Desde el fallecimiento del Papa Francisco, los medios nacionales e internacionales han hecho una cobertura intensa de la noticia, acorde con la importancia como líder moral de carácter global del fallecido y el cariño que le profesaban buena parte de la opinión pública mundial. Se ha resaltado su compromiso con los más desfavorecidos y el cambio climático. Hay acuerdo en que ha sido un Papa diferente, que ha roto moldes respecto a sus antecesores, trayendo una ráfaga de aire fresco a una apolillada Iglesia.

Sin embargo, no se ha puesto el foco en el que quizás constituye el mayor fracaso de su Papado, la negativa o imposibilidad del Papa Francisco de imponer una ruptura en la oscurantista, ineficaz y contraproducente gestión de los casos de pederastia clerical que realizaron sus antecesores, Benedicto XVI y Juan Pablo II. Porque cuando hablamos de graves vulneraciones de derechos humanos, como lo son los casos de violencia sexual contra la infancia cometidos por religiosos y encubiertos de forma generalizada y sistemática por los obispos, las bellas palabras y los elocuentes discursos no pueden sustituir a las acciones contundentes para castigar a los culpables, sancionar a los encubridores, reparar a las víctimas y proteger a los niños. Desgraciadamente, el Papa Francisco habló mucho y actuó poco, tarde y mal.

Desgraciadamente, el Papa Francisco habló mucho y actuó poco, tarde y mal

¿Qué debería haber hecho el Papa Francisco, que esperábamos las víctimas de su figura, por qué nos ha decepcionado tanto? La respuesta es sencilla, justicia, igualdad y rendición de cuentas. El gran error de la Iglesia ha sido considerar la pederastia en su seno como un pecado a expiar y no un grave delito que debe ser sancionado por los tribunales civiles. En consecuencia, ha intentado abordar el problema internamente, silenciando los casos, trasladando al pederasta de parroquia en parroquia y de país en país, aumentando innecesaria y cruelmente el número de víctimas en el tiempo y en el espacio. Este demencial protocolo de actuación fue solemnizado por la Santa Sede en la instrucción Crimen Sollicitationis, donde se prohibía terminantemente que los obispos católicos denunciaran los casos de pederastia a la justicia civil bajo pena de excomunión.

Ante semejante historial de obstrucción a la justicia, mantenido durante décadas bajo múltiples papados, solo un compromiso de colaboración plena con las autoridades públicas en la investigación y esclarecimiento de estos delitos puede reparar su maltrecha credibilidad. Esto no ha sucedido con Francisco. La Iglesia no ha establecido en el código de derecho canónico la obligación de denunciar todos los casos de pederastia cometidos por religiosos a la justicia civil, independientemente que la ley del país les obligue a ello.  El Vaticano y las Iglesias locales se han negado a abrir los archivos canónicos, donde está documentada la gestión de los casos de pederastia que ha realizado durante décadas la jerarquía católica vaticana y mundial.

Manifestación en Roma por la pederastia en el seno de la iglesia, en febrero de 2019. | EP

El gran error de la Iglesia ha sido considerar la pederastia en su seno como un pecado a expiar y no un grave delito que debe ser sancionado por los tribunales civiles

Ni el papa entregó los archivos canónicos vaticanos al comité de los derechos del niño de la ONU, ni los obispos españoles lo hicieron con los archivos locales tras la solicitud que les realizó el Defensor del Pueblo durante su descafeinada investigación estatal. Colaboración cero con las autoridades estatales e internacionales que intenten investigar de forma independiente estos casos. Gestión interna de los casos, creando comisiones, auditorías internas de carácter consultivo. Más de lo mismo, pero esta vez envuelto en un bello discurso.

Respecto a la imperiosa necesidad de garantizar la igualdad de trato de las víctimas en todas las iglesias nacionales de los países donde la Iglesia católica tiene presencia, el resultado ha sido igualmente descorazonador. La reparación de la víctima no puede depender del código postal. Debe haber estándares homogéneos de calidad, basados en el buen trato y respetuosos con las declaraciones internacionales de derechos humanos que ha suscrito el estado vaticano, que se apliquen de forma coherente en todas las instituciones católicas a escala global. No puede ser que cada obispo, orden religiosa o conferencia episcopal gestione estos casos como le parezca o convenga. Las víctimas alemanas, holandesas o belgas no pueden recibir mejor trato que las españolas, argentinas o peruanas.

El ejemplo español es paradigmático del fracaso de Francisco en este ámbito. La CEE encargó una auditoría al despacho Cremades para medir la magnitud del problema y proponer mecanismos de reparación integral eficaces. Pero como la investigación y las conclusiones fueron demasiado independientes para su gusto los obispos decidieron de forma unilateral meter el informe en un cajón, a pesar de la elevada calidad del programa de reparación integral que proponía el informe. Igual actitud despectiva adoptaron frente al informe del defensor del Pueblo y su propuesta de establecer un mecanismo estatal de reparación mixto, gestionado por el estado y financiado por la Iglesia.

Como alternativa, diseñaron su propio programa de reparación, a espaldas de las víctimas, de aplicación voluntaria por las diócesis. En la práctica esto supone que los obispos, o las personas designadas a dedo por los mismos, deciden a quién se indemniza, cómo se les indemniza, cuándo se les indemniza y con qué cantidad. No existe un baremo uniforme, objetivo, de forma que víctimas que han sufrido abusos similares o experimentado secuelas de comparable gravedad reciban una indemnización homogénea. ¿Qué puede salir mal? Para sorpresa de nadie, las víctimas que han sido atendidas por las oficinas diocesanas o el programa de reparación de los obispos relatan un calvario. Muchas han salido más traumatizadas de lo que entraron.

Por el bien de los niños y de los supervivientes de abusos sexuales en la Iglesia católica, esperemos que el espíritu santo esté más inspirado en el próximo Cónclave

El núcleo del problema es la ausencia de rendición de cuentas de la jerarquía católica ante la gestión de estos casos. A estas alturas debería estar claro que, en el siglo XXI, uno de los criterios fundamentales a la hora de seleccionar a los miembros del episcopado por parte del Vaticano y a los nuevos Papas por el colegio cardenalicio debe ser su competencia a la hora de abordar con solvencia, contundencia y credibilidad los casos de pederastia que se comentan en el seno de la Iglesia. Si no son capaces de cumplir esta función básica, proteger a sus fieles de los lobos con piel de cordero que les acechan, deberían ser cesados o dimitir. Es lo que ha hecho recientemente el arzobispo de Canterbury, líder de la iglesia anglicana británica, por su pésima gestión de un caso de un pederasta en serie en su diócesis. Pero en este ámbito se ha producido un nuevo fracaso del Papa Francisco, que ha sido incapaz de establecer un tribunal disciplinario para sancionar de forma efectiva a los obispos encubridores. Quizás porque establecer el principio de rendición de cuentas podría suponer que el propio Papa Francisco hubiera tenido que dimitir por su nefasta gestión de los casos de pederastia en su argentina natal cuando era obispo de Buenos Aires, como su defensa a ultranza del cura de los pobres y pederasta en serie Julio Grassi, condenado a 15 años de prisión por abusar de niños a su cargo. Por el bien de los niños y de los supervivientes de abusos sexuales en la Iglesia católica, esperemos que el espíritu santo esté más inspirado en el próximo Cónclave y esta vez sí el Papa elegido sea capaz de garantizar que la respuesta a esta lacra por parte de la Iglesia se base en los principios de justicia, igualdad y rendición de cuentas.   


Miguel Hurtado es superviviente de abusos sexuales en la Abadía de Montserrat y activista contra los abusos en la Iglesia. Autor del libro autobiográfico El Manual del Silencio.