Queda constituida la Asamblea", proclamó con voz solemne el senador Raimundo de Abadal, entre sonoros aplausos de los asistentes a la reunión convocada en el Palacio del Gobernador de la Ciudadela de Barcelona.
Eran las primeras horas de la tarde del 19 de julio de 1917, hace ahora cien años, y aquel día la Ciudad Condal había amanecido tomada por las fuerzas del Estado. Alrededor de 30.000 soldados y guardias patrullaban las calles barcelonesas, con especial vigilancia de la plaza de Sant Jaume y las zonas próximas al Ayuntamiento, donde cualquier aglomeración era inmediatamente dispersada. El Gobierno había reforzado el destacamento de la Guardia Civil con el envío de unos 1.000 hombres, que se sumaban a otros 1.000 ya destinados en la ciudad, y en el Puerto de Barcelona podía apreciarse la turbadora presencia de cuatro barcos de guerra.
Tal despliegue de fuerzas tenía como finalidad desactivar la rebelión que se cernía sobre el país desde hacía varias semanas y que amenazaba con estallar con toda su crudeza ese mismo día con la capital catalana como epicentro de las convulsiones.
Las calles de Barcelona fueron escenario de situaciones más estrambóticas que tensas
España se enfrentaba a esas horas a un momento de su historia que, en palabras del líder nacionalista catalán Francesc Cambó, "puede ser épico y puede ser trágico". Pero lo cierto es que a lo largo de la jornada, las calles de Barcelona fueron escenario de situaciones más estrambóticas que tensas, mientras los diputados y senadores que habían acudido a la ciudad para reunirse en Asamblea trataban de dar esquinazo a las fuerzas de seguridad.
"Los parlamentarios cruzaban la ciudad, se dividían por grupos, volvían a congregarse, entraban en las fincas por una puerta y salían por otra esquivando a una policía que parecía propensa a ser despistada", describe el profesor Miguel Martorell, en su obra José Sánchez Guerra. Un hombre de honor.
En torno a la una, los parlamentarios se congregaron en el restaurante del Parque de la Ciudadela, donde había sido reservada una mesa para 80 comensales para, supuestamente, la celebración de una boda. Pocas horas después, en el Palacio del Gobernador del mismo parque daba comienzo una reunión en la que muchos habían puesto sus esperanzas de transformación de la política española.
El desafío nacionalista
España había alcanzado el verano de 1917 en un estado de agitación extrema. Desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, ante la que el país optó por una posición de neutralidad, la economía nacional había sacado un notable rédito del incremento de la demanda desde los países en liza. Pero esto no había hecho sino agudizar las profundas brechas políticas y sociales que venían carcomiendo los cimientos del sistema de la Restauración casi desde los albores del siglo.
En este contexto, los enemigos del régimen se iban valiendo de estas debilidades para hacer resonar sus demandas. Y entre éstos, el nacionalismo iba cobrando un papel cada vez más preponderante en regiones como el País Vasco y Cataluña, donde la pujante burguesía industrial exigía mayor capacidad política para defender sus intereses frente a los de la oligarquía latifundista que controlaba los resortes del gobierno español.
En esta batalla, la Lliga Regionalista, el partido que abanderaba los objetivos de la burguesía catalana, ya había cosechado algunos éxitos, el más importante de los cuales fue la aprobación de Mancomunidad de Cataluña, a finales de 1913. Pero a la altura de 1917, las reclamaciones del partido, dirigido entonces por Francesc Cambó, iban in crescendo con el propósito de lograr del Gobierno central la concesión de la autonomía a Cataluña.
Así, cuando a inicios del mes de junio, el gobierno recién constituido del conservador Eduardo Dato se vio acorralado por un desafío militar -la crisis de las Juntas de Defensa- y la amenaza de una inminente huelga general revolucionaria -impulsada por la UGT y el PSOE-, Cambó quiso aprovechar la coyuntura a su favor, abriendo un nuevo frente de rebelión desde el terreno político.
Cambó exigía al Gobierno la concesión de la autonomía para Cataluña
El dirigente catalanista hizo varios llamamientos al Ejecutivo para que reabriera el Parlamento, que permanecía cerrado desde el mes de febrero, para debatir la convocatoria de Cortes constituyentes, que condujeran a una nueva estructura autonómica del Estado. Ante la falta de respuestas favorables por parte del Gobierno de Dato, Cambó empezó a preparar su jugada maestra: una convocatoria de parlamentarios en Barcelona que debería suponer el golpe de fuerza que precipitara la regeneración del régimen.
Como acto previo, Cambó y los dirigentes de la Lliga Regionalista convocaron una reunión de los parlamentarios catalanes que se celebró en el Ayuntamiento de Barcelona el día 5 de julio y a la que acudieron 59 representantes, casi la totalidad de los diputados y senadores de la región. En ella se acordó urgir al Gobierno central a reabrir las Cortes y, si esta petición no fuera atendida, convocar a los parlamentarios de todo el país para celebrar una Asamblea el 19 de ese mismo mes en la Ciudad Condal.
Una vez más, el Gobierno desoyó las peticiones que le llegaban desde Barcelona y, el 8 de julio, advirtió a los instigadores de la Asamblea de parlamentarios del 19 de julio que "procurar su realización constituiría un acto verdaderamente sedicioso”.
A partir de ahí empiezan unas semanas de enorme tensión, "las más intensas que el país ha conocido en nuestros días [...] Fue una especie de delirio de viajes, de conciliábulos, de visitas, de conferencias; un diluvio de hojas clandestinas, manuscritas e impresas, de simulación de actitudes y de órdenes concretas, de rumores, de infundios, de combinaciones extravagantes, de invenciones y de cosas existentes”, en palabras del periodista Josep Pla.
El Gobierno recurrió a una fuerte censura, al tiempo que trataba de desacreditar el movimiento asambleario, acusándolo de separatista y de tener la intención de involucrar a España en la Primera Guerra Mundial.
Cambó y sus compañeros, mientras tanto, trataban de granjearse el mayor número de apoyos entre las distintas fuerzas que aspiraban a la regeneración del régimen, para lo que no dudaron en recurrir a los partidos de izquierdas, como el PSOE de Pablo Iglesias, los nacionalistas republicanos de Marcelino Domingo o los radicales de Lerroux; a grupos ligados a los partidos tradicionales, como los conservadores que abanderaba Antonio Maura o los liberales acaudillados por el Conde de Romanones; o incluso a los militares que habían protagonizado la rebelión de las Juntas de Defensa.
Para convencer a éstos últimos para que les prestaran su apoyo, los dirigentes de la Lliga Regionalista hicieron un notable esfuerzo para despojarse de la etiqueta de separatistas. En una carta escrita al coronel Benito Márquez, presidente de la Junta de Defensa de Infantería, Cambó explicaba que "Cataluña no es ni puede ser separatista. La respuesta material sería la muerte de Cataluña, pues, por ley fatal de gravedad, una Cataluña independiente pasaría a ser muy pronto un departamento francés [...] No hay región en España cuyos intereses estén tan íntimamente ligados con los intereses de toda España como lo están los intereses de Cataluña".
Pero estos intentos resultaron baldíos: ni el ejército ni los mauristas se mostraban proclives a apoyar el movimiento liderado por la Lliga, lo que dejaba a ésta con el apoyo casi exclusivo de las fuerzas de izquierda, que, en gran medida, veían la reunión como un paso más en el camino hacia la revolución, algo con lo que difícilmente podían transigir los conservadores catalanes.
La rebelión traicionada
De este modo, en los días previos al encuentro los dirigentes de la Lliga Regionalista pusieron mucho más énfasis en aplacar cualquier conato revolucionario que en convertir la Asamblea en la llave para la regeneración política de España.
Llegado el día, y tras jugar al gato y el ratón con las fuerzas del orden -que trataban de evitar un choque que desencadenara las protestas sociales-, 55 diputados y 13 senadores, entre los que destacaban los nombres de Cambó, Lerroux, Pablo Iglesias, Melquiades Álvarez, Hermenegildo Giner de los Ríos, Francesc Maciá o Marcelino Domingo, se congregaron, pese a la prohibición expresa del Gobierno, con el supuesto propósito de dar la puntilla a la política del turnismo de la Restauración.
Sin embargo, de la reunión apenas surgió nada más que el acuerdo para insistir al Gobierno en la necesidad de reabrir el Parlamento y convocar cortes constituyentes para debatir la organización del Estado y la autonomía municipal. Además, los parlamentarios reunidos se organizaron por comisiones para estudiar las distintas reformas necesarias en el país.
Transcurrida menos de una hora desde la apertura de la Asamblea, el inspector Manuel Bravo Portilla irrumpió en el salón, al tiempo que la Guardia Civil rodeaba el edificio. Ante la negativa de los reunidos a disolverse, el propio gobernador de Barcelona, Leopoldo Matos, se presentó ante ellos para exigirles que cancelaran la reunión.
Éstos nuevamente se negaron, ante lo cual Matos ordenó la detención de los diputados y senadores reunidos, la cual se ejecutó mediante el gesto simbólico de la imposición de una mano en el hombro. Una vez en el exterior, todos fueron puestos en libertad y la Asamblea se disolvió sin mayores incidentes.
El temor de la Lliga a desatar una revolución popular provocó su "traición" a la Asamblea
Ni los parlamentarios trataron de amplificar la dimensión de su rebelión, ni en las calles de Barcelona se produjeron disturbios de consideración. Andrés Saborit, dirigente del PSOE, explicaría tiempo después que los socialistas estuvieron movilizados durante la Asamblea de Parlamentarios y que esperaron en vano a que Cambó diera el paso de constituir un gobierno provisional con apoyo asambleísta.
Pero los dirigentes de la Lliga, temerosos de una estallido de rebelión popular, que en Barcelona, por su carácter industrial, podría resultar especialmente violento, habían preferido evitar llevar su desafío demasiado lejos e, incluso, habían dado orden en secreto a sus correligionarios para que estuvieran alerta para evitar cualquier conato de manifestación violenta y contribuyeran a mantener el orden público.
Así, el también socialista Manuel Cordero llegaría a decir que la Asamblea "pudo ser el fin de la Monarquía si los catalanistas no la hubiesen traicionado".
Ocho años después de que Barcelona hubiese sido escenario principal de la conocida como "Semana Trágica", los acontecimientos, más burlescos que graves, de aquel 19 de julio de 1917 se ganaron el mote de la "Semana cómica de Barcelona", según relata Eduardo González Calleja en la obra Anatomía de una crisis. 1917 y los españoles.
Pocas semanas después, con el estallido de la huelga general revolucionaria, la coalición asamblearia saltó por los aires, cuando la Lliga Regionalista decidió posicionarse con las fuerzas gubernamentales en favor del orden público.
Así, el movimiento que amenazaba con revolucionar el panorama político español acabó diluido sin resultados reseñables y el sistema de la Restauración se mantendría, aunque agonizante, hasta su caída en 1923 por un golpe militar. La rebelión de aquel verano de 1917 quedaría para la posteridad, en palabras del profesor José María Jover, como "la gran coyuntura reformista frustrada".
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