Maximiliano de Oliveira, Maxi, fue un menor de edad brasileño por el que el Atlético de Madrid pagó 1.100 millones de pesetas en los estertores del siglo XX. No hizo carrera en el club y terminó vagando por las profundidades del fútbol mediterráneo: Caravaca, Nules, Benicàssim y Oropesa. Allí colgó las botas para engancharse al andamio y labrarse un futuro en la construcción poniendo piedra sobre piedra en Marina d'Or. "Lo pienso vender por más de 3.000 millones de pesetas", comentó en su día Jesús Gil. El albañil más caro del mundo.
Maxi llegó al Atlético junto a Abbis Lawal, Limamou Mbengue y Matías Djana, otros tres desconocidos cuyos derechos cedió la empresa Promociones Futbolísticas al Atlético de Madrid por 2.700 millones de pesetas. La fiscalía Anticorrupción dudaba de que algunos de ellos se dedicaran realmente al fútbol profesional. Alguno de los presuntos futbolistas, incluso, llegó a declarar ante el juez Manuel García-Castellón que jugaba a la pelota "en sus ratos libres", pese a la estratosférica tasación que les había otorgado el club colchonero.
Lo cierto es que, como descubrió el magistrado, los cuatro negritos (así los bautizó la prensa entonces) no fueron más que el instrumento utilizado por Gil para saldar la deuda contraída con la entidad que controlaba tras adquirir junto a Enrique Cerezo el 94,5% de las acciones del club en 1992. Una deuda derivada del robo de un paquete accionarial valorado en más de 1.900 millones y por el que ninguno de los dos desembolsó una sola peseta. Lo único que libró a ambos de la cárcel fue que el delito había prescrito cuando la fiscalía lo denunció en 1999. Miguel Ángel Gil Marín, sin embargo, sí fue condenado a 18 meses de prisión por un delito de falsedad documental en el caso de los fichajes ficticios, aunque tampoco llegó a poner un pie entre rejas.
La batalla contra Gil y Cerezo, a los que García-Castellón retiró el control del club durante cuatro meses en el año 2000, antes de descender a Segunda División, fue la última disputa del magistrado en su plaza de titular del Juzgado Central de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional. Desde entonces ha ejercido durante los últimos 17 años como juez de enlace, primero en Francia y actualmente en Roma, de donde se espera que regrese en las próximas semanas para volver a ocupar su plaza y cubrir el vacío que deja la marcha de Eloy Velasco, instructor de los casos Púnica y Lezo, a la Sala de Apelaciones de la Audiencia Nacional.
El magistrado recoge dos causas mastodónticas, una ya asentada y otra todavía en gestación, con un denominador común: la corrupción y financiación irregular del Partido Popular madrileño. Sobre su mesa, entre las decenas de miles de folios que componen ambos sumarios, el juez asume cabos sueltos de importancia vital: el papel de Cristina Cifuentes en las adjudicaciones de la Asamblea de Madrid, los chivatazos en la operación Lezo, la extensión del fraude en la gestión del Canal de Isabel II o la prisión provisional de Francisco Granados e Ignacio González.
García-Castellón, por cierto, no es un extraño para el ex presidente madrileño, que en una de las grabaciones de Lezo se refiere a él sin nombrarlo cuando expresa su deseo de apartar de la causa a Eloy Velasco, en tono grueso. "A tomar por culo a Onteniente y aquí que venga el titular, que ya me las apañaré con el titular, coño", dice González, que explica a su manera la situación de Castellón: "Al titular lo quitaron porque era uno que era aparentemente rogelio… y le dan magistrado de enlace en Londres… no sé, después gana una pasta; o Roma, vive como Dios y el tío no quiere saber nada, claro". Confundía González a Castellón con el juez Manuel Carmona, enviado por el Gobierno a Londres en 2013 y de tendencia progresista, quizá el origen del chascarrillo rogelio.
Pero el juez no es ajeno ni a las causas complejas ni a la presión mediática. Nada genera más exposición que el fútbol, hasta el punto de que el 3 de enero del año 2000, doce días después de decretar la destitución del presidente del Atlético, la plantilla del equipo emitió un comunicado de apoyo a Gil tras un entrenamiento. Y pocas cosas fueron más mediáticas en la España de los 90 que el caso Banesto, que García-Castellón instruyó con el apoyo del fiscal Florentino Ortí y culminó con el decreto de la prisión preventiva para Mario Conde, el primer gran triunfador caído, a finales de 1994.
A García-Castellón no le tembló el pulso entonces para destrozar el mito que se había generado alrededor de Conde en la sociedad de la época. Y no era un juez histórico: había llegado a la Audiencia Nacional hacía menos de dos años, tras coger impulso en otro caso mediático. En junio de 1992, mientras ejercía como juez de guardia en la provincia de Valladolid, asumió la investigación del secuestro de la niña Olga Sangrador, violada y asesinada por Valentín Tejero, que confesó el crimen después de que el magistrado, desplazado a Villalón de Campos, lo interrogara durante más de cuatro horas.
25 años después de aquello, García-Castellón recupera su juzgado tras décadas entre comisiones rogatorias, primero persiguiendo a ETA y más tarde a la mafia. Ahora, en el foco de las investigaciones que tendrá que dirigir está un PP distinto al que dejó. Al del atentado contra José María Aznar y al del asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco le perseguía el terrorismo. Ambos casos los instruyó él. Al de ahora, le acorrala la corrupción. También le toca.
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