Sí, Franco fue un dictador. Gobernó de forma autoritaria España durante casi 40 años. Fue el responsable de unas 40.000 muertes como consecuencia de la brutal represión que, tras la Guerra Civil (1936-1939), desató su régimen contra anarquistas, comunistas, socialistas y republicanos. Unas 300.000 personas se exiliaron tras la guerra. El franquismo, además, encarceló a unos 270.000 opositores. Son cifras que no dejan margen a la justificación. Por no hablar de la falta de libertad, la miseria, el adoctrinamiento en la educación, el aislamiento internacional o la ramplonería cultural que España sufrió con mayor o menor grado durante las cuatro décadas que el caudillo impuso su ley.
Franco, a diferencia de Mussolini o de Hitler, no alcanzó el poder apoyado por un potente partido de masas. El suyo fue un régimen militar, nacido de una cruenta guerra fratricida. Con su espíritu práctico, el Generalísimo, como se hacía llamar, carecía de una visión política sobre la que edificar un proyecto para España. Usó a la Falange (que era lo más parecido que había en España a un partido fascista) cuando le convino, al igual que a la Iglesia católica o a los tecnócratas del Opus Dei, pero su fuerza siempre residenció en su férreo control sobre las fuerzas armadas. Hubiera sido feliz si España se hubiera convertido en un gran cuartel, disciplinado, austero, con una única meta: defender a la patria del comunismo, en una especie de misión espiritual e histórica encomendada por Dios.
Francisco Franco Bahamonde (El Ferrol, 4 de diciembre de 1892; Madrid, 20 de noviembre de 1975) pudo haber formado parte del eje Berlín-Roma en la Segunda Guerra Mundial, como deseaba su cuñado Serrano Suñer, bien conectado con el partido nazi, pero no lo hizo porque Hitler no asumió las peticiones de España para entrar en el conflicto (como la recuperación de Gibraltar) y porque España tampoco podía aportar gran cosa desde el punto de vista militar a los poderosos ejércitos de Alemania e Italia tras el duro desgaste de una guerra que duró casi tres años.
Se decía que Franco tenía baraka (bendición en árabe) y algo de verdad debía de haber. Cuando era capitán de Regulares en Marruecos, con sólo 24 años, fue gravemente herido y estuvo a punto de morir, pero se salvó. Tampoco era el predestinado para dirigir el alzamiento contra la República, pero la muerte en accidente aéreo del general Emilio Mola le dejó expedito el camino a la jefatura del futuro Estado nacional católico. La neutralidad forzada en la Segunda Guerra Mundial evitó una nueva sangría y, aunque tras la derrota de Hitler el régimen sufrió un prolongado aislamiento internacional, al final el franquismo logró firmar un acuerdo con la Santa Sede y con Estados Unidos que le proporcionó a Franco el oxígeno que necesitaba para el inició de la mejor etapa de su régimen desde el punto de vista económico: la que va desde el plan de estabilización de 1959 a la primera crisis del petróleo de 1973. En plena euforia desarrollista, el caudillo tuvo la fortuna de acertar un boleto de catorce en las quinielas, a las que era muy aficionado.
La izquierda vivió con alivio, pero también con cierta frustración, el hecho de que Franco muriera en la cama
Pero Franco murió en su cama, es verdad que de forma bastante penosa, para decepción de la izquierda. Relata el que fuera dirigente comunista Jorge Semprún en su Autobiografía de Federico Sánchez: "Iba a Madrid, a asistir a la muerte de Francisco Franco Bahamonde. Iba como espectador, pero eso no me era particular. Todos íbamos a ser espectadores, pasivos espectadores del final de un régimen que nos había sido imposible derrocar".
La izquierda, y decir la izquierda en la España de finales de los 60 y principios de los 70 era decir el Partido Comunista de España (PCE), pretendía el derrocamiento del régimen mediante una huelga general. Pero sus intentos para lograrlo, a pesar de conseguir un notable seguimiento popular en condiciones de dura represión, concluyeron en fracaso. Tan sólo unos meses antes de la muerte de Franco, en la Conferencia Nacional del PCE, en la que se aprobó su Manifiesto-Programa, su secretario general, Santiago Carrillo, afirmó: "Contra toda fórmula continuista, la alternativa democrática seguirá siendo nuestra solución. Si se produce la sucesión juancarlista, aprovecharemos el debilitamiento de toda la estructura de poder para imponer, con las masas en la calle, los objetivos democráticos que reclama la sociedad española hasta culminar en la revolución política que acabará con todos los restos del poder dictatorial".
Era el planteamiento de la ruptura, al que Podemos, ahora con la boca pequeña, apela para desdeñar la etapa de la transición política.
La izquierda, capitaneada por el PCE de Carrillo, aceptó la bandera y la monarquía por temor a que se produjese una involución del Ejército
Pero Carrillo tenía un enorme espíritu práctico. Sabía que la legalización del PCE (que se produjo el 9 de abril de 1977) iba a provocar el rechazo de gran parte de la cúpula militar, que seguía siendo franquista. Por ello, el secretario general de los comunistas hizo concesiones impensables para la mayoría de sus camaradas, como la aceptación de la bandera nacional o la monarquía. Con su tradicional habilidad, Carrillo lo argumentó afirmando que en la opción en aquel momento histórico no estaba entre monarquía o república, sino entre dictadura o democracia.
Las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco (junio de 1977) dieron el triunfo a un partido de nueva creación y de corte liberal, la Unión de Centro Democrático (UCD), liderada por Adolfo Suárez, un hombre que, junto al Rey Juan Carlos y el propio Carrillo, fue el artífice de la llamada transición.
La UCD no tenía nada que ver con Franco. El único partido que no renegaba del todo del franquismo era Alianza Popular (AP), creada por el ex ministro de Franco Manuel Fraga y en cuyas listas figuraban otros seis ex ministros del régimen, lo que hizo que a esa candidatura se la llamara la de Los siete magníficos. AP sólo logró 16 escaños en 1977. Era una representación bastante aproximada de lo que significaba el franquismo en España tan sólo dos años después de la muerte del dictador.
Durante la dictadura la presencia de Franco era una constante: su fotografía presidía las aulas de los colegios, daba nombre a calles y plazas, sus monumentos estaban en todas partes y el noticiario que estaban obligados a emitir todos los cines antes de las películas (el NODO) se encargaba de recordar a los españoles las conquistas y mejoras que el caudillo lograba a diario para el bien de España. Todo ello cambió a partir de 1977. Tan sólo los llamados "nostálgicos" se encargaban de rememorar cada 20-N la figura del jefe de la cruzada.
La mayoría de los ciudadanos quería pasar página de un reciente pasado histórico del que muy pocos podían sentirse orgullosos. A esa desfranquización política y social de la vida española colaboró de forma especial la izquierda. Esto es lo que escribió el entonces comunista Ramón Tamames en Diario-16 el 20-N de 1979: "De cara a mañana lo mejor que podemos hacer los españoles es olvidarnos de franquismos y antifranquismos. Esa es una polémica estéril... Incluso yo diría: dejemos en paz al Franco político. Situémosle en la historia, en el pasado y pongamos nuestra atención en un futuro que ha de ser de todos los que quieran trabajar para hacerlo luminoso".
Es verdad que tras el advenimiento de los primeros ayuntamientos democráticos muchos nombres de calles y plazas cambiaron, e incluso se retiraron algunas de las estatuas ecuestres del dictador. Pero durante los primeros años de la transición no se utilizó la figura de Franco como arma política. El dictador no suscitaba más que malos recuerdos.
Felipe González no cuestionó en ningún momento la transición. De hecho, la ley de Amnistía fue avalada por el PSOE y la UCD
Durante los 14 años de gobiernos presididos por Felipe González (1982-1996) Franco no figuró en su agenda política como un tema ni siquiera secundario. Fue el presidente Rodríguez Zapatero quien estableció con la Ley de Memoria Histórica (aprobada el 26 de diciembre de 2007) el reconocimiento y ampliación de los derechos de los que sufrieron la represión durante el franquismo. Dicha ley no se aprobó por consenso, ya que salió adelante con los votos en contra del PP y de ERC.
La clave para el éxito de la transición fue el consenso entre las grandes fuerzas políticas, consenso que dio lugar a la Ley de Amnistía de octubre de 1977, que ahora algunos cuestionan y que fue aprobada por una amplísima mayoría: 296 votos a favor, dos en contra y 18 abstenciones. El histórico líder de Comisiones Obreras y miembro de la dirección del PCE, Marcelino Camacho, la defendió apelando al espíritu de la reconciliación: "Los comunistas hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores".
Con la ley de Memoria Histórica de Rodríguez Zapatero se rompe el consenso de los grandes partidos sobre el franquismo
La ley de Memoria Histórica supuso, por tanto, una ruptura del consenso en relación a la posición de los grandes partidos en temas relacionados con el franquismo y la represión. Rodríguez Zapatero lo hizo de forma consciente ya que quería situar al PP como un partido heredero del franquismo. Dicha ley es absolutamente coherente con el cordón sanitario que estableció contra los populares el llamado Pacto del Tinell firmado en diciembre de 2003 por el PSC, ERC e ICV con el objetivo de alcanzar el gobierno de la Generalitat de Cataluña y que incorporaba en una de sus cláusulas la prohibición de pactar con los populares.
Esa política de ocupación del espacio democrático para situar fuera de él al gran partido del centro derecha se puso en práctica en un contexto de crisis profunda de la izquierda en Europa. El fracaso del modelo socialdemócrata tanto en Alemania como en los países nórdicos, la caída del Muro de Berlín y las políticas liberales impuestas por la Unión Europea y el Banco Central Europeo dejaron a los partidos socialistas sumidos en la indefinición.
Rodríguez Zapatero y sus asesores vieron en el arrinconamiento del PP la mejor forma de recuperar un perfil de izquierdas que se había perdido en la práctica. Desde el momento en el que el líder socialista proclamó que "bajar impuestos es una política de izquierdas" echó por tierra uno de los dogmas que habían diferenciado a los liberales de los socialdemócratas tras la Segunda Guerra Mundial.
La izquierda se redefinió sobre la base del republicanismo (en España sin consecuencias prácticas), la defensa de los derechos de las minorías y el medio ambiente.
La exhumación de Franco es algo más que una reparación histórica: con ella se le arrebata una bandera a Podemos y se tilda al PP de franquista
Resulta paradójico que ese reposicionamiento ideológico coincidiera con un aumento del sectarismo basado en la revisión de la historia y en la reapertura de heridas supuestamente cerradas con la transición.
La exhumación de Franco (al igual que la reforma de la ley de Memoria Histórica para convertir en delito la exaltación del dictador) forma parte de esa política de apropiación del espacio democrático y que, en este caso, consiste en utilizar al general que lleva 43 años enterrado en el Valle de los Caídos como un arma arrojadiza contra la derecha.
Pedro Sánchez ha convertido la retirada de los restos de Franco del monumento por excelencia de su régimen en el hito fundamental de su mandato. Sabe que con ello le arrebata a Pablo Iglesias una reivindicación que, por increíble que parezca, moviliza mucho más a los que ni siquiera vivieron durante el franquismo que a los que sufrieron.
Al igual que durante decenios Franco no apareció nunca en los informativos, ahora se ha vuelto un personaje habitual del que se habla como si acabara de dar el visto bueno a los fusilamientos de los miembros de ETA y del FRAP de septiembre de 1975.
Sí, Franco fue un dictador, pero su uso con fines políticos sectarios sólo contribuye a crispar la vida política. Seguramente, si la decisión sobre su exhumación se hubiera tomado por consenso, ahora no estaríamos hablando de esto. Pero parece que tal cosa no conviene. La izquierda ya no es anticapitalista, ahora es antifranquista.
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