El juez Peinado es uno de esos jueces con mucho vuelo de juez, como esas señoronas con mucho vuelo de señorona y esos ministros con mucho vuelo de ministro. Bolaños, mismamente, a quien el juez interrogó, habla y se desplaza queriendo invocar aleteos como de cardenal Richelieu, aunque yo diría que él está más entre llevar caperuza de esbirro y llevar capita de tuno. Peinado, decía, es uno de esos jueces con mucho vuelo de juez, con revolera de toga, con faralá de puñeta, con ese paso vehemente de folclórica o de carruaje que siempre se lleva algo por delante. Por ejemplo, el juez se entretuvo en redactar un escrito, minucioso, sacrosanto y casi pastelero, como una bula papal, para echar a un policía del vehículo que lo llevaba a la Moncloa (parecía que más que echarlo lo desterraba o lo excomulgaba). También ordenó cambiar toda la disposición de la sala que le habían preparado, dicen que porque no le habían puesto tarimita. A algunos esto les resulta sospechoso o acusatorio, pero a mí me tranquiliza: si hay algo seguro aquí en España es que el funcionario o el empleado tiquismiquis, especialito o puñetero no te tiene manía, sólo es así.

Los jueces estrella llegaron como mamachichos o videntes, más o menos cuando empezaba la competencia mortal entre los medios (teles privadas, nuevos periódicos, nuevos grupos multimedia, fusiones, adquisiciones, desparrames…). Era un invento periodístico, claro, como la serpiente de verano de todos los veranos o la noticia histórica de todas las semanas. Un juez emplumado era casi mejor que un culo emplumado, incluso te hacía descansar de tanto culo emplumado. Lo que ocurre es que el juez estrella provoca enseguida un oscurecimiento o un olvido de la ley. El juez estrella no era la ley, sino el justiciero, así que nos olvidábamos de que había una ley como principio y medida de todo y sólo nos quedábamos con unos señores de lentos andares fúnebres que salían a cazar malhechores con rifle de ganchillo, sin más ayuda o guía que su voluntad, una manta o mucetita y una armónica. Es cierto que alguno hubo que de verdad se creyó justiciero con balas de plata y poncho guerrillero (Baltasar Garzón se sigue viendo o vistiendo así), pero la mayoría de las veces el juez estrella sólo era un juez mediatizado por la prensa o mediatizado por la política.

El juez estrella, personaje entre sheriff y quijote, pronto fue aprovechado por los partidos, que ya se habían dado cuenta de la importancia de controlar el Poder Judicial

El juez estrella, personaje entre sheriff y quijote, pronto fue aprovechado por los partidos, que ya se habían dado cuenta de la importancia de controlar el Poder Judicial. Felipe y Guerra urdieron esa ley de repartos del CGPJ que nadie se ha atrevido a enmendar y empezaban a catalogar a los jueces no ya por las sensibilidades ideológicas de sus señorías, que las pueden tener como cualquiera, sino por los estrictos intereses de sus propios partidos. Ahora, cuando advierten contra los peligros que acechan a la democracia dando bastonazos, no lo airean tanto, pero también Felipe y Guerra señalaron y acusaron en su día a los jueces que les miraban las cuentas, los armarios o los columbarios, igual que lo hicieron con los periodistas (ahora parece que eso sólo es cosa de Sánchez). Quiero decir que el juez ya entró en la vorágine mediática, política e iconográfica y desde entonces no hemos salido de ahí. Sin embargo, contra el icono del juez estrella y el juez politizado, que a eso iba, todavía está el burócrata español.

El burócrata español, el empleado español en general, que puede ser incluso burócrata de parquímetro, de grandes almacenes, de bar de tragaperras o de colmado de desavío, yo creo que es el que mejor nos salva de todas las conspiraciones. El burócrata español, el empleado español, el español sin más en realidad, sentado en una tarimita, un escritorcito o un velador; tras una ventanilla, un formulario o una cerveza, es el que mejor nos recuerda que el celo, el melindre, la impertinencia, la mala baba, la guasa, el ego, la pamplina, la frikada o la brasa son algo que aquí solemos regalar indiscriminadamente sin motivos personales ni políticos, sólo como afirmación de la personalidad o del puro goce. Eso de venir con vuelo o ventolera, con antojos, con exigencias, con manías, con palio o con bata de cola les pasa a jueces, tonadilleras, guardias, actores, camareros, periodistas, administrativos y funcionarios del padrón, que algunos se creen templarios de las fotocopiadoras y los tamponcillos. Ninguno de ellos va a por ti, no forman parte de ninguna conspiración ni de una “persecución despiadada e inhumana”, que diría Bolaños, para hundirte ni para hacerte perder el tiempo, la paciencia o la cabeza. Simplemente, son así o somos así

El juez Peinado es uno de esos jueces con mucho vuelo de juez y hasta mucha tontería de juez (hay tonterías de juez como hay tonterías de bombero o de bartender). Pero a uno le tranquiliza que la tontería se le vea así, indiscriminada y españolísima, redactando un auto contra la presencia de un policía en su coche o papamóvil, exigiendo grabadores de DVD como si exigiera gramófonos de trompeta, o reorganizando todo el feng shui de la declaración de Bolaños. Yo diría que es casi un seguro de independencia, porque nadie puede ser tan cargante por ideología, ni tan llamativo como conspirador, ni tan indiscreto como esbirro, menos todavía en cuestiones tan anecdóticas. El juez Peinado es uno de esos jueces con mucho vuelo de juez, aunque lo de Begoña, todo lo que rodea a Sánchez en realidad, empieza a ser tan evidente que puede ser, simplemente, lo que parece. Ni los jueces frikis ni los empleados malajes están en ninguna conspiración. De todas formas, los jueces no son pistoleros solitarios, siguen teniendo la ley antes y después, por debajo y por encima. Que no se les olvide entre tanto vidente y tanta mamachicho gubernamentales.