El Gobierno se va a gastar 900 millones sólo en balas, explosivos y obuses, que son como la calderilla o la calderería de la guerra. Quizá la guerra no ha cambiado tanto desde los armones y los mosquetes, o quizá Sánchez está pensando más que nada en seguir haciendo guerras napoleónicas que queden bien en el Prado, para cuando él invite a los líderes de la OTAN a ver sus Gracias gordas y sus caballos gordos (el Barroco era abundancia de tocino en el arte, en la vida o en los sueños). Algunas de las balas que comprará Sánchez serán incluso israelíes, cosa que había prohibido Marlaska pero ahora, con la “crisis securital”, que suena a urgencia de fístula o de okupas, tampoco importa mucho. Sin balas no se pueden hacer guerras, siquiera las guerras murales y ecuestres de Sánchez, y si Israel las tiene (allí deben de ser como bellotas), no hay más que hablar. Sánchez quiere que entendamos que la emergencia mundial es más importante que cualquier principio o promesa anterior, lo que pasa es que hace mucho que Sánchez no necesita esas excusas para hacer lo que le da la gana así en la paz como en la guerra.
Sánchez está en una guerra simbólica o de ballet, preparándose para presentarse en los salones de la OTAN más con patines que con tanques (puede que pronto nos meta dentro del gasto en defensa la compra de patines, como nos ha metido helicópteros de rescate para excursionistas). Pero también están en una guerra simbólica o de ballet sus socios en la izquierda, que, insisto, no son pacifistas sino derrotistas (los guerrilleros y las partisanas son bastante más populares que la paloma de cenefa de Picasso). Al final, pues, lo que tenemos es una guerra de guerras simbólicas, con balas alegóricas y eternas y hasta judíos alegóricos y eternos (el ewiger Jude, aunque lo plantee esa izquierda de corazón de fresón de Yolanda o esa izquierda de espiga y cantautor de Maíllo, sigue sonando a lo de siempre, a nada bueno). Así que es como si chocaran, en el Prado o en alguna cúpula de la Moncloa, dos alegorías ventosas de Madrazo con casco wagneriano.
La bala ya era bastante bala como unidad de medida de la guerra y como símbolo metalúrgico de la guerra o de sus dioses, como las lanzas, yunques y martillos de los dioses, pero la bala israelí es mucho más. La diferencia entre los socios de Sánchez y el propio Sánchez, o incluso Marlaska (Marlaska es el retrato de Dorian Grey de Sánchez, el que se va agusanando o chamuscando mientras Sánchez permanece trajeado y encoloniado en las fiestas de la política como en las fiestas de un yate); la diferencia, decía, es que Sánchez (o Marlaska) no está atado a ninguna promesa ni a ninguna iconografía, mientras que sus socios de la izquierda mitológica aún están en guerras de su Edad del Carbón como de una Edad de Bronce, con enemigos cananeos o troyanos, enemigos con la misma cronología de arena que sus ídolos y manuscritos sagrados. Así que la bala israelí es yuyu, o sea tabú, más allá de su materialidad y funcionalidad.
Estoy seguro de que Sumar podría aceptar el armamento y hasta la propia guerra si se los envolvieran convenientemente con el hollín de su mitología, como aceptan la metralleta justiciera, la barricada liberadora y la guillotina revolucionaria. Pero no pueden renunciar a la mitología, que es lo único que les queda, como a las sectas milenaristas, cada vez más fracasadas y cada vez más creyentes. La bala israelí o mejor judía, irónicamente, es de las pocas balas que le quedan a la izquierda supersticiosa e iconográfica, y no puede renunciar a ella como no puede renunciar a la bala de la pobreza (me refiero a la pobreza en el capitalismo, la pobreza en el socialismo es simplemente justicia social o, de nuevo, complot capitalista). Sería como renunciar a la hoz mohosa o al pan negro como los pies negros.
Quizá se arreglen, todo dependerá de si encuentran la excusa, el eufemismo o el harapo mitológico para envolver las guerras, las balas, las vergüenzas y las mentiras de cada cual
Sánchez está en su guerra, que no es la de nuestra defensa sino la de su supervivencia, que no es de balas sino de botoneras de gala y no es de urgencia sino de olvido de lo de aquí, como decía yo ayer, o sea olvido de él mismo, por eso se vuelve a preocupar de tener excusas. También sus socios están en su guerra, que no es de justicia ni necesidad sino de ortodoxia e, igualmente, de supervivencia. Quizá Sánchez piensa que la bala es la moneda de la guerra y de los imperios, y la munición de su iconografía napoleónica de barro y sangre, y es más importante que los portaviones, los carros de combate y que la propia soldada de los soldados (los militares ya asumen que no van a cobrar más a pesar de todo este dinero tan magnífico, urgente y festivo). Me parece que lo que nos vaya a tocar de verdad para defendernos será un poco de rebote, como le va a tocar al excursionista o al parapentista tener más helicópteros para rescatarlo de su inútil heroísmo (decía Roland Barthes que no hay nada más irritante que el heroísmo sin objeto).
Están los dos socios de Gobierno en guerras simbólicas, y las guerras simbólicas son muy peligrosas porque no atienden a una realidad ni a una solución, sólo a la utilidad de su percepción. Con todo lo que ha pasado y está pasando con Sánchez, decía Maíllo que ésta, la de las balas israelíes, podría ser la más grave crisis de la coalición. Y estoy por darle la razón. Unos cuentan y enseñan las balas como lingotes y otros las señalan como maldiciones ancestrales, y no les parece que haya nada más importante ni más útil (desde luego no lo hay para ellos). Quizá se arreglen, todo dependerá de si encuentran la excusa, el eufemismo o el harapo mitológico para envolver las guerras, las balas, las vergüenzas y las mentiras de cada cual. Mientras, uno espera que no vayamos nunca a la guerra de verdad, porque entonces se descubrirá que sólo tenemos pífanos, tamborileros, monaguillos y decoradores de vajillas.
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