Ese día se hizo de noche y oscureció todos los que vinieron después. Se impuso el silencio aplastante que acompaña al miedo. Así han pasado 20 meses de penumbra y, por ahora, el sol sigue sin asomar. El temor aún impide hablar. Comenzó en el suelo de esa calle de Alsasua, en aquella agresión, fue allí donde la libertad se marchó, la expulsaron, y no ha regresado aún ni para su hija ni para ellos. La madrugada del 15 de octubre de 2016, en el exterior e interior del bar Koxka, todo se acabó y empezó el infierno. Lo hizo en el mismo pueblo que les había acogido hacía veinte años cargados de ilusiones y sus maletas repletas de proyectos imaginados en su Ecuador natal. Ahora, en el pueblo, en el suyo, en el de su hija, les han obligado a volver a hacer las maletas... para expulsarlos.
Sus vecinos han elegido y la mayoría, al menos los más ruidosos y movilizados, lo han hecho en favor de los agresores e ignorando a los agredidos. Y la presión no cesa. El próximo día 16 se ha convocado una macromanifestación en Pamplona en apoyo a los co denados, a ellos, a las víctimas, se les volverá a olvidar. En este tiempo muy pocos les han trasladado su apoyo. La distancia y el silencio se ha impuesto. No pocos les sitúan en una suerte de tribunal de justicia que ha declarado culpables a “nuestros jóvenes”, a los ocho de Alsasua, a los ocho condenados por agredir a dos guardias civiles y sus parejas. Una de ellas sigue en el cuartel a la espera de nuevo destino, la otra, ha tenido que abandonar Alsasua. Oscar está en un nuevo destino y María José ya no vive en su pueblo, en Alsasua. Ahora, son sus padres los que pronto dejarán de hacerlo tras dos décadas residiendo en él.
Vivir así no es fácil. Ha sido un año y medio con una montaña de miradas incómodas, con encontronazos inquietantes en la calle o el supermercado y con amenazas en forma de ataques a sus bienes, pancartas frente a su casa o advertencias para guardar silencio y no delatar. Veinte meses en los que aún no se explican cómo han pasado de ser las víctimas a que muchos los consideren culpables. Veinte meses escuchando camino del trabajo gritos de vecinos proferidos desde la otra acera: "¡traidores!", "¡fuera de aquí!" o "¡el pueblo no perdona!".
Han sido veinte meses de presión, de gritos desde la otra acera de "traidores", "fuera de aquí" y de decenas de pancartas delante de casa
La cordialidad era norma en el pueblo hasta que María José, su hija, conoció y se enamoró de Oscar. Maldito amor… Y sobre todo, desde que al teniente le rompieron la tibia y el peroné y, junto a ella y otro agente y su pareja, Alvaro y Pilar, les propinaron una paliza que se ha saldado con ocho condenados, -siete de ellos en prisión-, a penas de entre 2 y 13 años. El delito no fue su amor, sólo su condición: ser guardia civil. Así lo detalla la sentencia; fueron agredidos movidos por la animadversión hacia el cuerpo.
Mensajes en las redes
Creían que con la sentencia que no vio delito de terrorismo el clima se relajaría al menos un poco, pero se ha complicado aún más. En las últimas horas, las amenazas han sido digitales. El acoso ha continuado a través de las redes sociales. Mensajes relacionados la venta de la casa y la imposición de indemnizaciones a las víctimas en la sentencia. Uno de ellos no dejaba lugar a dudas: “51.000 euros de indemnización, piso en venta un día antes de las detenciones, indemnización que, aunque se vayan, seguro que van a cobrar y a vivir que son tres días”. O incluso otro con claras referencias a su condición de inmigrantes: “Han hecho las Américas en Alsasua acusando y encarcelando a inocentes”.
Ha sido una gota más. Pero el vaso hacía tiempo que estaba lleno, que desbordaba. La presión comenzó siendo sutil, continuó acentuándose y ha terminado por ser insoportable. J.F., el padre de María José decidió tener constancia gráfica de todo lo que les estaban haciendo sufrir. Cada mañana levantar la persiana de casa y mirar a la calle se había convertido en un pequeño suplicio. Por eso decidió crear un ‘diario fotográfico’ del acoso, una carpeta con imágenes de una parte de lo que han vivido durante los 20 meses transcurridos desde aquella madrugada del ‘Koxka’ que se llevó su libertad.
En este año y medio ha habido agresiones ante su local, han destrozado material en su establecimiento, les han rayado el coche, les han insultado en la calle y han soportado un rosario de pancartas a las puertas de su casa. Un pequeño muro situado frente al inmueble ha servido de soporte para recordarles cada día que saben quiénes son, dónde viven y advertirles de que no cejarán en su presión. Foto a foto, imagen a imagen, hasta conformar un book de la coacción con hasta 15 pancartas. Cada una con un mensaje, cada una con una estética pero todas con un solo fin: presionar a una de las víctimas y su familia, la que mejor conocía el pueblo y a los acusados, la llevaba años sirviendo cafés en el local del jubilado de la localidad.
En los últimos días la presión ha continuado en las redes, "han hecho 'las Américas' acusando y encarcelando a inocentes"
A un sencillo cartel de papel con un “Alde Hemendik”, (Fuera de aquí), le siguió un “Atxilotuak gehiago ez” (No más detenidos), un “Utzi pakean Altsasu, atxilotuak askatu, errepresiorik ez” (Dejad en paz Alsasua, liberad a los detenidos, no a la represión) o un lema repetido tantas veces a modo de advertencia, “Herriak ez du parkatuko” (El pueblo no perdonará). Tampoco han faltado las referidas a los presos de ETA, las pintadas contra el “Estado terrorista” o las que incluían lemas de apoyo a los acusados.
El epílogo de su vida en Alsasua lo escriben protegidos por cinco escoltas y con el cártel de "Se vende" colgando, en contra de su voluntad, en el balcón de casa. En este clima, el piso que este matrimonio de trabajadores adquirieron con esfuerzo ya no es un hogar, se ha convertido más bien en una cadena a un infierno que les ha arrastrado a salir de Alsasua.
Emigrar por segunda vez
A su hija, María José, de 21 años, aquello le destrozó la vida. Ella ya no vive en Alsasua. Cursa sus estudios fuera del pueblo en el que creció desde que tenía tres años y que siete como suyo. Ha aprendido a guardar silencio, a ocultar que es una de las cuatro víctimas de Alsasua. Es una necesidad más que una voluntad. En su nuevo entorno prefiere que no sepan que es una de ellas. Su desgarrador testimonio durante el juicio celebrado en la Audiencia Nacional fue fiel reflejo de que necesita dejar atrás también la segunda ‘paliza’ que se le propinó a ella y a su familia: la social. En el pueblo muchos les han retirado el saludo, otros les miran con odio y hay quienes directamente les amenazan. No son pocos los que les creen en cierta manera culpables de lo que les ha sucedido a los ocho jóvenes del municipio condenados.
Ahora son sus padres pero antes lo hizo ella. María José hace tiempo que abandonó su pueblo. Sólo acude de vez en cuando para visitar a sus progenitores. Su madre, apenas sale a la calle, sólo lo imprescindible. Teme las miradas. Su padre, tampoco atraviesa su mejor momento. El único rayo de esperanza que han visto en estos días ha sido la solidaridad de algunos vecinos, expresada con cautela y en ocasiones no sin cierto temor, y la que les ha llegado desde fuera ofreciéndoles casa donde acogerles o incluso ayuda para la búsqueda de un empleo lejos de Alsasua.
Ni siquiera tras hacer público que se ven obligados a marcharse de Alsasua han recibido el apoyo de ninguna institución en Navarra.
Escuchar que en Alsasua se vive en paz y normalidad les ha dolido. Ellos al menos no lo pueden afirmar, no ahora. No se sienten libres y maldicen que a su hija tampoco se lo permitan, que ni siquiera pueda decidir con quién desea tener una relación. Tampoco ha sido sencillo descubrir que la solidaridad con los agresores de su hija se multiplicaba social e institucionalmente mientras a ellos, ni siquiera ahora, cuando van a abandonar el pueblo, nadie les ha llamado. La presidenta de Navarra, Uxue Barkos, aseguró hace unos días que tomaría medidas para que no se vieran forzados a salir de Alsasua. Por ahora el teléfono no ha sonado. Tampoco lo ha hecho el alcalde del municipio, Javier Ollo, de quien no han recibido ni visita ni llamada alguna para interesarse por su situación.
En estos días la única visita constante ha sido la de sus cinco escoltas, con los que han aprendido a convivir desde que se conoció la sentencia. Ahora emprenden una nueva vida para salir del infierno y encontrar un nuevo hogar. Recuperar la tranquilidad, la libertad y el alivio. Se marchan con la impotencia de saber que es una injusticia, pero que abandonan Alsasua con la dignidad de no haber claudicado, de haber defendido en todo el proceso la verdad. Es hora de iniciar su segunda emigración, la de la vergüenza que un día les expulsó de Alsasua por ser los padres de María José, la chica que se enamoró de Óscar y el pueblo no se lo perdonó.
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