Llegaba oculto en el correo ordinario, en el de la empresa o en el de casa y casi siempre confirmando una premonición imaginada antes en demasiadas ocasiones y siempre con angustia. Al miedo le sucedía el silencio para ocultarlo, a éste el dilema moral sobre cómo actuar y a él, estar dispuesto a asumir las consecuencias de una u otra opción. La secuencia la sufrieron en silencio alrededor de 10.000 pequeños y medianos empresarios a los que ETA extorsionó durante el casi medio siglo de existencia de la banda y a los que en el peor de los casos, ante el impago, asesinó o secuestró. Al resto les condenó a vivir bajo la amenaza y la falta de libertad durante años. Hoy, cuando la organización terrorista acumula un lustro sin acciones armadas, el colectivo al que exigió el mal llamado “impuesto revolucionario” continúa, como lo estuvo entonces, sintiéndose abandonado por instituciones y sociedad.
La reparación y el resarcimiento del dolor sufrido sigue sin llegar y la percepción de ‘víctimas de segunda’ se ha instalado. Para un gran número de empresarios y sus familias las consecuencias siguen vivas en su corazón y sobre todo, en su mente, donde deambula atrapada en un dilema moral, la duda por haber cedido al chantaje etarra para evitar ser asesinado pero con ello haber contribuido a la financiación de ETA. Un estudio impulsado por el Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto, titulado ‘Misivas del terror, análisis ético-político de la extorsión y violencia de ETA contra el mundo empresarial’ recrea, a través del testimonio de más de 200 empresarios que sufrieron la extorsión de la banda, aquellos otros ‘atentados’, terrorismo ‘de baja intensidad’ se le llamó. Sus responsables subrayan que a día de hoy continúa siendo “una de las dimensiones de la violencia de ETA más oscuras” y menos reconocidas del legado cruel de la banda.
La extorsión se llegó a pasar de padres a hijos. "La primera pregunta era por qué a mí y la segunda, quién ha sido el 'chivato'"
El trabajo de investigación ha requerido tres años de encuentros y entrevistas. Ha estado dirigido por Izaskun Sáez de la Fuente, -junto con los doctores Galo Bilbao, Xabier Etxeberria y Jesús Prieto-. Tras abordar en profundidad esta realidad, su directora concluye que tras escuchar decenas de testimonios aún le impresiona “la absoluta soledad y los dilemas morales en los que han tenido que vivir y que en algunos casos aún hoy viven”. Una soledad y deuda que llama a resarcir con un reconocimiento y reparación social hacia un colectivo con miles de víctimas y que fue especialmente golpeado desde los inicios de la banda terrorista. Lo hizo en los 70 a través de los robos, con los que se financiaba ETA, en los 80 con los secuestros –y asesinatos- de empresarios y en las últimas tres décadas con la extensión de la extorsión como fórmula para financiar las acciones criminales. A través de 66 testimonios recabados en personas y otros 140 mediante un cuestionario, los investigadores aseguran que la primera pregunta que se hacían los empresarios en cuanto recibían la primera carta de ETA “siempre era la misma, por qué a mí, aunque fueran conscientes de que les podría llegar”. La segunda también se repetía, descubrir “quién fue el chivato” que les puso en la lista: “Los empresarios sospechaban siempre de personas de su entorno, bien en la empresa o en el banco donde tenían sus cuentas o de personas con las que jugaban a pala o comían en la sociedad gastronómica”, asegura Sáez de la Fuente.
Perversión 'falaz' del lenguaje
ETA enviaba las remesas de cartas de forma periódica y por cientos. Llegó a convertir la práctica de la extorsión vía ‘impuesto revolucionario’ en un hábito asumido con cierta rutina e indiferencia por la sociedad. Cruel rutina en la que instituciones y víctimas conocían perfectamente el protocolo a seguir; callar y buscar un mediador para responder. La amplitud en el número de afectados por la extorsión respondía a la construcción de una “caldo de cultivo”, recuerda Sáez de la Fuente en su investigación, que el entorno de ETA supo alimentar para lograr instalar una “justificación social” extendiendo prejuicios y una estigmatización de la figura del empresario.
El tercer ingrediente fue “una perversión del lenguaje”: “Al empresario se le llegó a hacer prácticamente corresponsable de su propia victimización al aplicarse una falaz lógica terrorista según la cual la violencia era fruto de una situación de ‘conflicto político’ a la que el empresario estaría contribuyendo”. Un modo de implantar el ‘tenía lo que se merecía’ o la idea de que el dinero, que por ser empresario debía ser abundante, bastaba para resolver el problema.
La siguiente fase en la que se basó la estigmatización del empresariado requirió de la implicación de una amplia red de colaboradores, informantes y delatores procedentes del entorno de ETA y la izquierda abertzale. Fueron clave para engrasar los canales de financiación a través de la extorsión a empresarios, “fueron ellos los que decidieron qué palabras utilizar y cómo legitimar esa extorsión”: “ETA no secuestraba, sino que ‘recluía a los enemigos en cárceles del pueblo’. Tampoco asesinaba, simplemente ejecutaba una condena. Y no extorsionaba, sólo exigía un ‘impuesto revolucionario’ para contribuir a la liberación de Euskal Herria”.
La 'vanguardia juvenil' de la izquierda abertzale pervirtió el lenguaje. ETA no asesinaba, ejecutaba; no secuestraba, 'recluía'
Recuerda que sin el impulso de “la vanguardia juvenil” de la izquierda abertzale la extensión de esta práctica no hubiera sido de la misma envergadura: “Es la que jaleó a los victimarios y legitimó y contribuyó a la dinámica de la extorsión como una realidad que no se podía cuestionar. Ha sido un sector cómplice activo de la victimización de miles de personas, por eso tiene especial responsabilidad a la que deben hacer frente si quieren favorecer la reconstrucción de la identidad cívica y la regeneración de la democracia”.
Víctimas 'de segunda'
El oscurantismo y la “opacidad” social que prevaleció en torno a esta realidad también estuvo favorecida indirectamente por lo que Sáez de la Fuente denomina “la estrategia de la privatización del chantaje”. A ella habrían contribuido, por distintas razones, ETA y las propias víctimas. La banda quería que se extendiera el conocimiento de la existencia de la extorsión pero no de quienes la padecían directamente, una “visibilización” que reservaba a quienes se resistían a pagar y contra los que se atacaba directamente, en muchos casos “con fines ejemplarizantes”, llegando hasta el asesinato o el secuestro. Por su parte, el silencio en el que a menudo se sumergían los empresarios amenazados, en muchos casos ocultándola incluso a su propia familia, hacía que el oscurantismo primara sobre esta realidad. En muchos casos, la presión llegó a ser insoportable, “con el envío de hasta 7 u 8 ocho cartas” o remitiendo las misivas amenazantes directamente a los hijos menores de edad del empresario: “Hay casos de extorsiones durante 30 años, o que la extorsión ha pasado de padres a hijos, pasaba la empresa pero también la situación de extorsión, o empresarios que se han tenido que enfrentar a personas de su propia familia afines al entorno radical”.
En este contexto, el estudio aborda el papel de los llamados “mediadores” entre ETA y el extorsionado, que los hubo de todo tipo; dispuestos a ayudar al amenazado, empleados en colaborar con la banda e incluso meros “comisionistas”. La extorsión a empresarios se remonta a los orígenes de la propia ETA. A finales de los años 60, cuando la banda terrorista comenzó a emplear la violencia, la presión se ejercía en forma de robos, después de secuestros y finalmente con el mal llamado ‘impuesto revolucionario’.
Muchos aún sufren las consecuencias de la extorsión en forma de trastornos, retraimiento o resistencia a hablar de ello
En todo este tiempo la inmensa mayoría de los empresarios con los que Sáez de la Fuente se ha entrevistado en profundidad le han reconocido que no se han sentido apoyados, ni por la sociedad ni por las instituciones. El único aliento de apoyo “era fruto de aquellos que en realidad sufrían la misma situación, gente extorsionada, la sociedad mantuvo una actitud indiferente y públicamente distante hacia las víctimas y de la extorsión en particular”.
Empresarios que tras recibir la temida carta no sólo debían decidir si comunicarlo a su entorno o guardar silencio, sino también si pagar o no. Resistir obligaba a tomar otra dura decisión: seguir en Euskadi o abandonar el País Vasco. Sáez de la Fuente detalla que en la mayoría de los casos se optaba por no pagar y por permanecer residiendo en el País Vasco, pero en un ambiente de gran tensión y angustia. “Todo ello ha provocado en muchos de ellos y su entorno trastornos sicológicos, temporales o crónicos, retraimiento social además de una limitación severa de su libertad”. Subraya que el “dilema moral” al que se veían sometidos los extorsionados no se limitaba únicamente a tener que decidir si resistir al chantaje o no ceder ante él, “sino por qué ellos debían dar a ETA un dinero ganado con el sudor de su frente y por qué debían abandonar su tierra si estaban apegados a ella”.
Nunca un empresario fue condenado por pagar a ETA, por ceder a la extorsión. Pese a haberse abierto algunos procesos judiciales siempre primó el atenuante de miedo insuperable o necesidad por parte de las víctimas “y porque el Estado no podía garantizar su seguridad.
Sáez de la Fuente insiste en que todos ellos merecen un reconocimiento público que sienten que aún no se les ha otorgado. Llega incluso a señalar que en muchos casos se puede hablar de “heroísmo moral” en las personas que decidieron hacer frente a ETA y no pagar la extorsión “y lo dijeron públicamente”. Confía en que trabajos como los presentados hoy en la Universidad de Deusto supongan un primer paso para “rehabilitar a todas estas víctimas y resarcirlas, además de para clarificar responsabilidades”.
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