistaron, entre viajes por la patilla al Benidorm Fest y loas a Eurovisión, donde el criterio de RTVE es tan sobresaliente que España siempre está lejos de ganar. Los críticos hicieron allí algunos amigos influyentes. Nexos de los que provocan cierta ceguera como los vínculos más profundos y sinceros de los seres humanos. Así que cuando el centro de producción de la radio-televisión pública en Cataluña contrató a una productora que se llamaba Minuto de Barras, ellos ni se enteraron.

Amistades peligrosas

Hubo quienes detectaron un evidente vínculo entre La Fábrica de la Tele y aquella empresa. En RTVE, hicieron mutis por el foro. Su antigua presidenta simplemente afirmó que en la contratación de Minuto de Barras no había ninguna irregularidad; y era cierto. El caso es que ahí 'colaron' a Marc Giró en la televisión pública. Después, viajó a La 2 y ahora aparece en las noches de La 1. Lo hace con ese tipo de humor blanco que en otro contexto, en otra época y con otro Gobierno provocaría una convocatoria de 'viernes negros', dado que tiene más carga política que las intervenciones de varios tertulianos de partido.

Los críticos que la emprendieron contra Cárdenas -cuñado de cuñados-, contra Bertín Osborne o contra Carlos Herrera guardan silencio al respecto. Seguramente, porque no prestan la suficiente atención, enfrascados, como están, en la última mejor serie de la historia o quizás en algún objetivo más ambicioso de Dreyer, Tarkovsky, Akerman o Mizoguchi para comentar en el próximo Benidorm Fest; o en la próxima francachela que se organice en un rodaje.

Cuando terminen con su incursión en el cine conteptual, a lo mejor caen en la cuenta de que RTVE ha presupuestado 5,3 millones de euros para emitir 65 programas de su propia versión de Sálvame. Lo que antes era vulgar y despreciable, ahora tiene un pase, dado que hace compañía a las señoras y, además, lo defienden nuestros amigos, que consideran que la televisión pública no debería ser elitista. Hace unos años, cuando José Luis Moreno vendió a José Antonio Sánchez La alfombra roja Palace, que era su gala de toda la vida y que también 'hacía compañía' a los matrimonios los sábados por la noche, esos críticos se escandalizaron. Seguramente, entonces no tenían esos amigos, con sus argumentos tan convincentes y esa capacidad de persuadirles, que roza lo mágico.

La verdad es que nunca he sido partidario de despotricar contra lo popular ni lo vulgar y tosco. La masa es un ente amorfo del que todos formamos parte y que yerra casi siempre en sus decisiones. La masa desespera, pero también reconforta algunas veces, así que no conviene ser cruel al juzgarla porque, en realidad, equivaldría a ponerse frente al espejo y comenzar a proferir insultos. Pese a todo, he de reconocer mi expectación por la primera vez que Belén Esteban aluda a su bajo-vientre en la tarde de La 1, ante la carcajada de Parménides Hernand y los aplausos del público. A lo mejor, ahí, se puede apreciar mejor la corrupción que enfanga a ese gremio de críticos del viajecito, el souvenir y la 'colaboración en...'.