Hay cierta izquierda que dejó la revolución por una concejalía roquera o una consejería de turismo. Ahí se quedó, asimilada por el “sistema”, aunque de vez en cuando removiera su banderín republicano o hiciera como un Año Nuevo chino de colores rojos y dragones con barba. Los izquierdistas parecían de repente ateneístas o vinateros de su ideología, viejos y satisfechos del resol de sus glorias y héroes. Ésa es la izquierda con la que Teresa Rodríguez nunca se sintió cómoda. Aunque nunca se sabe dónde te puede llevar el posibilismo. O el desengaño.
Teresa Rodríguez es de esa otra izquierda inquieta, caminera, pura o terca, arriesgada o radical, como el tabaco negro de la izquierda. O quizá sólo infantil. No viene apaciguada ni enseñada de la Transición, como los viejos luchadores. Ni tiene el cinismo de los nuevos escolásticos. Ha tomado el mundo en otra edad de la injusticia, o con otras medidas o estéticas para la injusticia, aunque sin perder la mitología del antidinero y del combate teológico contra imperios, papas y el Tío Gilito.
Entre el soviet y el politburó, Teresa siempre quiso el soviet, que es la apuesta perdedora de la izquierda en la historia
Ella, que nació en Rota, iba a aquellas marchas contra el americano y con 18 años, en 2000, ya estuvo en una lista de IU. Llegó a la Ejecutiva Federal, pero le reprochaba a la ortodoxia que no escuchara a las bases, así que en 2008 abandonó IU para formar parte de Izquierda Anticapitalista, cuyo nombre sí dejaba un mensaje claro, no esa confusa alfombrilla con toda la pelusa izquierdista. Había una izquierda que se convertía en maceta de balcón, en aristocracia de la chapita o en barrendero municipal, y Teresa no se quería quedar en eso. Entró en Podemos, fue primero eurodiputada, y luego, vueltos todos de la luna europea al sueño de asaltar el Cielo en España, candidata a la Junta de Andalucía contra el eterno PSOE.
Entre el soviet y el politburó, Teresa siempre quiso el soviet, que es la apuesta perdedora de la izquierda en la historia. No se le ha pasado esa querencia en Podemos, que empezó con el asambleísmo y ahora parece una sociedad limitada. El aparatismo de Pablo Iglesias no tiene más remedio que conllevar a Teresa, que arrasa contra el oficialismo en las primarias. Tampoco le va a ella el marxismo posmoderno ni el Laclau de Somosaguas. Es una clásica a pesar de su juventud (37 años). Tanto, que hasta suena más antigua que los líderes nacionales de Podemos, y está más cerca del sombrero segador de Sánchez Gordillo que de la izquierda cuántica de Errejón. Ha estado a punto de romper con Podemos, y quizá es inevitable que eso termine ocurriendo. Quizá dependa de lo que dure esa ilusión de transversalidad que aún parece convencerles.
Teresa Rodríguez, licenciada en Filología Árabe, delegada sindical, profesora de lengua, tiene ese estilo del profe hippie y lírico que todos hemos tenido alguna vez, o de esa novia de playa y manifestación, entre Chambao y la cosa saharaui. La acusan de tener algo de niña pija (sus padres tenían una perfumería), de ser de la izquierda diletante, pero dona la mayoría de su sueldo y viaja en autobús de Cádiz a Sevilla (o lo hacía antes) para darle buenos repasos a Susana en el Parlamento andaluz. Suena muchas veces a la lata de la izquierda más de lata, o sea más obrerista que teórica, más armada de tierra y gente que de filosofía, buscando más la vuelta a un olvidado purismo que un nuevo enfoque académico, pero descoloca a Susana como nadie, como quizá sólo puede hacerlo la izquierda que se lo cree, frente a esa otra izquierda tapadera que es el socialismo andaluz, de farolillo y pobre navideño, más aún en su versión susanista.
A Teresa y a su marido, Kichi, los llaman los Clinton de Cádiz con saboreada guasa. Hacen una pareja como de ruló, frente a la pareja de chalé que son ya Iglesias y Montero
Sus enemigos la llaman Tereshenka, y es verdad que tiene algo de ruso de Wilder o de rusa de Lubitsch todavía sin convertir. Le suena en el argumentario ese metalismo del capital y el yunque, ese novecentismo de la ciudadanía como montonera y otros tótems de la vieja izquierda, pero tampoco es de las que haga recitales de ortodoxia ideológica. Le basta un letal sentido común. Una vez que Susana sacó su declaración de Hacienda como una radiografía de honradez, Teresa le dijo: “Lo que me interesa no es el dinero que entra en su casa, sino el que sale de mi casa”. Es decir, el dinero público. Verdad sin ideología que retumbó, por eso, aún más.
A Teresa y a su marido José María González “Kichi” los llaman los Clinton de Cádiz por allí, con saboreada guasa. Hacen los dos una pareja como de ruló, frente a la pareja de chalé que son ya Iglesias y Montero. Un dúo ideológico mejor llevado, en todo caso, el gaditano, aunque haya en ellos cierto amaneramiento kitsch, como esos veganos siempre de exposición de su salud, de su doctrina o de su hambre. Pero hasta eso forma parte de esa especie de oposición al centralismo aburguesado de Iglesias. Un contrapoder también estético y de carácter.
Teresa Rodríguez, en confluencia con la IU de Antonio Maíllo, un amable izquierdista con la apariencia noble de un romano estoico (profesor de latín y griego, por cierto), se enfrenta otra vez en estas elecciones no sólo al imperio bizantino del PSOE andaluz, sino a la dura aritmética. Aunque PP y C’s no sumen mayoría, parece imposible que Teresa, azote de Susana, consienta gobernar al final con la heredera del cortijo. Se vislumbran acuerdos concretos, desde el recelo y la vigilancia, “para que no gobierne la derecha”. Hay quien mantiene que es más probable que Susana vuelva a pactar con C’s que el que termine controlada por Teresa, de la izquierda más acerada y menos masticable, trabajada más de media vida en su cerrada pureza. También dicen que es igualmente probable que a Pablo Iglesias eso no le guste nada. Cuesta mantenerse en el lado equivocado de la historia.
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