George H. W. Bush (Milton, Massachusetts, 1924) será siempre recordado como el presidente que, cuando aceptaba la nominación republicana en 1988, le prometió a su electorado: “Leed mis labios: no más impuestos” y perdió las siguientes elecciones porque el Congreso le subió los impuestos a él y al electorado. Ha muerto el viernes 30 de noviembre en Houston.
Que tras ganar dos guerras – en Irak y Panamá – y presidir la nación durante la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el nacimiento de una nueva era, a uno le recuerden por una promesa electoral un tanto mezquina y que otros han hecho desafortunada demuestra que la política puede ser tan injusta como el fútbol.
Y también, quizás, la grandeza de la democracia en América: el incidente tiene pleno vigor como aviso a navegantes para presidentes incautos y demasiado raudos a prometer lo que sólo el Congreso puede otorgar.
Presidente de EEUU entre 1989 y 1993, era el patriarca de una saga de republicanos que siguieron su estela en el poder, como George, su primogénito, que estuvo en la Casa Blanca desde 2001 a 2009, o el menor, Jeb, gobernador de Florida (1999-2007) y precandidato en las últimas elecciones. Su salud, ya débil, se resintió después del fallecimiento, el 17 de abril pasado, de su mujer, Barbara Bush, a quien muchos consideraban su gran valor oculto. Pese a todo, no fue reelegido para un segundo mandato, lo que sí consiguió su hijo.
Dado que George W. Bush disfrutó de tanto carisma como uno de esos tabiques de ladrillo visto que adornan nuestras ciudades dormitorio era inevitable que, impuestos sobrevenidos y pérfidos congresistas aparte, su figura fuera eclipsada por la épica de Ronald Reagan que le precedió y el magnetismo sensual de Bill Clinton que le siguió.
En su cuenta de Twitter, poco después de su 94 cumpleaños, el 12 de junio pasado, contaba que había recibido la visita del ex presidente demócrata Bill Clinton. Con sentido del humor mostraba sus calcetines con la cara de Bill Clinton.
Special visit today with a great friend -- and now, a best-selling author. Luckily I had a freshly laundered pair of @BillClinton socks to mark the occasion. pic.twitter.com/v9jb4sRexh
— George Bush (@GeorgeHWBush) June 25, 2018
Una figura pendiente de revisión
Y sin embargo, Bush padre es uno de esos políticos y estadistas que el tiempo hace carne de revisionistas. Es crucial acercarse a su figura política y humana, además de a su administración, para entender y dar sentido a la realidad de hoy.
Por acción y por omisión, George W. Bush fue una de las parteras, cuando no uno de los progenitores, de un mundo nuevo que él no siempre supo entender y que nosotros hoy habitamos – sin que, en su descargo, esté demasiado claro si con mejor criterio.
Políticamente, Bush senior sufrió y protagonizó la transformación del partido Republicano que medió entre los realistas del mercado inelegibles para la Presidencia durante los años 30 y la imparable máquina electoral que dominaría la vida política de la nación desde la victoria de la candidatura Reagan/Bush en 1979 hasta la salida de la Casa Blanca de su propio hijo George W. Bush en 2009.
Clan 'aristocrático'
En realidad, la trayectoria política de George HW Bush se inició en la cuna. Nacido en el estado de Massachusetts en el seno de una familia acomodada su padre, Prescott Bush, hizo fortuna en la banca, fue senador republicano por Connecticut (otro estado de la costa este) entre 1952 y 1963 e introdujo al clan familiar en la aristocracia del partido republicano donde permanece hasta nuestros días.
La trayectoria del clan Bush es en esto similar a la otras familias del patriciado político estadounidense como los Rockefeller, los Roosevelt o los Kennedy, aunque sin el glamour y la propensión al fallecimiento pirotécnico de estos últimos.
Tal y como es apropiado para alguien en su posición, George HW Bush se educó en Yale donde además, al igual que su padre y después su hijo, se integró en la célebre sociedad secreta Skull and Bones, otra seña aristocrática. El joven George Bush culminó su etapa formativa continuando, otra vez, la tradición familiar – que también trasladó a sus retoños – de probarse en el sector empresarial antes de emprender su vida política.
Se inician aquí algunos cambios introducidos por el propio George y que asegurarían su futuro político y el de su familia. El joven Bush se traslada a Texas, en el suroeste de la nación y se introduce en la industria petrolífera. El movimiento es aparentemente inocuo pero alejándose, al menos formalmente, de la costa este y del sector bancario, Bush se aleja de esa facción de la élite republicana fundamentalmente desideologizada pero tendente al liberalismo moderado.
Esta facción es favorable, por ejemplo, a la expansión de los derechos civiles a la minoría negra – que ya a principios de los años 60, imperceptiblemente al principio, entra en declive frente al avance de un grupo alternativo compuesto por activistas conservadores fuertemente ideologizados, comúnmente asociados al medio-oeste y el sur de los Estados Unidos.
En 1964, Bush opta por apoyar la candidatura insurgente de Barry Goldwater – recibida por el establishment republicano del momento con idéntico afecto al dispensado a Donald Trump medio siglo más tarde. Tras dos años más de trabajo construyendo el aparato republicano en un Houston dominado por los demócratas, Bush logra convertirse en el primer republicano que la ciudad envía al Congreso de Estados Unidos.
A órdenes de Nixon
Ya instalado en la élite política de Washington DC, en 1970 abandona la Cámara de Representantes para, siguiendo las órdenes del presidente Nixon, tratar de desalojar al titular demócrata del Senado por Texas. Bush pierde las elecciones pero Nixon le recompensa nombrándole embajador en Naciones Unidas.
Poco después, habiéndose construido una imagen de conservador de pro y leal republicano, Nixon le nombra presidente del comité nacional republicano en 1973. Y sin embargo, enfrentado al escándalo Watergate, Bush reacciona distanciándose, mientras el partido del presidente en desgracia.
Gerald Ford, sucesor de Nixon, le vuelve a recompensar nombrándole embajador oficioso en China y director de la CIA – aunque Nelson Rockefeller le arrebató la posición de vicepresidente. Con amplia experiencia de gobierno y con un pie sólidamente plantado en cada uno los dos pilares del partido – el aparato y el movimiento conservador – en 1980 concurre a las primarias presidenciales con la mala fortuna de enfrentarse a Ronald Reagan, para entonces favorito de los conservadores y dotado de un irresistible carisma.
Bush pierde en las primarias pero la candidatura Reagan-Bush arrolla a los demócratas de Jimmy Carter y consolida una nueva era política conservadora en Estados Unidos a la que él llevaba contribuyendo desde 1964.
Un mundo cambiante en su Presidencia
George H. W. Bush alcanzó la cúspide de su carrera pública ocho años más tarde de aquellas primarias de 1980. Bush logra alcanzar la Presidencia en 1989 apoyándose en la popularidad de Reagan, la impagable inanidad de los demócratas liderados por Michael Dukakis y, como hemos visto, en promesas arriesgadas.
Bajo su mandato (1989-1993) se derrumbó el muro de Berlín y estalló la I Guerra del Golfo. La disolución de la Unión Soviética en 1991 desencadenó la clase de euforia que llevó a Francis Fukuyama a anunciar los albores nada menos que de El Fin de la Historia y El Último Hombre (1991, Simon & Schuster). Sin embargo, Bush, que tras su experiencia en Naciones Unidas, China y la CIA era buen conocedor de la arena internacional, dirigió la política exterior estadounidense con la prudente cautela propia de un técnico.
Frente a la espectacularidad retórica y el mesianismo épico de Reagan, Bush ofrecía una visión anclada en el posibilismo de la Realpolitik. Su éxito más incontestable fue sin duda la invasión de Panamá en 1989. Una de esas “espléndidas guerras pequeñas”, como la invasión de Granada o la de Cuba en 1898, la intervención se resolvió con un coste de 23 muertes norteamericanas y en apenas 40 días.
A pesar del escándalo internacional, Manuel Antonio Noriega, el dictador panameño, narcotraficante y fiel agente de la CIA durante los años de Reagan se vio en una prisión estadounidense y EEUU con el canal firmemente bajo su control.
Ocho meses más tarde, no obstante, se inició el suceso clave de la presidencia de George W. Bush cuando el dictador iraquí Saddam Hussein invadió el pequeño reino vecino de Kuwait. Aunque aduciendo justificaciones notablemente más plausibles que las norteamericanas en Panamá, la iniciativa iraquí constituyó un acto de agresión unánimemente condenado por las Naciones Unidas.
Contando con un apoyo internacional casi universal –inclusive el de un tal Osama bin Laden y el del grueso del mundo musulmán excepto la OLP de Yasir Arafat – Bush desencadenó las célebres operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto y liberó Kuwait mediante lo que parecía otra de esas magníficas guerras breves y brutales… para el enemigo.
No más Vietnams
Crucialmente, no obstante, dada su bien conocida cautela, Bush y sus asesores optaron por detener la invasión de Irak y permitir que Saddam Hussein permaneciera en el poder. Siguiendo la doctrina militar y diplomática imperante desde los años 70 lograron evitar que Estados Unidos se vieran empantanados en otro escenario como el de la Guerra de Vietnam – una década de sangría inútil – o incluso como el de Alemania y Japón en 1945, de donde los Estados Unidos jamás salieron.
Frente a los imponderables de reconstruir un Estado en un ambiente potencialmente hostil, Bush optó por marcarse objetivos más modestos: entrar, que se note lo menos posible, salir, declarar "misión cumplida", ganar las siguientes elecciones.
En el medio plazo, sin embargo, Saddam Hussein se las arregló para mantenerse en el poder reprimiendo brutalmente a los kurdos del norte de Irak y los chiíes del sur – Bush renegó de sus promesas de ayuda a ambos grupos. El pragmatismo de Bush garantizó la estabilidad interna de Irak pero al coste de – o a modo de pretexto para, según algunos – mantener un considerable retén de tropas estadounidenses en las puertas de las ciudades sagradas de La Meca y Medina.
Atrincherado en el poder, Saddam terminó convirtiéndose en un horrendo foco de inestabilidad en pleno Oriente Próximo. Los efectos de las sanciones económicas sobre la población civil iraquí, ampliamente documentadas por las televisiones internacionales, sumados a los reiterados, regulares y frecuentes bombardeos para mantener al recalcitrante Saddam bajo control y la presencia de tropas norteamericanas en la Península Arábiga fueron un factor central en la agudización del odio contra Estados Unidos entre el público árabe.
En realidad, aquel famoso discurso de 1988 debería haber afirmado: ‘Leed mis labios: no más Vietnams. Y sin embargo, a la postre, las decisiones de Bush padre contribuyeron a que el fin de la Guerra Fría desembocara en un nuevo desorden mundial más asimilable a El choque de civilizaciones (1997, Simon & Schuster) pronosticado por Samuel Huntington que al utópico Fin de la Historia.
Irak es hoy un foco de inestabilidad global y un atolladero del que los demócratas de Clinton y Obama no han sabido salir y que, no sin cierta ironía, llevó al fracaso de la Presidencia de su hijo. Es fácil concluir que la prudencia del padre engendró la temeridad del hijo pero, visto el penoso desempeño en oriente medio de todos sus sucesores, parece mucho más esclarecedor tratar de entender las decisiones de George H. W. Bush que enjuiciarlas.
David Sarias es profesor de Pensamiento Político de la Universidad San Pablo-CEU.
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