En su obra no hay política. Tampoco reivindicación. La última novela de Fernando Aramburu, Patria (Editorial TusQuets), se sumerge en el remolino de sentimientos y vivencias dolorosas acumuladas en Euskadi durante tres décadas de violencia terrorista. El final de la violencia de ETA le lleva a dibujar el nuevo contexto social y personal en el que viven hoy tantas familias y amistades fracturadas por el terror. Víctimas ahogadas entre la imposibilidad de olvidar y la necesidad de recabar al menos un perdón de sus verdugos y de sus cómplices. Obtener el consuelo de un abrazo, aunque sea "frío y seco", que permita recomponer la fractura de sangre y drama para iniciar un nuevo tiempo de convivencia y respeto en la Euskadi post ETA. Aramburu (San Sebastián, 1959) concluye que sembrar esa convivencia entre quienes mataban y quienes eran asesinados “es el mayor desafío que hoy tiene la sociedad vasca”.
Pregunta.- En Patria apuesta por describir los últimos 30 años de desgarro en la convivencia en Euskadi. ¿Cuál ha sido la motivación para una obra así?
Respuesta.- Yo parto de dos motivaciones. La primera es estrictamente literaria, que trate de lo que trate tengo el deseo de escribir un libro de literatura lo más valioso posible. La otra motivación es común en todas mis novelas, la de contar historias, en este caso de gentes vascas en un paisaje cotidiano, en un pueblo de Guipúzcoa, aunque es una novela muy viajera y en un largo periodo, desde mediados de los 80 hasta 2012. Es inevitable que se mencionen hechos de la realidad colectiva, como la violencia. Pero no busco historias para abordar temas o asuntos sino que quienes las van a protagonizar son el primer paso. No escribo para demostrar tesis ni ideas concretas.
P.- Aunque ahora reside en Alemania, usted es vasco, de San Sebastián, y conoce bien la realidad de Euskadi. ¿Se está cicatrizando bien la herida abierta durante tantos años o aún prevalecen demasiados intereses, premuras e injusticias?
Una situación pacífica en la que las víctimas no encontrasen un acomodo adecuado y justo sería una prueba de que no se han cerrado bien las heridas
R.- Este asunto ha dejado de ocupar la primera plana de los periódicos e incluso de las páginas interiores, es evidente. Yo vivo lejos, pero sí diría que es momento de construir la convivencia. La paz no consiste sólo en no cometer actos violentos sino también en vivir juntos. Este es el mayor desafío que tiene la sociedad vasca. Que asuma que debe vivirse pacíficamente con el que no opina como nosotros, con el que tiene otra sensibilidad. Una situación pacífica en la que las víctimas no encontrasen un acomodo adecuado y justo sería una prueba de que no se han cerrado bien las heridas. Las víctimas son el eslabón más delicado. Nadie dejará de ser víctima nunca, a nadie le van a devolver el familiar arrebatado. Tampoco si se alcanza esa deseada convivencia. Eso no se puede olvidar.
Reconciliación
P.- Aspirar a la reconciliación o a la convivencia en una sociedad con casi 300 atentados aún sin esclarecer, ¿no es una utopía? Bittori, la protagonista de su novela y a la que ETA asesinó a su marido, lo intenta y no logra mucho más que un abrazo frío y breve de su vieja amiga de la izquierda abertzale...
R.- El caso de Bittori quizá es especial. Es cierto que se reconcilia de modo poco efusivo con su amiga. Respecto a la sociedad vasca diría que hablar de reconciliación es un término exagerado. ¿Éramos amigos con anterioridad y lo que queremos es rehacer una amistad anterior? No, no creo que sea el mismo caso que Bittori. Por eso prefiero hablar de convivencia, de aprender a vivir juntos, a compartir las calles, los espacios públicos sin agredir a nadie. Eso ya sería mucho. Estaría muy bien que nuestros hijos vivieran en un medio en el que no hubiera lugar para la violencia.
P.- Para perdonar hay que pedir perdón y por ahora son pocos los terroristas que lo han hecho de modo expreso.
Me da pena ver la idea del perdón en boca de los políticos y de gente interesada en ocupar posiciones de poder
R.- El perdón sólo puede ser sincero y personal. Sólo puede proceder de quien hizo mal y que dé garantías de que no va a repetir el mal que hizo. Por tanto, un perdón escrito en una pancarta en medio de una plaza no tiene ningún sentido. Se han producido episodios de perdón pero creo que no deberían ser delante de los periodistas, algo así no debería convertirse en un espectáculo. Eso debería evitarse. Es una cosa muy seria y que debería contribuir a que las víctimas tengan, de alguna manera, un alivio psicológico y vivir de una manera más tolerable con su trauma, con su pena. También me pongo en la posición de alguien que hizo algo mal y quiere pedir perdón. No delegaría en un partido o en una asociación la petición de perdón, eso no es sincero. Yo necesitaría ver los ojos de quien me pide perdón y si soy yo quien lo pide necesitaría ver los ojos de la persona a la que he causado daño. Me da pena ver la idea del perdón en boca de los políticos y de gente interesada en ocupar posiciones de poder en la sociedad. Creo que el perdón sólo puede ser sincero y personal. El que desea pedir perdón y el que esté llamado a recibirlo deben estar uno ante el otro mirándose a los ojos.
P.- Usted narra las dos realidades vividas en Euskadi, la de las víctimas que padecían la violencia y la de los terroristas y su entorno que la ejercían. Lo hace desde un modo íntimo, huye del análisis político en favor de una historia más humana, más íntima. ¿Cómo es la humanidad, la vida interior, de un terrorista?
R.- He indagado en los sentimientos pero no puedo ponerme en la piel de un terrorista. Con una novela puedes llegar a los espacios íntimos de las personas, de modo que el lector no sólo perciba hechos sino que asista a la vivencia y a preguntarse cómo reaccionaría si fuera el agredido o si fuera el agresor. Por eso los detalles de los hechos permiten trasmitir esas vivencias.
Herida social
P.- En Patria describe muy bien ese otro espacio del terrorismo, el más sutil, el construido por silencios e indiferencias sociales, por miradas amenazantes del día a día en las calles de Euskadi. ¿Será esta herida social la más difícil de sanar?
R.- Sí, quizá sí. La violencia ha afectado a toda la sociedad de una manera u otra aunque no con la misma intensidad. Vivir en una gran ciudad tiene ventajas a la hora de encontrar refugios. En un pueblo, donde todos se conocen, donde no se puede dar un paso o decir una palabra sin que la escuchen los demás, es muy difícil sustraerse y la presión social y política sobre el individuo es mucho mayor. Por eso para el totalitarismo es más fácil imponerse en pueblos de poca población. A las primeras planas de los periódicos llegaban las noticias terribles, pero el acoso de los vecindarios, los insultos en la calle, etc. No ha sido recogido del mismo modo, con la misma intensidad.
P.- En su novela la protagonista recuerda que a asesinados como su marido no se les enterraba sino que se les “escondía”. También recuerda cómo el “algo habrá hecho” se convirtió en justificación social de crímenes terribles. ¿Cómo se puede recomponer la convivencia en una sociedad que llegó hasta ese punto?
R.- No tengo ni idea. Yo sólo puedo contarlo. La reconciliación es una palabra muy fuerte, incluye una acepción afectiva. No creo que tengamos que ser todos amigos. Personalmente me conformo con ir por la calle sin que nadie me agreda o me insulte. Con eso me conformaría. No hace falta abrazarse o besarse en las mejillas.
P.- El abrazo entre las protagonistas de su obra es “seco y breve”, pero abrazo al fin y al cabo. ¿Es ése el tipo de reconciliación con el que hoy por hoy deberían conformarse los vascos?
No creo que tengamos que ser todos amigos. Me conformo con ir por la calle sin que nadie me agreda o me insulte
R.- Habría que aspirar a una convivencia mínima en la que nos respetemos. El respeto es la clave. Cada cual en su espacio, con sus opiniones e ideas, todos juntos, mojándonos con la misma lluvia. Estaría bien que pudiéramos crear una estructura social que nos permitiera desarrollarnos de la manera más libre posible, con igualdad de oportunidades, y en un ambiente saludable. Lograr eso ya sería mucho.
P.- ETA dejó de ejercer la violencia hace apenas cinco años y las referencias a su acción criminal son cada vez más escasas. ¿Nos estamos precipitando en sellar y cerrar casi cinco décadas de atentados?
R.- Quizá nos estamos precipitando porque hemos delegado el cierre de un pasado atroz en los políticos. Me da la impresión de que tendemos de una manera bastante multitudinaria a pensar que los políticos nos van a solucionar la vida y que la lectura que ellos hacen de la realidad es la correcta, la válida. Es una de las convicciones más firmes que tengo, que el discurso político es insuficiente para entender la realidad que nos rodea. Hay muchos otros; el arte, la filosofía., etc. Los políticos pretenden llegar al poder para dar forma a la realidad de acuerdo con sus convicciones o sus intereses.
Una etapa cerrada
P.- En esa delegación hacia los políticos, ¿no corremos el riesgo de cerrar esta etapa sólo con una “reconciliación oficial, formal e institucional” y relegar la real, la del día a día de los ciudadanos, en la sociedad vasca y española?
R.- No, no lo creo. Pienso que los que vivieron aquella violencia irán cumpliendo años, envejeciendo. Vendrán nuevas generaciones que no tuvieron esa experiencia, no fueron testigos del terrorismo, y se desinteresen como hoy se desinteresan de la Guerra Civil, de las batallitas del abuelo. Estos años de violencia serán una cosa que estará en los libros. Se extenderá una capa de olvido, que es natural, y que debe ser compatible con la creación de un espacio de la memoria. La gente venidera también tendrá derecho a encontrar respuestas a esas preguntas y cuando vuelvan la mirada hacia el mundo de sus mayores y averigüen que se producían atentados continuamente querrán saber por qué y quién los cometió y quién los padeció. Por todo ello creo que es una tarea loable crear testimonios, obras de todo tipo, cinematográficas, escultóricas, literarias, etcétera, para que las futuras generaciones encuentren respuestas.
P.- ¿El tiempo será la mejor medicina?
La palabra patria a mí no me gusta mucho. Cuando se sacraliza, se convierte en una utopía que ha generado mucho dolor
R.- Es inevitable que el tiempo lleve a cabo su obra, que es suprimir el presente. El tiempo consume presente. Por eso el presente de lo que ocurrió ya no existe, ya no es. Para que exista debemos fijarlo en formas, en imágenes y esa es la tarea, la de crear un relato que por fuerzas deberá ser diverso, en perspectivas distintas, distintas versiones. Si no hacemos ese relato lo harán los hombres y las mujeres venideros pero sin la experiencia inmediata de lo que ocurrió y tendrán que echar mano de las hemerotecas o de los testimonios de familiares ancianos, y por tanto podría ser testimonios frágiles o insuficientes.
P.- El día 25 de septiembre casi 64.000 jóvenes vascos votarán por primera vez en unas elecciones vascas. Cuando ETA cometió el último asesinato, el del gendarme Jean-Serge Nèrin en marzo de 2010, muchos apenas tenían doce años. ¿Qué les diría antes de acudir a votar?
R.- He ejercido la docencia 24 años y a los jóvenes actuales, con el corazón en la mano, les diría que no hay ninguna idea, ninguna fe ni ninguna convicción que justifique el asesinato de ningún ser humano. Después que voten lo que quieran, lo que consideren lo mejor para sus vidas.
P.- En nombre de las patrias se ha ejercido mucha violencia a lo largo de la historia en España y en Euskadi en particular. ¿Sobre qué concepto de patria deberían moverse las futuras generaciones?
R.- La palabra patria a mí no me gusta mucho pero sí creo que hay un aspecto positivo, que es el apego a la tierra natal, con la tierra del padre. Ese patriotismo es natural. Pero cuando ese término se sacraliza puede dar lugar a situaciones que pueden dañar la salud de otros seres humanos. Cuando se convierte en una utopía en la que todos los ciudadanos deben desempeñar una función y si no lo hacen recibe algún tipo de castigo, que en el caso extremo puede llegar a la eliminación física. Cada vez que el colectivo humano ha tenido que pasar por un filtro utópico ha generado mucho dolor, Alemania es un ejemplo, todo se hizo en nombre del pueblo alemán. Esa exacerbación de lo patriótico me resulta reprobable.
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