Pablo Iglesias, el revolucionario que llegó a vicepresidente, ya sólo es algo entre Fernandisco de la izquierda y Belén Esteban, viviendo del estribillo radiofónico y dentífrico y haciendo libros de folclórica con lagrimita de melancolía, mugre y venganza. Ayer, presentando su nuevo libro entre cajas de botellines y partisanos de corrala, en su taberna llena de fantasmas y humedades históricos, como un santero de un Bélmez rojales, Iglesias insistía en que él seguía en política. “¿Cuándo me he ido yo de la política?”, parecía preguntar a los personajes de los cartelones, vivísimos en su quietud, su simbolismo y su acecho, como salamandras de tapia. Pero Pablo Iglesias ya no hace política, cosa en la que fracasó hace mucho, sino negocio de su persona, como un hijo de torero (se puede ser hijo de torero o del 15-M y vivir ya toda la vida de la herencia de un desplante, de un revolcón o de una boda multitudinaria, caótica y vulgar). Iglesias ni siquiera hace activismo, ni proselitismo, ni intelectualismo, ni agitación, ni teología de campanario, que es la que lo tiene todo hecho porque los fieles se creen lo que les digas. No, Iglesias yo creo que sólo hace merchandising de lo suyo.

La verdad es que hace tiempo que uno quería ver ese tabernón o tabernáculo de Iglesias, esas catacumbas de resistencia o ese submarino de subversión. Pero la taberna Garibaldi ha resultado ser un cuchitril que huele a cacahuete salado mojado, a lúpulo de ideología y a espuma de cerveza derramada sobre las barbas de los guerrilleros, filósofos o fakires de la izquierda, como vikingos muertos no en la batalla sino de hambre o chinches. Es de esos bares (los reconozco porque he estado en muchos) que parecen un naufragio, con cuatro botellas flotando y los pocos víveres, frutos secos o gominolas, como el lujo que se ha salvado milagrosamente en un joyerito o sagrario. Irremediablemente, el camarero también parece siempre un mero superviviente entre tablones, cosa que te hace sentir a ti también un poco superviviente rodeado de serrín, sal y mondas de patata. De ahí suele nacer cierto hermanamiento en la miseria que yo creo que al final es la base no sólo de este negocio de las tabernas tristes, ni siquiera de este negocio de Iglesias, sino de todos los negocios de Iglesias.

La decoración es como de una capilla ortodoxa de la izquierda, con mártires atornillados en cirílico, con su Che y su Fidel Castro como santos con pistolas, con partisanas con trabuco (el guerrillerismo de estos pacifistas es tan contradictorio como icónico), con rojos dorados, con dorados sangrientos, con agresivas hoces y mandíbulas, con cartelones como juicios finales, con citas que parecen escaparse de trompetas de ángeles (el techo hace un cielo como de corcho en el que han escrito frases más o menos poéticas o subversivas, y dan la impresión de ser las lápidas vistas por el propio muerto). Hay un espejo mordido en una esquina, como la primavera con esquina rota de Benedetti, donde la gente se refleja como más sucia, en un efecto maravilloso que casi parece propagandístico. Hay hasta un reloj de plato de loza que, pedagógicamente, gira en el sentido contrario al de las agujas del reloj, quizá construido por ese relojero que tiene la izquierda para ir llevando la historia al revés. Además, todavía está atrasado una hora, cosa que ya no es culpa de la historia sino de la pereza. Al sitio, en fin, le falta para ser templo tanto como le falta para ser negocio. Pero Iglesias nos venía a decir que ese bar, como todos sus negocios, están ahí porque la sociedad los necesita. Por eso digo que ya no hace política, sino marketing o merchandising o alguna de esas cosas capitalistas.

Iglesias reivindicaba la necesidad de “espacios seguros” en los que ni el fascismo de los guardias, ni el de los empleados de las bibliotecas, ni el de Vito Quiles puedan entrar

A la taberna de Iglesias habían llegado Iglesias y el libro de Iglesias no como una Trinidad inevitable, sino, por lo visto, como fruto de un encontronazo con el Ayuntamiento de Madrid, o sea la derecha, o sea el fascismo, que les había negado un local más amplio o digno para el evento. No sé qué pasaría, pero a mí me parecía el lugar ideal, porque la cosa no iba de política, ni de politología, ni de ideología, sino de vender cerveza o celulosa. Hizo Iglesias una entrada muy ideológica ya durante el canutazo en la puerta, como víctima quijotesca de ese fascismo librero y como víctima de Vito Quiles, que apareció por allí yo creo que sólo para que Iglesias le tirara el micrófono (los dos viven de eso, de la tontería de tirar el micrófono o de ir a por él como un palito o un frisbi perruno). Los asistentes gritaban “fuera fascistas de nuestros barrios” y “Madrid será la tumba del fascismo” (los barrios ideológicos, homogéneos y ortodoxos de la izquierda son morrocotudos, totalitarios y aplastantes como el Valle de los Caídos), pero a mí me pareció muy propicio todo. Poco después, Iglesias reivindicaba la necesidad de “espacios seguros” en los que ni el fascismo de los guardias, ni el de los empleados de las bibliotecas, ni el de Vito Quiles puedan entrar. Espacios como su bar. Y todo cobraba sentido.

Antes de recomendarnos todos sus negocios por el bien y la supervivencia de la sociedad y de la izquierda, Iglesias hizo todo el recorrido del perseguido, desde los periodistas a los jueces. La presentadora, Irene Zugasti, empezó con el artículo que firmaba ayer Casimiro García-Abadillo, citándolo mal o inventándose lo que dijo (algunos lo llamarían mentira, bulo o manipulación, si no viniera de la izquierda). Según la presentadora, a Casimiro, con el libro de Iglesias, se le habían quitado las ganas de votar a Podemos, ganas, voto o confianza que, según ella, nunca habrían querido ni necesitado ni creído. En realidad, el jefe sólo decía que no entendía cómo la gente podía seguir votando a Podemos, pero eso ya daba pie para hablar de la confabulación de los medios, los jueces, la policía y Florentino y sus mamachichos asesinas para acabar con Iglesias y con Podemos (por un momento pensé que hablarían de la fachosfera). Iglesias incluso reconoció que “no basta con ganar elecciones para tener poder”, que es lo mismo que decir que el poder que él quiere no viene de la democracia, o que el poder que él quiere (que su izquierda quiere) no necesita de la democracia. Al desengaño del votante con Podemos, a su propio olvido, Iglesias lo llamaba “derechización de la sociedad”, y a ver quién puede contra eso.

Me pareció muy sincero ese reconocimiento de que la izquierda debe buscar el poder, no ganar elecciones, cosa que no deja de ser bastante ortodoxa (de Lenin a Gramsci y tal, claro). A Iglesias le hemos escuchado siempre más o menos lo mismo y hasta con el mismo tono de catecismo, de cura, ese sonsonete que siempre tiene el dogma, que quizá requiere campanillas como los sumos sacerdotes en el tabernáculo. Pero lo que más me sorprendió ayer no fue que hablara de fascistas, de la derecha, de los traidores de la propia izquierda (disidentes, que dirían los Monty Python) que llenan su libro como un bestiario. No, lo que más me sorprendió, o quizá no tanto, es que después de analizar a las oligarquías y poderes que nos gobiernan y que, sobre todo, impiden que él sea nuestro único profeta y mesías, Iglesias rematara con que hay que ir a su bar, y hay ver su cadena, y hay que comprar sus libros, porque la sociedad los necesita, la izquierda los necesita, el futuro los necesita.

Todo, el Ayuntamiento que los dejaba sin local para la presentación, la presencia de Vito Quiles, la atmósfera reconcentrada de persecución y covachuela que tenía la taberna, todo iba llevándolo a su conclusión. La izquierda necesita esos “espacios seguros”, esos “lugares de socialización”, esas catedrales catequizantes, esos textos ortodoxos con argumentario o sólo con respuestas, como lo del padre Ripalda. A Iglesias lo he escuchado muchas veces, también rodeado de esa misma decoración, esas banderas entrecubanas o entrepalestinas sobre las que estaba su libro como sobre un catafalco, esos iconos como de beata de domingo y sobao, esa misma gente con canas de guerra, con  camisetuchas ratoneras, más algún otro pijo con mocasines y alguna pija con bisutería orientaloide y vidrios de lámpara de araña… Esa poca gente, la verdad, que parecía el público de una banda de versiones, unos parroquianos a medida del tamaño de la parroquia, esa gente que son y serán los de siempre, y que a lo mejor no dan para más poder ni para más hegemonía gramsciana. Pero nunca lo había visto repetir tan ridículamente que ahí estaban su bar, su emisora y sus libros, su merchandising para salvarnos, como cualquier gurú de secta. 

Yo veía al barman servir cerveza, sudar cerveza, vender cerveza bajo el poder simbólico o cananeo de una botella de Dyc, y a una chica cargar con cajas de copas, o menaje, como una tombolera de feria. Y veía a todos aquellos consumidores de iconos, como consumidores de hamburguesas imperialistas. Y veía a Iglesias, después del conocido repertorio, de la teoría del poder, la hegemonía y la acción política, insistiendo en que había que venir a Garibaldi, para socializar, para aprender, para pasar el rato, para salvar el mundo; y explicando que eso, construir partido y sociedad, había querido ser “su trabajo en este tiempo”, con su cadena, con sus libros, con su cuchitril. Yo creo que, al final, el lugar era el lugar perfecto, quizá el único lugar para aquello. Los fachas del ayuntamiento, igual que Vito Quiles, yo creo que sólo le habían hecho un favor a Iglesias. No se podía demostrar mejor que se trataba, sobre todo, de vender cerveza como celulosa, o celulosa como cerveza.