El expresidente Osvaldo Hurtado cuenta en su libro Las costumbres de los ecuatorianos la siguiente anécdota: "Conocí a una viuda quiteña que fue propietaria de un inmenso latifundio, entre otros bienes, que mudó su residencia a París y muchos años después terminó su vida en Quito en la más absoluta pobreza. Me relató que ella y sus tres hijos, acompañados de una sirviente, abordaron en el puerto de La Libertad el barco que les llevó a Francia ‘calzando zapatos amarillos’, porque le habían dicho que eran buenos para evitar el mareo. Sólo conocieron París y sus alrededores y ninguna otra ciudad europea".
Supongo que los zapatos hechos a juego de la ropa deportiva de Hugo Chávez, no les servirían de mucho para aliviar el mareo durante los viajes, pero ni ese ni otros inconvenientes han disuadido ni disuadirán a las oligarquías latinoamericanas de emular a las metrópolis ni de buscar triunfar socialmente en ellas. A finales del siglo XIX e inicios de XX, los Gran Cacao –como se conocía a los agroexportadores de ese producto– no llegaron al extremo de querer construir un teatro de ópera como en la película Fitzcarraldo, pero sí que llevaron costumbres y vestimentas de París a la agreste cuenca del río Guayas.
No quiero imaginar lo incómoda que debe de haber estado esa pobre gente con esos elegantes trajes de las mejores boutiques francesas, que no encajaban muy bien con el clima y entorno tropical, menos aún con los lodazales que ahí se forman cuando llueve. Tal era el nivel de francofilia wannabe de las élites oligárquicas cacaoteras que alimentaron el mito de que Vinces, el pueblo más grande de la zona de las haciendas, tenía cierto aire a la capital francesa y por eso comenzaron a llamarlo "París Chiquito". Tristemente para los vinceños, su cantón ni siquiera aparece en la pintoresca lista de réplicas de la Torre Eiffel que se puede consultar en la torre original.
Pero este complejo no era solo una "costumbre de los ecuatorianos". Los estancieros argentinos también dejaron su huella de lujo y dispendio en París y otras metrópolis. Era la época en que se "tiraba manteca al techo", expresión de uso generalizado en Argentina para señalar el despilfarro. El origen de la locución parece estar en un episodio protagonizado por el millonario patricio Martín Máximo Pablo de Álzaga Unzué, AKA Macoco, cuando comenzó a tirar hacia arriba pan untado con mantequilla buscando cubrir los pechos de las mujeres desnudas de los frescos de un salón, a la vez que instigaba a los allí presentes a emularlo.
Macoco es todo un mito y, como tal, se han sublimado su riqueza, derroche y fama de seductor. Tanto es así que, según Roberto Alifano, autor de Tirando manteca al techo –novela biográfica que confieso no haber leído–, F. Scott Fitzgerald lo tomó como modelo para el personaje de El Gran Gatsby, algo que para mí es de dudosa veracidad. Lo que es real es que las huellas de Macoco llegaron hasta la española Costa del Sol, donde murió su hija tras haber legado todos sus bienes a una fundación que creó que para el cuidado de sus gatos y de 125 perros en las mismas condiciones en que lo hubiera hecho ella.
El penúltimo capítulo de esta telenovela lo protagoniza estos días en Madrid el autodenominado Son of Man, quien además de fardar de un título nobiliario discutido y discutible, ostenta como carta de presentación haber buscado el tesoro de Atahualpa en las misteriosas y salvajes montañas de los Llanganatis. Lo curioso es que, a pesar de lo explotado que está el mito de El Dorado, el cuento le ha funcionado para atraer la atención. Con eso, y con la ayuda de agencias de relaciones públicas, ha conseguido que los medios de comunicación le dediquen varias páginas en la sección de sociedad, aunque, bien podrían ir en el apartado de relatos fantásticos de los suplementos literarios. Además, como dar de comer y beber nunca falla, se presentó en sociedad con una gran fiesta en la que "tiró manteca al techo" y regaló bananas doradas.
Las élites latinoamericanas ven sus países como simples fuentes de recursos para financiar su gasto suntuario y no reinvierten en actividades productivas
Me dirán que a mí qué me importa lo que cada quien haga con su dinero, y tendrán razón. Pero, lo que arriba comento, me parece relevante para evidenciar cuál es el tipo de comportamiento de "los ricos latinoamericanos" que tanto se festejan porque han escogido ahora Madrid como nueva metrópoli en la que "tirar manteca al techo". Los restaurantes del barrio Salamanca se parecen cada vez más, tanto en la carta como en la actitud y comportamiento de sus parroquianos, a cualquier sitio de moda de Polanco en Ciudad de México o de Miraflores en Lima. Sin embargo, lo realmente significativo es que, desde finales del siglo XIX, se mantiene en esencia un patrón de comportamiento económico y social entre las oligarquías –que no burguesía– que tiene una serie de externalidades cuya peor parte se la llevan sus países de origen.
Así por ejemplo, el historiador Núñez Sánchez indica que buena parte de la riqueza del boom cacaotero ecuatoriano se destinó a la manutención de propietarios absentistas. Esta afirmación se basa en el cálculo del banquero Víctor Emilio Estrada, quien estimó que entre 1910 y 1913 salieron del país 19.600.000 de sucres en concepto de rentas para el sustento de los terratenientes residentes en su mayor parte en París. La suma era mayor que el monto pagado por el servicio de la deuda externa del país en ese mismo período. Además, muchos recursos provenientes de las exportaciones ni siquiera entraban al país, sino que eran depositados directamente por los importadores en las cuentas en el exterior de los Gran Cacao.
En resumen, se trata claramente de una actitud extractivista de unas élites que ven a sus países como simples fuentes de recursos para financiar su gasto suntuario, y no reinvierten el excedente en actividades productivas en sus países. Esto, al tiempo que diversifican sus inversiones en mercados más seguros a fin de garantizar que su nivel de vida no decaiga. La paradoja es que consiguen su propósito gracias a la seguridad que les ofrecen países política y económicamente estables cuyas élites no se dedican a "tirar manteca al techo".
Si se considera que una de las vías para explicar el mejor o peor funcionamiento de un país tiene que ver con el papel de sus élites económicas y políticas, se podrá ponderar la repercusión de esta dinámica, que además se extiende en el tiempo, en las economías latinoamericanas en las que se originan estos particulares inmigrantes.
Francisco Sánchez es director de Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer los artículos que ha publicado en El Independiente.
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