Caminó en silencio, solo, aturdido y hundido en el dolor. Acababa de suceder lo que su padre le había advertido semanas antes, aquello por lo que le pidió que si ocurría debería hacerse cargo de la familia. ¡Cómo iba a hacerlo si era un adolescente de 17 años!, pensó entonces. Pero Iñigo acababa de ser testigo directo de que la carta que hacía unos días le mostró, la de la amenaza de muerte con el sello de ETA que había ocultado a sus hermanas pequeñas, se había ejecutado. Los escasos 800 metros que le separaban de su casa se hicieron interminables. El sonido de la lluvia de balas, de los 35 casquillos 9 milímetros Parabellum, que le habían paralizado y que la carpeta del colegio había logrado esquivar milagrosamente aún retumbaban en sus oídos. Aquella era la última vez que su padre le llevó al colegio. En realidad, nunca llegó.
La calle seguía desierta. Ya en casa, llamó a la puerta y abrió su madre, Pilar. No tuvo que dar explicación: “Es papá, ¿verdad?”. Ella bajó, en bata, corriendo al lugar donde le había indicado y yacía acribillado su esposo. Después, a Iñigo le sobrevino el vacío y la pregunta que desde hace 36 años le atormenta, “¿por qué?”. Tampoco el saber quién lo ha resuelto, ni probablemente lo hará nunca.
El de su padre es uno de los casi 350 asesinatos de ETA que siguen sin culpables. Ocurrió el 5 de mayo de 1982 en el barrio de Begoña de Bilbao. Aquella mañana ETA había decidido dar una nueva vuelta de tuerca al proyecto de la central nuclear de Lemóniz cuya construcción estaba a punto de concluir. Lo hizo asesinando a Ángel Pascual Múgica, de 45 años, director del proyecto de construcción. Hacía sólo quince meses que la banda había secuestrado primero y asesinado después, -el 6 de febrero de 1981-, a uno de sus amigos y compañero de trabajo, José María Ryan, director de operaciones de Lemóniz.
Después de enseñarme la carta me dijo que si le ocurría algo me hiciera cargo de la familia. ¿Cómo? Sólo tenía 17 años...
Aquel fue el día en el que en casa de los Pascual Ramos se instaló el miedo. Hasta entonces, pese a que la amenaza y la presión social sobre Lemóniz era creciente, la vida era más o menos llevadera. Lemóniz acumulaba ya una bomba que mató a uno de sus 6.000 trabajadores, además de una presión social creciente. Pero en la Euskadi de 1981 la resignación se había vuelto doméstica, ETA asesinaba cada semana una o dos personas y lo que se vivía en la central se asemejaba a lo que se padecía en otros ámbitos.
La carta amenazante
Ángel Pascual sabía que a partir de entonces, del cruel asesinato de Ryan, el amigo de su padre, él se situaba en el punto de mira de ETA. Por si tuviera alguna duda, la banda se encargó de dejárselo por escrito: “Recibió una carta diciéndole que le iban a asesinar. Me la enseñó y me preguntó qué opinaba. Yo le contesté que debía dejar el trabajo”, recuerda Iñigo. Pero a su padre nadie le había regalado nada en la vida y no estaba dispuesto a abandonar el empleo que tanto le había costado obtener y en el que creía por la amenaza de unos criminales”. La central cuya construcción dirigía y que debía haber legado al fallecido Ryan estaba a punto de terminar y de comenzar su fase en pruebas. Incluso confiaba en que un cambio de actitud del PNV que percibía en torno a la energía nuclear reconduciría el ambiente de tensión.
Aquellos fueron los quince meses más complicados de su vida. Su escolta se reforzó y se ampliaron las medidas de seguridad. Para entonces Ángel Pascual sentía la muerte rondando. “Esos meses estuvo especialmente nervioso, irritable, se enfadaba por cualquier cosa. Todos vivíamos en un clima de miedo y tensión. Mi madre lo pasó fatal. Fue muy duro”, asegura su hijo mayor. Aquel País Vasco en convulsión permanente, oscuro y triste, asfixiaba demasiado. Ángel y Pilar, junto con sus cuatro hijos, sólo respiraban aliviados lejos de allí, en Sartaguda, la pequeña localidad navarra donde encontraban algo de oxígeno: “Mi padre sólo se relajaba allí, con sus amigos y su cuadrilla. Ir al pueblo era su válvula de escape. Allí se vaciaba hasta el domingo por la tarde, cuando tocaba volver a Bilbao. De regreso, nadie decía nada en el coche, íbamos en silencio. Todos callados. A la ida solíamos ir cantando, pero a la vuelta… Era muy duro”.
Cuando íbamos al pueblo, el único lugar donde se relajaba, lo hacíamos cantando. Al regreso, en el coche nadie decía nada"
Fue en Sartaguda, en la frontera con La Rioja, donde empezó todo. Allí nació su abuela paterna, Carmen. Conoció en Logroño a su abuelo, Timoteo, y ambos se instalaron en la pequeña localidad navarra de apenas 1.300 habitantes. De ideología republicana, Timoteo se refugió en Francia durante la guerra civil. Sus dos hijos nacieron en tierra gala. El pequeño Ángel lo hizo en Macon, en la Borgoña. Terminada la contienda la familia regreso a España. A Timoteo el campo nunca le atrajo y no tardó en buscar otro destino más urbano que Sartaguda; Bilbao. La ciudad industrial, boyante económicamente, parecía un destino adecuado para probar fortuna y salir de la precariedad. Trabajó en una camisería y fue portero de la Feria de Muestras. Su esposa contribuía a la economía familiar zurciendo camisas. Una vida austera que hizo que Ángel, el futuro ingeniero de Lemóniz, se pusiera a trabajar desde los 14 años. Su primer empleo, poner bobinas a motores eléctricos.
Trabajar por la mañana, estudiar por la tarde. Así transcurrió su juventud. Brillante en los estudios, no tardó en sacarse el título de perito y el de ingeniero poco después. Una preparación que le permitió una carrera meteórica en una de las compañías con mayor proyección del momento en Euskadi: Iberduero.
Todo se torció el día en el que ETA y su entorno decidieron que emprenderían una batalla a muerte contra la energía nuclear. Las primeras amenazas apenas fueron tenidas en cuenta. Aquellos años la tensión política y social era una realidad demasiado cotidiana. Pero en las visitas que José María Ryan y su mujer, Pepi, a casa de los Pascual el tema fue adquiriendo relevancia. “José María era nuestro amigo, solían venir a cenar a casa”.
Mi padre no estaba dispuesto a dejar el trabajo, le había costado mucho llegar hasta ahí y creía en lo que hacía"
Hoy Iñigo tiene 53 años y lo recuerda con nitidez. Aquella encomienda días antes de ser acribillado por un comando terrorista mientras le llevaba al colegio le pesó durante años. Debería hacerse cargo de la familia, de cuidar de su madre y de sus tres hermanas pequeñas. Sólo era un joven de 17 años con jornadas maratonianas entre el colegio, la escuela de idiomas, el conservatorio y los deberes del colegio, y que no podía imaginar convertirse en cabeza de familia por una circunstancia así.
Dar la noticia
“De aquella mañana me acuerdo todos los días de mi vida. Todos”, asegura. Como de costumbre, iba cansado en el coche. El Renault 18 blanco en el que su padre le acercaba hasta la parada del autobús escolar era el mismo que al final del día volvería para recogerle. Esa mañana les acompañaba la escolta, la que les habían puesto desde hacía meses. Serían las 08.00 horas y viajaba de copiloto. Cuando apenas habían avanzado unos cientos de metros un coche les bloqueó el paso y otro hizo lo propio con los escoltas. “De él se bajaron dos pistoleros y otro que estaba escondido y empezaron a disparar”. A su padre lo acribillaron. A él, sólo lo hirieron en una mano, la misma que lleva en cabestrillo durante el funeral en Sartaguda.
“Durante unos segundos te quedas paralizado. Piensas, ‘esto no me puede estar pasando a mi’ mientras oyes los tiros. Ocurre todo muy rápido. Luego reaccionas, es cuando gritas asesinos, pero ellos ya se han ido”. Sólo después fue consciente de lo que acaba de ocurrir. “Recuerdo que abracé muy fuerte a mi padre, llorando. Lo que más me costó fue ir a dar la noticia a mi madre y a mi hermana”.
De aquella mañana me acuerdo todos los días de mi vida, todos. Lo peor fue ir a dar la noticia a mi madre y mi hermana"
Han pasado casi cuatro décadas y sigue sin comprender por qué ETA decidió matar a su padre, “una buena persona, inteligente, válido para la sociedad y que políticamente ni se había pronunciado, yo nunca supe ni qué votaba”.
El drama acababa de comenzar. Sin padre y lejos de Euskadi, en Madrid, viuda y huérfanos tuvieron que aprender a vivir de nuevo. Nada sería igual. Iñigo aún revive con dolor las noches interminables, llorando, que durante meses compartieron al pie de su cama su madre y él. O cómo cambió la vida de la familia. Una de sus hermanas comenzó a encerrarse en sí misma, a no relacionarse con nadie. Otra padeció de bulimia hasta perder casi 30 kilos. “Mi madre por las noches se levantaba para ver si respiraba, fueron años horribles”, recuerda. Y él, entre el dolor y los estudios, se esforzaba por aprender a marchas forzadas en cumplir la promesa hecha a su padre.
En la lista de recuerdos ingratos destaca aquel comentario de un compañero de colegio que días después le dijo que el asesinato de su padre era “un mal necesario”. O los insultos que años más tarde, con motivos de las concentraciones de Gesto por la Paz tras cada atentado, y en las que participó, tuvo que soportar de simpatizantes de la izquierda abertzale.
Al menos, la empresa se portó bien con ellos. Al contrario que otras muchas víctimas del terrorismo, Iñigo asegura que están muy agradecidos a Iberduero por haber dejado un sueldo digno a su madre para sacar adelante a la familia. “Muchas viudas provocadas por ETA en cambio no pueden decir lo mismo, se quedaron con pensiones miserables, en eso nosotros tuvimos suerte”, lamenta.
El perdón imposible
Hoy Ángel Pascual tendría 81 años y 7 nietos con los que jugar. Es ahora cuando algunos de ellos quieren saber quién fue su abuelo y cómo murió. Por ahora las explicaciones son sencillas y las mínimas imprescindibles. “Yo he tenido clarísimo que esta desgracia que he vivido debía morir conmigo. Bajo ningún concepto mis hijos tienen que vivir lo negativo que hemos pasado. He procurado no trasmitirles ningún sentimiento de odio. Claro que queremos justicia, pero no odiamos”.
Iñigo incluso está dispuesto a perdonar si se lo piden quienes mataron a su padre, pero “tendrían que pedir un perdón sincero y ayudar a esclarecer crímenes y a la construcción de una memoria justa". "Si fuese así yo les perdonaría, me ayudaría a vivir con más paz interior”.
Por el momento no hay a quién conceder el perdón. Del asesinato de su padre y del que él salió herido no hay pistas sobre sus autores y mucho menos condenados por ello. Se trata de uno de los muchos crímenes que ha prescrito. Lo más que supo es una llamada personal de un policía que les aseguró que uno de los autores lo habían matado en Cabo Verde. “Es lo que hemos conseguido saber”.
La de ETA ha sido la peor forma posible de pedir perdón"
El día que ETA hizo público su comunicado de perdón selectivo a las víctimas reconoce que comenzó leyéndolo con alegría y termino con una profunda tristeza: “Era la peor forma posible de pedir perdón. En esas condiciones yo no puedo perdonar. ¿Dónde estaba mi padre, entre los que murieron circunstancialmente o entre los que había que asesinar?”. Como otras muchas víctimas, él también es de los que viven con profunda tristeza el final de ETA. "Me preocupa que haya contraprestaciones y que ahora se escriba la historia como no debería escribirse”, asegura.
El epílogo de la historia más cruel jamás vivida en Euskadi y en España Iñigo lo afronta en el refugio de su padre, en Sartaguda. Es allí donde está enterrado y donde hoy viven él y su madre. Los recuerdos no le han abandonado, le siguen golpeando la memoria, pero al menos se consuela en que a su madre sí comienzan a dejarle. Para ella la enfermedad se ha convertido en algo así como aliado para no seguir sufriendo. "Padece de Alzheimer y a veces creo que es mejor así, para que no se acuerde tanto de su marido, si no la pobre estaría triste todo el día”. Han pasado 36 años y sus preguntas siguen ahí, sin respuesta y los 35 casquillos que cambiaron su vida y la de los suyos, sin responsables.
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