Los papas, que parecen cocineros de Dios, de blanco e italianini, en realidad no mueven nada en el Cielo, donde no hay nada que mover y si lo hubiera no obedecería a un particular votado como un presidente de escalera. Los papas sólo mueven cosas en sus cocinas de monjas y en sus cocinas políticas, y por eso les interesan sobre todo a las monjas y a los políticos, a veces indistinguibles, como Yolanda Díaz, que se solía presentar en el Vaticano con cornete de novicia o con moña de puritana como una desembarcada del Mayflower. Ha muerto el papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, humanitario, futbolero y coñón, a quien muchos católicos tenían por el Diablo y a quien muchos ateos tenían por un aliado, independientemente de lo que opinara el Espíritu Santo, que por lo visto a veces te santifica caprichosamente, como cualquier paloma. Pero lo que nos dice esto es que la gente, católica o no, ya tiene sus opiniones, y que el papa, con todo su plumaje celestial, ni les convence ni les convierte por ser papa, sino por afinidad, como un columnista. Ni arriba ni abajo parece mover mucho ya un papa, más o menos igual que un plumilla.
Ha muerto el papa Francisco, que iba sin número como sin apellido y sin anillaco de oro como sin dientes, que no quiere catafalco ni tres ataúdes egipciacos, con esa llamativa humildad tan parecida al orgullo. Ha muerto el papa rodante, simpático y apelusado que hablaba de los pobres como, la verdad, hablan tantos otros de los pobres, y hablaba de la paz, la verdad, como hablan tantos otros de la paz, o sea sin mucho mérito ni muchas ideas ni muchos cambios tampoco, cree uno. También a Bergoglio le salía a veces su día rancio y entonces hablaba del aborto como una matanza de almas acuáticas, o del “mariconeo” angelical de los seminarios. Pero supongo que del papa, igual que del dogma, de la Biblia o de las ideologías, cada uno escoge lo que le conviene. De los curas rojos, ya se sabe, la izquierda se quedaba con la rojez y la Iglesia se quedaba con esa interesante apertura para los mercados de Dios. En realidad, en la religión, como en la política, la cosa consiste en tener algo para todos.
Justo cuando muchos católicos no se sienten en la obligación de seguir a su papa, los ateos parecen los más creyentes en la mitología vaticana, que es un poco santa y un poco folclórica
Ha muerto el papa Francisco, que quizá era como un santo ebanista o balompédico, más popular que teológico, y este mundo incrédulo o descreído, que no es lo mismo, vuelve a mirar a Roma. En cierta forma el mundo parece católico otra vez, entre los que piensan que verdaderamente hay mudanza en el Cielo, con su jaleo de pajes con librea y criadas con carritos, y los que piensan que sólo es un cambio de cocinero pero es un cambio trascendental, como si nos fueran a cambiar la dieta moral o política a todos. Justo cuando muchos católicos no se sienten en la obligación de seguir a su papa (cada católico lleva dentro un papa, como otros llevan dentro un seleccionador nacional o un jurado de Eurovisión), los ateos parecen los más creyentes en la mitología vaticana, que es un poco santa y un poco folclórica, como los dulces de Semana Santa o de Navidad. Algunos ateos parecen los más creyentes, no en Dios ni en el Credo Niceno sino en la influencia actual del papa o de la Iglesia, que uno diría que es algo todavía más ingenuo y maravilloso.
A Yolanda Díaz, a Gabriel Rufián y hasta a Pablo Iglesias los hemos visto si no piadosos al menos bergoglianos, algo que en realidad no me parece tan chocante. Primero por esa tentación de la condescendencia vanidosa, que enseguida te coloca en la superioridad moral al mostrar tolerancia, respeto e incluso cierto grado de admiración ante alguien llamativamente antitético (un papa sigue siendo un papa, un monarca teocrático, por muy social que parezca). Después, por la tramposa apropiación de las características morales o humanas positivas del personaje, como cuando las pelotillas de Jordi Évole se juntan con las pelotillas de Pepe Mujica para formar una gozosa masa lanar de bondad, sabiduría y magnanimidad pegajosas, conjuntas y universales. Y luego, sobre todo, por la publicidad, que, antes que papa, Francisco es celebrity, como si posaran con Angelina Jolie o se hubiera muerto Angelina Jolie.
El papa Francisco yo no sé si fue tan rojo, que a lo mejor ni los famosos curas rojos eran rojos, sólo infiltrados. Por una parte, eso de los pobres y los perseguidos, las viejas Bienaventuranzas en general, me parecen más un truco del poderoso para fomentar la resignación (el consuelo sólo llega, convenientemente, en la otra vida) que un llamamiento a la justicia. Por otra parte, la izquierda también te promete la salvación sólo en otra vida, su utopía que nunca llega, que siempre se retrasa, igual de convenientemente, por culpa del capitalismo, ese demonio. Tampoco sé si Francisco fue tan bueno, que supongo que podría haber hecho más que discursos estando donde estaba, en ese sitio que es como un altillo con caja fuerte situado entre el pecado y el Cielo (tampoco fue Bergoglio el papa de Anthony Quinn en Las sandalias del pescador). Eso sí, los ateos bergoglianos serán ateos pero no son bergoglianos, sólo buscan más parroquia, como los curas con tómbola, guitarrita y quizá desesperación.
Al final, el papa no mueve nada arriba ni tampoco mucho abajo, salvo egos de palacio, negocios eternos con la eternidad, volantes de palco y políticos de fotocol, que el fotocol vaticano también vale. El papa Francisco, rojo y feudal, se ha muerto a medio camino entre el poder y la impotencia, entre la voluntad y el destino, entre la bondad y el pragmatismo y entre el Cielo y la tierra, más o menos como cualquier particular, papa o no, creyente o no. Pero no se mueve nada en el Cielo ni en la tierra, aunque a veces se presten entre ellos las nubes y las estatuas. La política sigue siendo política, o sea eso que hacen los políticos con el papa y con todo. Hasta lo del papa era sólo política, lo único que se puede hacer cuando los dioses son inconmovibles o inexistentes. Lo que yo les diría al papa rojo, o al que venga, y a estos ateos creyentes es que podrían inventar mejores historias para su esperanza y mejores excusas para su fracaso.
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