Todos se han marchado, los políticos y los agresores. El domingo la persiana permaneció bajada y el corazón encogido, una vez más. Lo ha hecho muchas veces en los últimos dos años. En Alsasua ya no hay ruido, no hay gritos, ni encapuchados por doquier. Sólo algunos vecinos intransigentes, sin capucha pero armados de miradas incómodas, gestos de desprecio y frases de reproche. Tras el acto de ‘España Ciudadana’, en el que se reivindicó la libertad, también en Alsasua, el miedo en casa de Juan Francisco y Pilar no se ha marchado. Sigue ahí, como desde los últimos 25 meses. Es el inquilino oscuro que convive en casa de los padres de María José desde hace dos años. Deambula por el pasillo, por sus vidas y no parece tener prisa por abandonarles.
Al miedo se suma el temor al olvido. El domingo, mientras la Guardia Civil y la Policía Foral contenían a cientos de personas, ex presos de ETA como Josu Zabarte, el ‘Carnicero de Mondragón’ incluidos, Juan Francisco y Pilar esperaban un gesto, un recuerdo hacia ellos. No lo escucharon. Dolió.
La falta de libertad en la que viven es una suerte de supervivencia de la que no pueden escapar. Lo intentan pero es imposible. Desde que la madrugada del 15 de octubre de hace dos años a su hija y su novio les agredieron, por ser guardia civil, la desgracia y el acoso se ha cebando con ellos. Sienten que están cumpliendo su particular ‘pena de prisión’ y que lo hacen en la cárcel de su propia casa. La condena social dictada por el tribunal popular que controla Alsasua ha hecho que apenas salgan de casa, sólo lo imprescindible.
Tampoco se atreven a hablar, “no por ahora no, quizá más adelante”, aseguran a El Independiente. Quizá cuando logren salir de allí... Tiene miedo a que todo pueda complicarse aún más si abren la boca.
De las cuatro víctimas directas de la agresión, y las indirectas como ellos, son los que se encuentran en una posición más débil, más frágil. Su hija vive ya exiliada lejos de Alsasua, su novio cambió de destino a un cuartel de Aragón y la otra pareja agredida vive al menos bajo la protección del cuartel de la Guardia Civil en el pueblo. Ninguno de ellos se ha recuperado del todo.
Sin salir de casa
En cambio, Pilar y Juan Francisco siguen viviendo en el corazón de Alsasua, en el piso que con tanto esfuerzo compraron cuando llegaron de Ecuador con su hija de tres años. Una vivienda sobre el que pesa una pesada hipoteca que les ata. 18 años después, se ven encerrados en casa, casi secuestrados, sin apenas salir a la calle. No es su única pena. Desde la noche que lo cambió todo, su vida se ha torcido demasiado. José Francisco ha perdido su empleo, su esposa Pilar tuvo que abandonar la gestión del bar del hogar del jubilado del pueblo cuya licencia había ido renovando y su hija María José se ha tenido que exiliar a cientos de kilómetros del pueblo en el que creció.
Ahora su única esperanza es salir de allí, pero ni sus condiciones económicas ni laborales se lo permite. Hasta que eso pueda cambiar, siguen resignados a respirar miradas amenazantes, leer pancartas de acoso frente a su casa y a sentir el frío vacío social de un municipio en el que muchos de sus vecinos les consideran culpables de la condena a los ochos agresores, “los ocho jóvenes del pueblo”, siete de los cuales están en la cárcel. “Si María José no hubiese denunciado no estarían en la cárcel…”, les reprochan. Son los mismos que intentaron amedrentar a la joven meses antes del juicio, a su padre en el trabajo y a toda la familia creando un clima irrespirable a su alrededor.
La casa que hace meses pusieron a la venta, convertida en su salvavidas económico para escapar de Alsasua, continúa sin comprador. Y lo que es peor, sin interés en adquirirla. Se trata de un piso “contaminado” en el pueblo… el piso de los padres inmigrantes de una joven que un día tuvo la mala fortuna de enamorarse de un joven cuya profesión era la de Guardia Civil. Amar a un agente de la benemérita nunca estuvo bien visto en Alsasua. Incluso María José, siendo apenas una adolescente, sabía que su pecado le pasaría factura. Jamás imaginó que tanta.
Hoy ella ha logrado huir, salir de Alsasua. Lo intentó primero en Vitoria, procurando siempre no ser reconocida, identificada… no lo logró. En su segundo exilio de Alsasua, con el trabajo obtenido en un centro comercial, no sólo comienza a rehacer su vida, y recuperarse del estrés postraumático que padece desde aquel día. Es difícil erradicar de su memoria recuerdos de la agresión, como los que detalló en el juicio, los grupos de “putos pikoletos, es lo que os merecéis” mientras les golpeaban están marcados a fuego en su memoria. Lo describió como un infierno en el que se veía “sola, humillada, traicionada; llegue al límite de no ver salida y tratar de quitarme del medio, era mi única forma de acabar con esto”, llegó a declarar durante el juicio.
Sin trabajo y sin esperanza
Algunos de los que participaron en la marabunta que los rodeó eran compañeros de instituto, conocidos del pueblo. Ahora María José sabe que es necesaria también para echar una mano en casa, económica y personal.
En casa de Pilar y Juan Francisco, sin trabajo y sin esperanzas de vender la casa, el temor es que se olviden de ellos. Que nadie acuda a socorrerles para salir de allí. Les angustia pensar que el tiempo deje pasar los ecos de la agresión a dos agentes y sus parejas en Alsasua, que el clima de tensión vivido el pasado domingo se olvide pronto y que el futuro que les espere sea librar solos una batalla demasiado grandes e injusta para una pareja de trabajadores que un día soñó una vida mejor fuera de su país.
Esta semana la pancarta que aparece delante de su casa hace referencia a los presos de ETA. Meses atrás el rosario de mensajes, que Juan Francisco ha fotografiado en una suerte de álbum de la vergüenza, que a modo de mural se han ido colocando frente a la vivienda, ubicada en pleno corazón del municipio ha sido variado y siempre en términos de agresión; “Fuera de aquí”, “el pueblo no lo perdonará”… Foto a foto, imagen a imagen, hasta conformar un book de la coacción con hasta 15 pancartas. Cada una con un mensaje, cada una con una estética pero todas con un solo fin: presionar a una de las víctimas y su familia, la que mejor conocía el pueblo y a los acusados, la llevaba años sirviendo cafés en el local del jubilado de la localidad.
25 meses de acoso y rechazo
En este tiempo ante la casa, situada en el centro del pueblo y de reciente construcción, han pasado decenas de marchas de apoyo a los agresores de su hija, sintiendo cómo a su paso los gritos se avivaban. Más miedo, más falta de libertad. Es sólo la continuación de la senda de acoso que comenzaron a vivir sólo días más tarde de ocurrir la agresión en el bar ‘Koxka’. Primero fueron pintadas, luego pancartas ante el local del hogar del jubilado, destrozos contra el material del bar, después llegaron los ataques a su coche o las pintadas cerca de su casa. La situación llegó a ser insostenible, tanta que la Guardia Civil les colocó protección personal en vísperas del juicio, cuando la presión fue más dura.
Escuchar que en Alsasua se vive en paz y normalidad les sigue doliendo. No se sienten libres y maldicen que a su hija tampoco se lo permitieran, que ni siquiera pudiera decidir con quién tener una relación. Tampoco ha sido sencillo descubrir cómo mientras la solidaridad con los agresores de su hija se multiplicaba social e institucionalmente a ellos nadie les ha llamado desde las instituciones navarras y los contados gestos de apoyo en el pueblo se hagan en silencio y evitando ser visto.
Llegaron a confiar en que la sentencia que finalmente no condenó a los agresores por un delito de terrorismo rebajaría la presión. No ha sido así. Tras conocer la sentencia de la Audiencia Nacional, -entre 2 y 12 años de prisión por atentado a la autoridad, lesiones, desordenes públicos y amenazas- comprobaron que el acoso les llegaba incluso desde las redes sociales. Mensajes relacionados con la venta de la casa y la imposición de indemnizaciones a las víctimas en la sentencia. Uno de ellos no dejaba lugar a dudas: “51.000 euros de indemnización, piso en venta un día antes de las detenciones, indemnización que, aunque se vayan, seguro que van a cobrar y a vivir que son tres días”. O incluso otro con claras referencias a su condición de inmigrantes: “Han hecho las Américas en Alsasua acusando y encarcelando a inocentes”.
Ahora, Pilar y Juan Francisco sólo esperan que la pesadilla termine, que el infierno que siguen viviendo en Alsasua, el pueblo del que no pueden salir, concluya. Un empleo, una oferta por el piso, se convertiría en su esperanza para rehacer su vida, iniciar su segunda emigración en busca de una vida mejor tras la que emprendieron hace 18 años desde Ecuador a un pequeño pueblo de la Sakana navarra.
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