Si la resaca de la crisis ha hecho cernirse una sombra de desconfianza sobre el conjunto de la banca europea, el caso de la italiana resulta especialmente paradigmático. Las entidades trasalpinas han tenido que lidiar durante años con los recelos de unos inversores no sólo preocupados por la debilidad del crecimiento del país, sus turbulencias políticas o el escenario de bajos tipos de interés en la Eurozona sino también -y quizás en mayor medida- por el deficiente saneamiento de sus balances.
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