El ex presidente del Parlamento Europeo, Josep Borrell, ejerce estos días de predicador que clama en el desierto. Haber nacido en Pobla de Segur (Lérida) y, al mismo tiempo, defender que la unidad de España le convierte en un catalán políticamente incorrecto.
Vapuleó la falacia de las balanzas fiscales con un libro (Las cuentas y los cuentos) considerado anatema por los independentistas. Ahora, con Escucha Cataluña, escucha España (escrito junto a Francesc de Carreras, Josep Piqué y Juan José López Burniol) aboga por el entendimiento y rechaza con contundencia las tesis de la secesión.
Le escucho en el Foro Next IBS y me siento identificado en lo fundamental con su análisis de la situación. Aunque, en estos momentos, todo está enfocado hacia el referéndum del 1-O, empezando por la Diada que se celebra hoy ("que se ha convertido en una manifestación del independentismo de la que han sido expulsadas el resto de las fuerzas políticas", dice el ex ministro de Fomento), el problema no es lo que ocurra estos días, sino lo que ocurrirá después.
La fractura que se ha producido en la sociedad catalana durante los últimos años tiene muy difícil arreglo. Borrell habla de una "división etnolingüística", que no se quiere reconocer por el nacionalismo porque rompe su discurso de una Cataluña unitaria. Las clases medias y bajas que hablan predominantemente en castellano están contra la independencia, mientras que las clases medias y altas que se expresan habitualmente en catalán están a favor.
La sociedad catalana vive una división etnolingüística: los castellano parlantes de clase media y baja están en contra de la independencia, y los que se expresan en catalán y son de clase media y alta, están a favor
El mayor éxito del soberanismo, en su opinión, ha consistido en su habilidad para manejar la comunicación, para construir una realidad virtual que ha derivado en "una especie de trumpismo": como ocurre con los seguidores de Donald Trump, a los independentistas no les importa si lo que dicen sus líderes es verdad o es mentira. Si coincide con lo que yo pienso, me lo creo. Y punto.
De esa forma, el suflé de la independencia ha ido creciendo y creciendo, mientras que el Estado ha desaparecido de amplias zonas de Cataluña. Como maestros de la agitación y la propaganda, Puigdemont, Junqueras, Forcadell, etc. han llevado a la sociedad a un "clima cuasi insurreccional" sin que, aparentemente, ello pueda tener consecuencias para el modus vivendi de los catalanes. Como diría Varoufakis: "La incorporación de Cataluña a la UE tras la independencia se puede acordar en una conversación de cinco minutos".
Pero la fractura ya ha tenido sus consecuencias. Graves. Un miembro del gobierno de la Generalitat se permite el lujo de trazar una línea divisoria entre "los ciudadanos", que apoyan la independencia; y los "súbditos", los que no la apoyan. Y no pasa nada: "A muchos -ironiza Borrell- se nos ha privado de nuestra condición de ciudadanos".
Al mismo tiempo, los que defienden la secesión han puesto de manifiesto, en 48 horas inolvidables en el Parlament, que están dispuestos a triturar la democracia en nombre de la democracia. "Una señora independentista le deseo a Arrimadas que la violaran en grupo. Pues bien, lo que ha sucedido la semana pasada en el Parlament es que los procedimientos y las normas han sido violados en grupo por los independentistas".
Ser conscientes de la gravedad del problema no lo soluciona, pero es un paso en la buena dirección. Borrell cree que la única forma de empezar a ver la luz al final del tunel -y, por tanto, de que pueda producirse el diálogo- sería que hubiera una nueva mayoría en Cataluña. Es decir, que los catalanes que ahora guardan silencio hablaran de una vez.
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