España ha sido desde hace muchas décadas un país fervientemente europeísta. Desde el momento en que se constituye la primera Comunidad Económica Europea, año 1957, la España de Franco tuvo interés en ser admitida en el club y en 1962 el entonces ministro español de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, envió la solicitud oficial para la adhesión de nuestro país. La solicitud fue atendida y efectivamente en 1964 se iniciaron las negociaciones. Pero había un obstáculo insalvable: España vivía bajo una dictadura y no había sitio para un régimen no democrático en el recién nacido proyecto europeo.
Tuvieron que pasar, por eso, 24 largos años antes de que el sueño de millones de españoles se hiciera realidad. Aquel era un sueño cargado de aspiraciones de libertad, de respeto a los derechos políticos, en definitiva de la necesidad de la mayoría de la sociedad de acceder a un sistema democrático. Europa fue durante todo ese tiempo nuestra meta política. También nuestra aspiración económica, pero lo que unió a los españoles durante muchos años fue su determinación de igualarse con aquellos países democráticos europeos que habían conseguido la hazaña de situarse por fin por encima de los nacionalismos y poner en pie una trama de acuerdos capaces de acabar con los frecuentes enfrentamientos sangrientos que habían devastado Europa durante la primera mitad del siglo XX.
La Europa libre, pacífica y próspera nos recibió por fin en junio de 1985 cuando el Rey y el presidente del Gobierno Felipe González firmaron en el Palacio Real de Madrid el Acta de Adhesión de España a la que todavía se llamaba Comunidad Económica Europea, CEE. Por eso, porque les costó muchos años y mucho esfuerzo, y también porque han recibido incontables beneficios económicos, los españoles han sido siempre, y seguirán siendo, europeístas convencidos.
Londres no quiso integrarse en el embrión de la CEE porque desdeñó sus posibilidades de éxito
El caso del Reino Unido es exactamente el contrario. Londres no quiso integrarse en el embrión de la CEE porque desdeñó sus posibilidades de éxito y consideró que no había perspectivas ni económicas ni comerciales para el intento de aquellos líderes de la Europa continental por construir una Europa unida. Ese desdén, ejercido desde la superioridad democrática y desde el interés prioritario por mantener una especial relación política y comercial con Estados Unidos, tuvo su respuesta, y su venganza, cuando la Francia del general De Gaulle se opuso al ingreso de los británicos en la CEE cuando el gobierno de Londres, convencido ya del éxito del proyecto europeo, pidió en 1967 la adhesión que finalmente se consumaría en 1973.
Pero nunca estuvieron a gusto los gobiernos británicos con las condiciones que se veían obligados a cumplir por ser miembros de la UE. Ya en 1975 el primer ministro Harold Wilson prometía renegociar las condiciones de adhesión y celebrar un referéndum sobre la permanencia. Y todavía resuenan en Bruselas las reclamaciones de Margaret Tahtcher y su letanía eterna: "I want my money back", porque consideraba que Inglaterra pagaba mucho más de lo que recibía. Y así sucesivamente, los gobiernos británicos amenazaron constantemente a la UE con, por ejemplo, abandonar la Carta de los Derechos Básicos, con limitar la jurisdicción del Tribunal Europeo, con derogar las directivas sobre la duración de la semana laboral y no admitir la semana de 48 horas, y con no aceptar la política agraria, entre otras muchas cosas.
La salida del Reino Unido de la UE ha supuesto un auténtico trauma para todos sus miembros
Finalmente ha sucedido. Esta podría ser la actualización europea de aquella ranchera de José Alfredo Jiménez "porque estás que te vas, y te vas, y te vas... y ya te has ido" . Y aunque nunca fue una relación armónica y feliz, sí fue un pacto provechoso para ambas partes. Y hay que decir que, tras el divorcio finalmente aprobado en un referéndum irresponsable y sustentado sobre una campaña basada en manipulaciones y en mentiras, el hecho es que la salida del Reino Unido de la Unión Europea ha supuesto un auténtico trauma para todos sus miembros, trauma del que la UE necesita desesperadamente recuperarse para no morir desangrada.
Cuál sea el destino de las negociaciones que ahora empiezan es una incógnita que no sabemos si quedará despejada de aquí a dos años. Pero que este desgajamiento pende como una amenaza negra sobre el destino de una UE seriamente azotada por el acoso de los nacionalismos populistas que han regresado con otros rostros y recorren como un viento fuerte los territorios de los 27, es algo que ni los más optimistas podrían hoy negar.
El Gobierno de Theresa May se esfuerza por mantener la entereza y, con la pretensión de acobardar en la medida de lo posible la actitud de la Comisión Europea, ha apostado públicamente por una salida dura. Su objetivo es obtener el mayor beneficio posible de una negociación con cada uno de los miembros de la Unión, para lo cual necesitaría primero quebrar la unidad de acción acordada por el momento por todos ellos.
A Europa le va la vida en mantener la unidad en la negociación y salir con un grado suficiente de éxito
Pero Londres habrá de afrontar otros problemas internos que le han aparecido en la retaguardia, el mayor de los cuales es el propósito del nacionalismo escocés de repetir el referéndum de separación que esta vez muy probablemente ganarían. Ese desafío va a debilitar considerablemente la fortaleza política de May, que ya tiene enfrente al parlamento de Escocia e influirá sin duda en la gigantesca maraña de negociaciones con la Comisión que habrá de abordar a partir de ahora.
Pero Europa tiene su propio reto y no es pequeño. En mantener esa unidad en esta negociación y salir de ella con un grado suficiente de éxito le va la vida al proyecto puesto en pie por los padres fundadores. Lo que es seguro es que España estará siempre entre los puntales de esta Unión Europea en la que nuestro país culminó su sueño de libertad.
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