Soraya Sáenz de Santamaría tenía una idea fija en la cabeza: ser la primera mujer que alcanzara la presidencia de gobierno en España. Se preparó para ello a conciencia y sacrificó su vida personal a ese fin. Soraya era y es una mujer de poder. Desde su puesto de vicepresidenta tejió con paciencia y mano de hierro una red clientelar, tanto en el gobierno como en el sector privado, personas a las que favorecía en función de sus intereses o en respuesta a cómo se portaban con ella, de la que carecía el propio presidente del gobierno.
Rajoy la dejó hacer porque era la persona que él hubiera querido que le sucediese. Le permitió crear esa especie de gobierno en la sombra que incluso presumía al exhibir las credenciales de su sorayismo.
Sáenz de Santamaría usó y abusó de los resortes de mando que tenía a su alcance para labrarse esa imagen de eficiencia, solvencia y capacidad organizativa que la acompañó durante los seis años que ejerció como número dos del gobierno.
Su enemigo por antonomasia, Manuel García Margallo, no podía entender cómo su amigo Mariano no se diera cuenta de lo que estaba sucediendo ante sus narices. "Le ha sorbido el seso", concluía como única forma de explicar la excesiva permisividad del presidente ante la ocupación de zonas de influencia de la vicepresidenta.
Soraya tenía entre sus funciones la interlocución con los medios de comunicación y fue consciente desde el primer momento de lo que eso significaba. La proximidad a los grandes editores y propietarios de medios la hizo entender cuán dúctiles son algunos al halago o las confidencias, y qué sencillo resultaba a cambio de esa cercanía el trato amable o la protección cuando arreciaba la tormenta.
Su aspiración era alcanzar la presidencia del gobierno, ser la primera presidenta de España. Lo sacrificó todo -incluso su vida personal- a ello y tejió una tupida red clientelar que la protegió
Esa era una de las críticas que el bloque antisorayista manifestaba de forma más explícita en privado, claro. Mientras que algunas cadenas de TV le atizaban duro al gobierno, por la razón que fuera, la vicepresidenta aparecía inmaculada, como si formara parte de un equipo diferente.
El antisorayismo, que fue creciendo poco a poco -primero se llamó G-5 y acabó siendo el G-8 (por el número de los ministros que lo componía)-, no tenía más denominador común que el intentar poner freno al exceso de poder de la número dos. Como compensación, Rajoy nunca dejó del todo de lado a María Dolores de Cospedal, a la que él nombró secretaria general del PP y, finalmente, hizo ministra de Defensa. Pero ella y los que la apoyaban sabían que la favorita era otra. Que si tuviera que elegir, Mariano siempre optaría por Soraya.
Tal vez porque su enemiga íntima era la que mandaba en Génova, o tal vez porque creía que no le hacía falta para lograr sus objetivos, Soraya no se caracterizó precisamente por hacer vida de partido. Cuando Cospedal hablaba en las primarias de "los que nos hemos partido la cara por el partido" estaba lanzándole un dardo envenenado a su competidora. "Mira como Bárcenas a ella nunca la ha tocado", se lamentaba Cospedal ante sus fieles. Y siempre aparecía el nombre de la jefa de gabinete de la vicepresidenta, María Pico, como la mujer que nunca perdió la interlocución con el ex tesorero y con su esposa, Rosalía Iglesias, con la que mantenía amistad y confidencias.
Como nuestra particular Hillary Clinton, pero de Valladolid, Soraya pensó que el apoyo del stablishment político/económico era suficiente como para alzarse con la candidatura en el PP y, a renglón seguido, convertirse en presidenta.
Entre los resortes que le proporcionó Rajoy para controlar una ignota parcela de poder y de información estaba el CNI. Aunque su primera intención, nada más llegar a Moncloa, fue prescindir de Félix Sánz Roldán, que había asumido el cargo tras la dimisión forzada de Alberto Saiz, luego optó por renovarle en el cargo. Yo te mantengo, tú me ayudas. En asuntos de Estado ya se sabe que la exhibición de poder es, a veces, tan efectiva como el poder mismo. Tocar a Soraya era meterse en un lío. ¡Ay la información cuantas bocas ha callado en este país!
El expediente de Sáenz de Santamaría hubiera sido impecable de no haber sido por Cataluña. Rajoy le encargó una tarea imposible: la llamada Operación Diálogo con los independentistas. Hasta montó una oficina en Barcelona a la que iba de vez en cuando. Su interlocutor de cabecera era Oriol Junqueras, ahora en la cárcel acusado de un delito de rebelión.
Cuando hace un año se aproximaba la fecha fatídica del 1-0 fue Soraya, con información del CNI, la que le dijo al presidente aquello de "no hay urnas ni las habrá". La metedura de pata y todo lo que ello trajo consigo achatarró el prestigio de la vicepresidenta. Su fama de eficiente gestora quedó en entredicho.
Se va una mujer brillante, hábil, que sabe cómo generar esa sensación de miedo que sólo los hombres y mujeres de poder saben crear a su alrededor. En el PP pocos la echarán de menos
Luego intentó, ya cuando la moción de censura se veía triunfadora, que Rajoy dimitiera y la propusiera como presidenta del gobierno en funciones, a lo que se opuso con uñas y dientes Cospedal. El presidente, al que tanto costaba optar por una de las dos, se refugió en el restaurante Arahy en aquella tarde para olvidar, pero finalmente prefirió dimitir, marcharse, para que el partido decidiera entre las dos.
Contra todo pronóstico, ni Soraya ni Cospedal ganaron el Congreso, sino que fue un joven aguerrido que se atrevió a dar el salto a la arena prometiendo orgullo de partido y unidad. La vicepresidenta nunca valoró en sus justos términos el coste que tiene en política la arrogancia. Esa fue, en última instancia, la causa de su derrota.
Ahora ha decidido marcharse de la política. En este PP no es que no tenga hueco, es que su sueño de alcanzar la Moncloa ha quedado frustrado tal vez para siempre. Y ella no vale para ser una comparsa de nadie, nadie que no sea Rajoy.
Se va una mujer brillante, valiente, hábil, que sabe cómo generar esa sensación de miedo que sólo los hombres y mujeres de poder saben crear a su alrededor. En el PP pocos la echarán de menos.
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