Nunca hasta hoy la democracia española había tenido que enfrentarse a un reto tan difícil. Hubo un golpe de estado en febrero de 1981, un grupo de militares y guardias civiles se levantaron en armas contra el orden constitucional, pero aquello era otra cosa. Se quería destruir el estado de derecho con la fuerza. Lo que ahora está en juego es si el intento de subvertir el orden desde una institución del estado, como es la Generalitat, tiene o no el refrendo ciudadano en las urnas.
Aunque no se quiera ver el peligro, la realidad es que, si este jueves los independentistas logran revalidar su mayoría absoluta, el gobierno y los partidos constitucionalistas tendrán que asumir que el procés no ha muerto y, por tanto, que deberán buscar una solución política que evite la confrontación a la que ese resultado abocaría.
El independentismo ha logrado un apoyo muy importante entre los catalanes (en torno al 45%) y los partidos que lo representan (ERC, JxC y la CUP) han planteado el 21-D como una reválida de la ruptura de la legalidad que se ha producido en los últimos meses y que tuvo su climax en la declaración unilateral de independencia del pasado 27 de octubre. El triunfo independentista supondría un aval para los que defienden que ya no es posible mantenerse dentro de España y que hay que volver a la situación previa a la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Los procesos judiciales seguirán su camino, pero, aunque para el Supremo debe ser lo mismo juzgar a un particular que a un presidente de la Generalitat, políticamente no tiene ni punto de comparación.
Europa seguirá apoyando la unidad de España, porque es el propio proyecto de Unión Europea el que está en juego si Cataluña obtiene la independencia unilateralmente, pero Merkel y Macron mirarán hacia Rajoy para preguntarle: "¿Y ahora qué?".
El triunfo por mayoría absoluta del independentismo sería muy difícil de gestionar por el gobierno
Ese escenario posible es el que más temor provoca en Moncloa. Y aún peor si Puigdemont lograra imponerse a Junqueras en su particular pugna por la hegemonía en el electorado independentista.
El Armagedón que supondría el triunfo por mayoría absoluta del separatismo vendría acompañado de una nueva avalancha de deslocalización empresarial y provocaría un deterioro sin precedentes del clima social. Si en los últimos dos años la Generalitat ha gobernado sólo para mitad de la población, imagínense lo que sucedería a partir de ahora con un gobierno independentista apoyado por una sólida mayoría parlamentaria.
No es lo mismo, claro, si el triunfador del 21-D es Junqueras. ERC se ha cuidado mucho de eludir el término "unilateral" en su programa electoral. Fuentes del entorno del ex vicepresidente de la Generalitat advierten en privado de que Junqueras no quiere volver a repetir el procés tal y como se ha producido porque, en el fondo, reconoce que "ha sido un fracaso".
El triunfo de los republicanos no supondrá necesariamente un gobierno tripartito separatista (ERC/JxC/CUP), dicen las mismas fuentes. Si ERC gana con holgura abrirá las opciones de pacto a otros partidos no independentistas, porque su hoja de ruta ya no estará marcada por una fecha para la independencia, sino por incorporar al "derecho a decidir" (un referéndum pactado) al mayor número de fuerzas posible.
Junqueras cree que el procés ha sido un fracaso y, si gana con holgura, pretenderá gobernar sin los lastres de Puigdemont y la CUP
El gobierno seguiría teniendo sobre la mesa un grave problema si se da la mayoría absoluta independentista, pero sería mucho más fácil de gestionar si el partido ganador es ERC. Otra cuestión es qué pasará si Junqueras es condenado a varios años de cárcel por el Supremo habiendo sido el político más votado de Cataluña y mostrando disposición al diálogo.
Por suerte, la opción más probable, según todas las fuentes consultadas, es que los nacionalistas logren la victoria pero no alcancen la mayoría absoluta. Si eso es así, la situación cambia por completo. Una pérdida de seis o siete escaños del independentismo (pasar de 72 a 65 o 66 escaños) sería percibida como un retroceso del procés, como una derrota justo en el momento de mayor movilización del voto que apuesta por la ruptura. Ese es el escenario con el que sueñan el gobierno, los partidos constitucionalistas y los empresarios catalanes, cuya cúpula mantuvo el pasado lunes una reunión fuera de los focos con el ministro de Economía, Luis de Guindos, en la que le mostraron su auténtico pavor a la vuelta a las andadas.
Para bien o para mal ya nada será igual. El 21-D no es sólo una decisión entre distintas opciones políticas. Es casi una elección entre dos formas de ver el mundo.
Lo que ocurra tendrá repercusiones no sólo en la comunidad autónoma que junto a Madrid supone el motor de la economía española, sino en toda España. Será una guía para el independentismo vasco y supondrá un terremoto interno para algunos partidos como el PP o Podemos si el PPC y Catalunya En Comú-Podem sufren el descalabro que auguran algunos sondeos.
Los ojos de Europa estarán puestos en el resultado de estos comicios históricos. Todos los movimientos independentistas (desde Escocia a Córcega, pasando por Flandes o la Padania) tienen a Cataluña como referente. La victoria del independentismo no sólo daría oxígeno a los movimientos separatistas que ya existen, sino que alimentaría al populismo que cuestiona a la Unión Europa como un club de estados soberanos fuertes.
El triunfo final se va a jugar en unas decenas de miles de votos. Un buen resultado del constitucionalismo (que se concretaría en superar los 60 escaños y evitar la mayoría absoluta de de los independentistas) facilitará la recomposición de la convivencia en una sociedad más polarizada que nunca, pero, aun con todo, las heridas del procés tardarán años en cicatrizar.
¿Ganará el seny o la rauxa? Lo sabremos en unas horas.
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