No puede ponerse uno amante, ni padre, ni hijo, ni muerto de amor, ni loco de celos, ni artista raptado por la musa, ni niño salvado por la mujer. Es una pena porque, tan varón dandi como la colonia, es lo que mejor nos sale al escribir de la mujer. No puede uno ponerse así, poeta de balcón, escolar con bigotillo, ligón de ateneo, machito de flor con servilleta. Ni hablar científicamente de las mujeres, cuyos nombres han marcado nuestras edades como nudos de ramas, desde que éramos niños y no existía otra cosa que llegar a la mujer, al seno egipcio de la madre o a los labios de chicle de aquella compañera que tenía en las manos y en los ojos todos los sargazos del mar y todas las minas cerradas de la vida; la mujer a la que siempre hemos deseado y temido.
La Mode cantó en los ochenta al “eterno femenino”, aquello que “daba miedo a Leonardo y a Amiel”, decían. Miedo venerable, el que da lo extraño, lo maravilloso, lo inevitable y lo poderoso, un error que arrastra mi cuerpo de hombre sexual y cultural. Un miedo que desaparece si uno no mira ninfas ni madonas ni brujas, sino sólo contempla a su igual al otro lado de la naturaleza como al otro lado de una cascada. Pero aún no miramos así, aunque lo proclamen libros bordados como violas y capitolios donde siguen mandando los hombres igual que en barberías.
El miedo hizo a las primeras sociedades patriarcales imponer la sumisión sexual de la mujer
El miedo hizo a las primeras sociedades patriarcales imponer la sumisión sexual de la mujer para controlar la angustia de la descendencia legítima, el linaje y la herencia. Tanto nos sobrevive eso que el primer insulto para una mujer sigue siendo “puta” y para un hombre, “cabrón”. Han decaído los linajes, pero la consideración del hombre y la mujer sigue condicionada por ese miedo del macho a la cornamenta, siquiera simbólica. Aún existe esa pulsión de control, ese miedo a la libertad sexual de la hembra, a su independencia, y es la que limita el resto de sus libertades. No se fijen en los ideales, observen a su alrededor.
Mirarlas como iguales. Y el hombre no mira todavía así a la mujer. No lo suficiente. No como debería ser. Por eso a veces la mujer debe atravesar esa cascada, poderosa y bellamente, como un gran gamo, para mostrarnos la naturaleza completa. Eso debe ser este 8M, no un día de jarana o revancha, sino un momento esclarecedor y reconciliador de la humanidad consigo misma. Digo que debe ser, no que sea. Resulta que la humanidad no se divide ni siquiera en hombres y mujeres, sino en muchos más clanes e intereses.
Este 8M no debe ser un día de jarana o revancha, sino un momento esclarecedor y reconciliador de la humanidad consigo misma
Sale la mujer como de su río nocturno para decir que hay desigualdad y discriminación; que se castiga su maternidad y su libertad; que si el dinero, el acoso, el abuso y la violencia están tan brutalmente desequilibrados entre los sexos, no es casualidad. Sale la mujer, las mujeres, que son muchas y diferentes, y dicen esto u otras cosas. Las mujeres no sólo son una fuerza histórica, sino política. Así que hay quien saca de camino su dogma, su librito, sus fantoches, su manifiesto horroroso, su saco comunero con todas las mujeres iguales como nueces. Las del comunismo con perspectiva uterina (el capitalismo es testicular), o las del puritanismo hembrista que pretende decirles a las demás mujeres si pueden o no enseñar el culo cuando les dé la gana, o les prohíbe posar con una moto o anunciar un perfume que les parece un falo oriental.
Todo eso que vuelve a atar a la mujer a otra reja lorquiana. Y están las del chocho vegano, las de la gramática engollipada, las de cortar pichas alegóricas o no, las de la criminalización del varón, demonio de la historia. También se levantan otras que no están de acuerdo y hablan de victimismo, de la mujer reconcentrada en sentirse un ser indefenso. Olvidan que a veces no se puede elegir no ser víctima, que hay otra brecha de clase, que las niñas bien no suelen tener que decidir entre una carrera o comer o tener hijos, porque lo hacen todo y además tenis.
Ni muñecas ni secta de amazonas castrantes. Ni cuadro japonés ni cartelería anarcovaginal. Ésa no es la visión completa de lo humano que yo reclamo. Veremos esa reivindicación sólo en parte. A pesar de todo, reconoceré a mis iguales, a la naturaleza que me devuelve la mirada de lo que soy, de mi humanidad dividida desde el principio en dos conchas, como un antiguo orbe celeste. Aún no nos vemos los hombres y las mujeres como deberíamos. Hay que acercarse desde ambos lados de la cascada, para que desaparezca ese miedo que tenía Leonardo, y también el otro que creo que tienen las del heteropatriarcado y el banderín de braga.
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