Este verano en Uelen, donde Rusia ya casi no es Rusia y el verano tampoco lo parece, Etta Tall, natural de Alaska, caminaba con un libro en la mano. Buscaba sus raíces, descendientes de familiares que cayeron al otro lado del muro con el inicio de la Guerra Fría. Creyó encontrar a uno de ellos en Stanislav Nuteventin, maestro tallador, una copia casi idéntica de su tío. Había escuchado hablar de su viaje y se acercó a indagar. Hablaba un mínimo de inglés, muy poco. Etta nada de ruso. Ninguno de los dos recordaba el dialecto local del iñupiaq de las Islas Diómedes, la lengua de los esquimales de Alaska que debían haber aprendido de jóvenes. Etta terminó la conversación frustrada, se encerró en una sala vacía y se echó a llorar. "Ellos no me entienden, yo no les entiendo. Duele, porque he perdido mi lengua".
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Diciembre. Evgenii Bogorevich prepara la Nochevieja. Vive en China y le sorprende que un comentario suyo en un blog recóndito haya desembocado en una conversación con un periodista español. Es el hijo de una enfermera y de un minero de la industria del oro. Se crió en Mys Shmidta, apenas un asentamiento de la remota región rusa de Chukotka situado frente a la isla de Wrangle, el mayor criadero de osos polares del mundo. Su última noche del año ideal es, probablemente, bastante más estrambótica de lo que usted pueda imaginar, multiplicada por mil. No incluye porras, uvas ni cotillón.
"Mi sueño es celebrar el Año Nuevo dos veces en el mismo sitio. Primero lo haría en Ratmanov, bebiendo vodka, tomando caviar y viendo programas de televisión en los que salga Vladimir Putin. Después cruzaría a Little Diomede, al día y al año pasado. Comería hamburguesas y perritos calientes, bebería cerveza y vería al presidente americano en la tele. Sería el mejor plan de mi vida".
Un plan imposible en la práctica, pero perfectamente viable en teoría. Sólo le harían falta sus piernas y cerca de 45 minutos de caminata. El estrecho de Bering hace honor a su nombre en los puntos a los que se refiere Evgenii: Ratmanov y Kruzhenstern, para los rusos; Big Diomede y Little Diomede, para los americanos. Las islas del ayer y del mañana. Aquí sí: la última frontera.
Mirar de costa a costa es viajar en el tiempo: entre ambas islas discurre la Línea Internacional del Cambio de Fecha y las separan 21 horas
Tradicionalmente, ambos peñascos en mitad del mar de Bering formaron el conjunto de las Islas Diómedes. Físicamente les separan 3,8 kilómetros, que a nivel geopolítico y social son sin embargo un muro insalvable. Entre las islas discurre gran parte del año una capa de hielo rocoso, pero también la Línea Internacional del Cambio de Fecha. Mirar de costa a costa es viajar en el tiempo: hay 21 horas de diferencia entre ambos territorios. Rusia mira al este y ve el pasado. Estados Unidos contempla el oeste admirando el futuro. Este sábado, cuando salga el sol en las Islas Diómedes, serán las 12:36 del 31 de diciembre en la isla norteamericana, pero las 09:36 del 1 de enero en la rusa.
Aquí las dos grandes potencias mundiales se dan, a la vez, la mano y la espalda. Aquí, donde se acaban los mapas y el mundo, se construyó en 1948 el casi ignorado Telón de Hielo.
Hasta entonces, Big y Little Diomede eran parte de un todo. Sus habitantes se movían de un lado al otro con total libertad, a pie o en barca. Celebraban sus fiestas juntos y muchas familias tenían a sus miembros repartidos entre ambos islotes. Rocosos, escarpados, realmente adversos para la vida humana. Nunca los habitaron más de 400 personas, en conjunto. La resaca de la Segunda Guerra Mundial cambió eso. Los rusos comenzaron a apresar a los inuits que cruzaban la frontera, situada oficialmente a un kilómetro de la isla menor. Disparaban como advertencia. Llegado el momento, tomaron una decisión que mantienen hasta hoy: despoblaron la isla y se llevaron a sus habitantes a la Rusia continental. A Naukan, principalmente, una población hoy abandonada. En la isla mantuvieron una base militar de la patrulla de fronteras que hoy habitan, dependiendo de la temporada, hasta 15 agentes.
Lo único que pueden vigilar es la localidad de Diomede, en la isla hermana, que ahí sigue porque Estados Unidos nunca la deshabitó. Su censo fluctúa, pero aún se mantiene por encima de la centena. Un milagro que sobrevive en el rincón más inaccesible de la sociedad occidental.
Según el último censo, resisten en Diomede 115 personas. 106 inuits, 5 blancos y cuatro personas de dos o más razas. Los blancos son voluntarios y profesores, llegados de la América continental para dar clase en el colegio local, eje de la vida social de esta comunidad. Hay en total nueve maestros que permiten un ratio privilegiado, menos de 3 alumnos por tutor. Se encargan también de todo lo demás: las clases de baile esquimo tradicional, los talleres de costura, el gimnasio y las noches de cine. La película es gratis, pero la bolsa de palomitas cuesta un dólar. Rellenarla, 25 centavos. Dormir en el colegio, a la sazón también el único hotel de la isla, es más caro. 70 dólares la noche, con derecho a cama, sábanas, toallas, vajilla y agua potable.
Consejo Tribal contra la plaga del alcoholismo
En Little Diomede el gobierno lo ejerce un Consejo Tribal que se reúne un par de veces al año. No hay policía, porque no hay espacio para construir una casa para él y porque los locales no quieren detener a sus familiares. Tampoco hay patrulla fronteriza, celdas, ni debería haber borrachos alborotadores. El plan de Evgenii tiene una falla: la compra, venta, posesión, fabricación e importación de alcohol está prohibida en el pueblo desde el 25 de agosto de 1978, para intentar evitar el problema que asola su Chukotka natal: "Es la región de Rusia con más alcohólicos. Es legal comprar o vender alcohol, incluso alcohol puro y a los nativos".
Diomede es una comunidad seca desde 1978, pero el alcoholismo sigue siendo uno de sus grandes retos
En Diomede, como en tantas otras poblaciones nativas de Alaska que así lo han decidido, no lo es. Lo dejaba claro en 1999 Dorothy Haller, entonces autoridad en la isla, cuando un grupo de viajeros fantaseaba con pasar allí el Año Nuevo y juguetear con el tiempo durante el cambio de milenio. En vez de cerveza, como Evgenii, planeaban llevar champagne. "Tendré que multarles y no me gustaría hacerlo", avisaba Haller con tono severo en un artículo del LA Times que recogía la anécdota, tras la que se esconde una guerra institucional y un drama. El contrabando y la destilación casera es común. Los suicidios y la violencia doméstica son una plaga.
Los estragos que el alcohol provoca en las sociedades que conviven a ambos lados del estrecho son una coincidencia entre tantas. En Diomede, como en Chukotka, los productos básicos (carne, huevos, fruta, vegetales) son grotescamente caros o directamente no existen y lo excepcional es muy barato. Es el caso del caviar, el oso polar o la carne de ballena. Ambas regiones figuran entre las pocas excepciones mundiales en las que la Comisión Ballenera Internacional (CBI) permite la caza de subsistencia. También ambos lugares son casi inaccesibles.
A Chukotka, además de andando si lo permite el hielo, sólo se llega en avión, con vuelos de 9 horas desde Moscú o en charters privados desde Alaska, con pasaporte en regla, visado ruso y un permiso especial de acceso a zona fronteriza, que sólo se concede bajo invitación o demostrando residencia habitual. Menos de 1.000 personas visitan la región al año. Para llegar a Diomede hace falta alcanzar primero Nome, y desde ahí tomar un helicóptero durante aproximadamente una hora, previa autorización del Consejo Tribal.
Entrar y salir de la isla cuesta 400 euros a los locales. Antes de 2012, se accedía en el helicóptero del correo
Desde 2012, el Gobierno norteamericano subvenciona estos vuelos para que a los locales sólo les cueste cerca de 400 euros el trayecto de ida y vuelta, que se realiza tres veces al mes. Antes de 2012, básicamente, sólo se podía salir y entrar de la isla pagando una plaza en el helicóptero federal que lleva el correo cada miércoles. Un reparto, por cierto, que representa el contrato de servicio postal más antiguo de los Estados Unidos, el único que se realiza por este medio de transporte y también el más caro.
En caso de emergencia médica, hasta ese año estaba prevista la evacuación de los enfermos, pero no su regreso. Lo narra con crudeza el Plan de Desarrollo Económico firmado entonces por la ONG Kawerak, puntal del progreso en la zona: "Los pacientes se quedan atrapados en el continente si no pueden permitirse un vuelo de regreso. Se han dado casos de personas cruzando el estrecho en pequeñas barcas para regresar a Diomede con sus familias. A otros no se les ha vuelto a ver".
Así, en barca, llegó a la isla Meredith Beck en agosto de 2010. "La compañía de helicópteros no transportaba pasajeros entonces y el viaje desde Nome duró 17 horas", recuerda ahora esta profesora de Chattanooga (Tennessee), que acabó dando clase durante un año en una isla norteamericana más cercana a Pekín que a su propio hogar. "Buscaba una aventura", resume, y la encontró. Pero también una sociedad ciertamente alejada de su idea preconcebida.
Cazar morsas y osos polares lleva su tiempo, pero en muchos aspectos son americanos normales que quieren ver la television o jugar al último videojuego"
"Al ser un lugar tan remoto, esperaba una comunidad más primitiva o más firmemente apegada a sus valores y tradiciones", rememora antes de describir con lo que de verdad se topó. Subsistencia prehistórica y globalización tecnológica, todo a 40 grados bajo cero y bañado en alcohol furtivo y casero. Oro para guionistas de Black Mirror: "Mucha gente se aburre. No hay demasiados trabajos en la isla, por lo que tienen que matar el tiempo con otras cosas. Cazar, limpiar y cocinar cangrejos, morsas y osos polares lleva su tiempo, desde luego, pero en muchos aspectos son americanos normales que quieren ver el programa estrella de la televisión o jugar al último videojuego".
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Cuando Etta Tall creció en la isla, en los años 70, el único complemento a la caza era jugar en el hielo, más robusto entonces que hoy. Curiosear con el espacio-tiempo y con la paciencia de los guardas rusos. Un pie en el hoy, un pie en el mañana. Trataba de acercarse a la gran isla que nunca pudo pisar. "Siempre quise ir allí, tocarla, comprobar por qué amaba tanto aquel lugar", le contaba este verano a Kirsten Swann, la periodista del Alaska Dispatch News que acompañó a Etta en su viaje a Rusia, organizado por la agencia Circumpolar Expeditions como parte de una estrategia vital para derretir el Telón de Hielo definitivamente: reunir a las familias separadas.
Su abuelo, Michael Francis Kazingnuk, fue el autor, en inglés, de la memoria manuscrita de las islas que acompañó su travesía. También uno de los últimos inuit en cruzar la frontera cuando no era más que papel mojado. Nacido en Big Diomede, Rusia, en 1899, murió en Little Diomede, Estados Unidos, en 1964. Pero no toda su familia recorrió esos 4 kilómetros que separaron potencias, años y destinos.
Etta emprendió su camino en 2016 para recuperar a los que quedaron atrás, con apenas un par de fotos antiguas y un par de nombres en la cabeza que recordaba haber escuchado a sus padres. "El viaje fue agridulce en muchos sentidos, nunca encontró algunas de las cosas que buscaba", admite Kirsten desde Anchorage, pero... "Creo que regresó satisfecha. Pudo ver la tierra de sus familiares con sus propios ojos, y a menudo me decía que se sentía contenta porque ya no tendría que hacerse más preguntas".
La gente comparte un alejamiento de las instituciones políticas y un sentimiento de parentesco con el resto de pueblos circumpolares"
A lo largo de la expedición, tanto Kirsten como Etta sólo encontraron casas abiertas, ansias de ayudar y una detención por parte de la policía fronteriza que terminó con el guarda comparando sus tatuajes con los de la periodista norteamericana. "Pese a la larga separación física y la división política, las similitudes son incontables", asegura Kirsten: "La gente, tanto en Alaska como en Chukotka, comparte una sensación de alejamiento de las instituciones políticas y un sentimiento de parentesco con el resto de pueblos de la región circumpolar".
Aunque no les pudo entender, Etta sí sintió que estaba entre los suyos. De pronto perdieron importancia los disparos de advertencia, la frontera imaginaria, las 21 horas, y la ganó toda el muro de una lengua casi olvidada a un lado y al otro del Telón, cada vez más derretido por el cambio climático y la aviación comercial, pero cada vez más vivo.
"Los niños hablan un inglés muy básico y conocen un par de palabras y frases del iñupiaq. Mientras yo estaba allí, el distrito escolar del estrecho de Bering no tenía un plan específico de enseñanza del dialecto", relata Meredith, que enseñó en la isla escritura, lectura y estudios sociales. El muro crece con el tiempo y el olvido. El antes mencionado documento de la ONG Kawerak es definitivo: "Cuando los ancianos de la isla mueran, su lengua desaparecerá salvo que se tomen medidas. Entre ocho y diez personas en Diomede hablan su dialecto tradicional. Sólo dos pueden leerlo y escribirlo. No está documentado en ningún sitio".
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