Apenas quince días antes de que se hicieran públicos los datos del último informe PISA, asistí a la presentación de uno de esos anuarios educativos con que nuestras instituciones –en este caso, una universidad– justifican su labor. El acto, celebrado en una sala repleta de pedagogos y estudiantes de lo que antes llamábamos Magisterio, contó con la intervención estelar de un psicólogo y educador que resultó ser, a un tiempo, autor de la introducción del anuario. Pues bien, en su conferencia, que versaba sobre el abandono escolar temprano, este especialista en renovación pedagógica no dejó pasar la ocasión de referirse a PISA, y no para sacar las debidas lecciones, sino para relativizar su importancia. ¿Le indujo a ello la inminente publicación del informe y el consiguiente temor a unos más que probables malos resultados?
Quizá, pero no necesariamente. En realidad, esa descalificación de PISA está muy extendida entre el gremio. Llevamos más de tres lustros de informes desfavorables a la educación española, y si al principio existía una evidente preocupación por el nivel que nuestros jóvenes quinceañeros eran capaces de demostrar cada tres años en estas pruebas–nivel que les situaba, y les sitúa, de forma invariable en la parte baja de la tabla de los países económicamente desarrollados–, con el tiempo esa preocupación se ha ido tornando resignación, cuando no franco desdén por lo que pueda arrojar el informe mismo. Como si la educación tuviera poco que ver con las competencias en comprensión lectora, ciencias y matemáticas exhibidas en una prueba internacional cuya organización depende de una entidad como la OCDE, demasiado cautiva, al decir de muchos pedagogos hispanos, de intereses ajenos al mundo educativo.
De ahí, sin duda,que casi todos los esfuerzos de nuestro sistema de enseñanza se centren hoy en día de manera exclusiva en tratar de reducir los porcentajes de abandono educativo temprano. Bien está, por supuesto. No sólo porque así nos lo exige la propia Unión Europea, sino porque los números de España en este apartado son incluso peores, en términos relativos,que los que evidencia nuestro país en los informes PISA.
No existe mejor forma de luchar contra el abandono escolar que introducir, desde la más tierna edad, el afán por el conocimiento
Pero semejante propósito pedagógico parte de un grave error: el de considerar que ese abandono educativo temprano –o ese fracaso escolar, si ni siquiera se dispone del título de Secundaria– puede separarse de la pasión por el aprendizaje, por el saber. En otras palabras: no existe mejor forma de luchar contra ese abandono que empezar a introducir, ya desde la más tierna edad, ese afán por el conocimiento que va a permitir a nuestros jóvenes, andando el tiempo, adquirir las competencias necesarias para superar con holgura las pruebas del informe PISA y adentrarse con garantías de éxito en los estudios llamados superiores. O, lo que es lo mismo, en la vida. (Lo cual no impide, claro está, que se combata el abandono con cuantas medidas sean precisas, y entre ellas la escolarización temprana –de 1 a 3 años–, el incremento del profesorado de refuerzo y una formación profesional de calidad).
Y es que, si no volvemos a poner el conocimiento en el centro del proyecto educativo, difícilmente vamos a sacar a España del pozo en que se encuentra. Y no me refiero sólo al pozo en que se encuentra la educación; también al que resulta de tener o no tener un determinado nivel educativo y cuyo reflejo se observa–o debería observarse–en la construcción de una sociedad avanzada, con un crecimiento económico sostenible y una progresiva disminución de las desigualdades sociales. Sin esa apuesta por el conocimiento, nada de eso será posible. Habrá talento, sin duda, como lo hay ahora, pero ese talento no hallará el cauce necesario para ir aumentando su caudal e impregnar el tejido social en su conjunto. Será un talento dilapidado, en una palabra.
Que la enseñanza pública pueda volver a ser en España aquel instrumento de ascenso social que algunos aún llegamos a conocer
Por todo ello, la reciente creación en el Congreso–a instancias de Ciudadanos y con el apoyo de PP y PSOE–de una subcomisión para la elaboración de un gran Pacto de Estado Social y Político por la Educación debe ser vista como una inmejorable oportunidad, quién sabe si la última, para enderezar el rumbo. A estas alturas ya nadie pone en cuestión la necesidad de un amplio acuerdo que siente unas bases duraderas. Pero si ese acuerdo no incluye, entre otras medidas, una suerte de MIR educativo que aúne vocación, formación y exigencia; unas evaluaciones comunes y externas que den la medida del nivel de alumnos, profesores y centros; una plasmación del currículo que ayude a cerrar la brecha existente entre comunidades autónomas, y, por supuesto, una autonomía de centros que vaya acompañada de una rendición de cuentas; si no incluye ese conjunto de medidas, o mucho me equivoco, o el tan anhelado Pacto será papel mojado.
Si bien se mira, todo cuanto antecede puede resumirse en una simple y benemérita aspiración: que la enseñanza pública –o sea, pagada con fondos públicos– pueda volver a ser en España aquel instrumento de ascenso social, garante de una efectiva igualdad de oportunidades, que algunos, los más añosos, aún llegamos a conocer. Y, para ello, la apuesta por el conocimiento es cenital.
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