Si les preguntáramos a los afiliados al PP, a esos poco más de 66.000 hombres y mujeres que están al día en el pago de sus cuotas, qué les parecería si volviera Rajoy de su retiro dorado de Santa Pola para dirigir de nuevo el partido, seguramente la mayoría daría un sí por respuesta.
La clave de la falta de entusiasmo que se vive en la campaña de estas primarias sui generis es que han sido sobrevenidas, no exigidas, casi forzadas. El afiliado activo es, por lo general, un cargo público, estatal, autonómico o municipal. Y le debe su puesto, mejor o peor remunerado, al ex presidente del gobierno. A Rajoy le querían las bases, no sólo porque era la garantía del peculio, sino porque era el líder que mejor representaba la esencia conservadora del partido. Un hombre formado, buen orador, perseverante y con el colmillo retorcido. "Una buena persona que sacó a España del agujero", dice uno de esos miles de anónimos que aún no sabe a quién votar para sustituirlo.
Lo que más temen esos 66.000 peones de brega es que se rompa el partido. Me comenta Javier Maroto, que hace campaña en favor de Pablo Casado: "Cuando llegamos a una sede lo primero que nos dice la gente es que hagamos lo posible para mantener la unidad, porque lo peor que podría pasar es que el partido se rompiera en dos".
Rajoy era el líder que mejor representaba la esencia conservadora del PP
El militante, que no el votante, sabe lo difícil que es mantener una estructura que funcione en toda España. De hecho, la apertura de este proceso, tan inesperado como incómodo, ha sacado a la luz algunas de las vergüenzas ocultas de la organización. Los casi 900.000 afiliados de los que presumía Génova se han quedado reducidos a menos del 10% de esa cifra. Asistir a las sedes, pagar las cuotas, acudir a los congresos locales y regionales es algo tedioso si, como pasa en la mayoría de las organizaciones, la opinión de la base sólo cuenta si concuerda con lo que quiere el aparato.
La estructura orgánica, que ha convivido con esa ficción de una masa elefantiásica de seguidores, ahora sí que se mueve, pero en defensa de sus particulares intereses, o sea, de sus candidatos. No es difícil de adivinar para quien reclaman el apoyo las llamadas que reciben los afiliados de Castilla La Mancha, o los de Andalucía, o los del País Vasco, por poner sólo algunos ejemplos. Neutralidad, la mínima.
Y es ese ambiente de miedo a la ruptura, de temor a defraudar al jefe inmediato, de aburrimiento por la dificultad de discernir en qué se diferencian las propuestas de los aspirantes, y ante la posibilidad de que ni siquiera haya un debate, un cara a cara, que levante los ánimos de la adormecida tropa, se viven estos días finales de la batalla por ver quiénes son los dos elegidos para que los compromisarios al Congreso decidan, ellos sí directamente, quién será el sustituto de Rajoy.
Coinciden Cospedal y Casado en que el PP tiene que volver a sus esencias. Como si tras seis años de estancia en el poder hubieran dejado al partido inodoro, insaboro e insípido. La familia, el catolicismo, el rechazo al aborto, el libre mercado y, por supuesto, la unidad de España, esas son las señas identitarias que reclaman. No sé si con un programa tan ortodoxo el PP alcanzaría los 10 millones de votos que necesitaría para volver a gobernar en solitario.
Cospedal y Casado coinciden en que el PP debe volver a sus esencias más identitarias
Rajoy era conservador hasta en su conservadurismo. Era más bien pragmático. Lo que le preocupaba sobre todo era reducir las cifras de paro, que la gente pudiera vivir y educar a sus hijos. Pero era bastante más transigente en la ideología de lo que pretenden los que quieren sustituirle.
Y es que el votante de derechas en España ya no es como a algunos militantes les gustaría que fueran. Son bastante más liberales, menos de misa los domingos y menos sectarios de lo que piensan algunos de sus detractores.
El problema es que lo que van a elegir los 66.000 pata negra del PP no es sólo a su jefe de filas, sino al que aspira a ser presidente o presidenta de gobierno. Más allá de las cábalas que puedan hacerse las distintas familias, de cómo se van a situar en el tablero, o de qué posiciones van a adoptar para mejorar su propia posición interna, lo que deberían pensar es a cuál de los candidatos podría votar más gente cuando lleguen las próximas elecciones.
Un poco eso era lo que representaba Alberto Ñúñez Feijóo. Continuidad pero, a la vez, opciones de triunfo. Su espantada, a la que él mismo da una interpretación poco creíble ("no era el momento", afirma), ha dejado al PP mirándose a un espejo partido en dos: Cospedal y Soraya.
En el PP hay un convencimiento de que entre Soraya y Cospedal no habrá nunca paz
Por mucho que las dos prometan unidad tras el Congreso, en el partido existe la convicción de que en este duelo, como en el de Pedro Sánchez y Susana Díaz, no habrá nunca paz. "Nadie confía en que pueda haber una bicefalia entre Soraya y Cospedal. Los que las conocemos, sabemos que eso no es posible", afirma un dirigente con despacho en Génova.
Sobre ese escenario de bipolarización Casado trata de buscar la oportunidad que le de una victoria inesperada, por descarte, como tabla de salvación ante el cisma irremediable.
Ni Soraya, ni Cospedal representan la renovación que necesita el PP. Y a Casado (al margen del recorrido judicial de sus másteres) la oportunidad parece haberle llegado demasiado pronto.
El PP ha sido, junto al PSOE, el gran partido sobre el que se ha asentado la democracia en España tras la debacle de la UCD. Corrupción, al margen, ha sabido gobernar en las circunstancias más adversas y lo ha hecho con notable acierto. Ahora, más que nunca, se juega su futuro. Sólo la altura de miras de sus dirigentes, una generosidad que, hasta ahora, ha brillado por su ausencia, pueden evitar la ruptura o el cierre en falso de una crisis que, si no se soluciona bien, puede convertir a Ciudadanos en el referente hegemónico del centro derecha.
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