Francisco Largo Caballero murió exiliado en París en 1946, pero tuvieron que pasar 67 años hasta que el historiador Julio Aróstegui publicase la que alguna prensa ha dado en calificar como la "biografía definitiva del personaje". Largo Caballero. El tesón y la quimera salió al mercado a principios de 2013, con casi 1.000 páginas que pretendían descifrar para siempre la identidad del histórico dirigente socialista. Su autor murió días después de que el libro se publicara, pero le dio tiempo a reivindicar su figura en varias entrevistas. En una póstuma, publicada por La Voz de Galicia, decía: "Es una memez ideológica afirmar que unos discursos pueden provocar una rebelión militar".
La afirmación, tan rotunda, no despierta un gran consenso. Adolfo Suárez Illana, hijo del expresidente del Gobierno y actual pieza clave en el PP de Pablo Casado, se acordaba de su figura esta semana en una entrevista con El Independiente, al calor de la polémica sobre la Memoria Histórica y la exhumación de Franco. "Largo Caballero fue un asesino, hizo cosas abominables y ahí está su estatua y no pasa nada", dijo. Una opinión extendida que durante años ha señalado a Largo Caballero, primero como instigador del clima prebélico que llevó a la Guerra Civil, y después como responsable de los principales crímenes cometidos bajo su presidencia en el bando republicano.
Sus discursos en los años y meses previos a la Guerra han sido ampliamente difundidos por asociaciones de la trinchera contraria como la Fundación Nacional Francisco Franco, que las mantienen recopiladas en su página web. "La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución", por ejemplo, en enero de 1936. "La transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas... estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia", poco después.
"Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos", insistía más tarde en el Cinema Europa. Y mientras en ese mismo discurso preguntaba a la audiencia cómo avanzar hacia la revolución social, y un asistente le gritaba "como en Rusia", se limitaba a rescatar su voz de la muchedumbre y responderle: "No nos asusta eso".
De reformista a revolucionario
Largo Caballero solidificaba entonces un mote que había empezado a recibir tres años antes, sin origen claro: el Lenin español. Aróstegui asegura que, según el propio Largo Caballero, se lo habían puesto los comunistas dentro del PSOE. Pero tampoco fue un asunto de consenso. El de 1936 era un Largo Caballero ya radicalizado, que se parecía en casi nada al de 10 años antes, cuando siendo secretario general de la UGT había defendido el colaboracionismo de su sindicato y del PSOE con la dictadura de Miguel Primo de Rivera, que les toleraba a ellos pero no a los anarquistas de la CNT.
En los años 20, el futuro Lenin español era un reformista pragmático que confiaba en la intrincada burocracia palaciega para lograr avances. Una actitud que conservará casi hasta el final de la década, cuando da por acabado el camino posibilista y comienza a cambiar su discurso radicalmente, principalmente en oposición al de Julián Besteiro.
El ugetista, sin embargo, no renunció nunca a tocar poder, y fue desde ahí desde donde consolidó su aura de héroe del proletariado. Como ministro de Trabajo del primer Gobierno republicano impulsó iniciativas de protección laboral, de ayudas a la maternidad, reducciones de jornada generalizadas, promociones del empleo agrario... Era entonces un líder carismático, lo suficiente como para comandar la Revolución de 1934 que consiguió instaurar, de forma efímera, una República Socialista en parte de Asturias, apoyada en las milicias lideradas por los mineros que le siguieron. Era una respuesta a la llegada al poder de la CEDA que se convirtió rápidamente en un desmán de pillajes y relatos macabros, tanto entre los sublevados como entre las fuerzas que los reprimieron.
El político consideraba entonces que España ya estaba en guerra, y que era cuestión de tiempo que acabara estallando al nivel al que lo hizo. Por eso, el día siguiente al golpe de Franco en África, Largo Caballero lidera las manifestaciones multitudinarias que piden al Frente Popular que arme al pueblo y organice la resistencia, como finalmente sucede. Y no le pilla de sorpresa que, a principios de septiembre, cuando el Gobierno de Giral cae, sea él el designado como Jefe de Gobierno y Ministro de la Guerra.
Exiliado y preso de los nazis
Duró en el cargo nueve meses, probablemente los más sangrientos de toda la Guerra en el bando republicano. Como presidente del Gobierno, el franquismo siempre le achacó su responsabilidad sobre las checas, los paseíllos...aunque el momento histórico que definió su mandato fue el rol que jugó en la ejecución de José Antonio Primo de Rivera. Largo Caballero fue la voz principal que abogó por su fusilamiento, una postura que le enfrentó a Indalecio Prieto y al ministro de Justicia, Mariano Ruiz-Funes, que dimitió de su cargo antes de la ejecución del líder de la Falange.
Su dirigencia durante la contienda, contraria al voluntarismo militar y enfrentada en ocasiones al poder interno del comunismo, llegó a enfrentarle con el propio Stalin. Especialmente cuando se negó a firmar la ilegalización del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Todo eso, unido a sus derrotas en el campo de batalla, llevaron a su derrocamiento y posterior exilio en Francia, desde donde pretendía obtener un permiso para viajar a México que el Gobierno de Vichy le negó sistemáticamente.
Cuando Francia cayó en manos de los nazis, Largo Caballero acabó detenido por la Gestapo y trasladado a Alemania, primero a Berlín y después al campo de concentración de Sachsenhausen, donde pasó la mayor parte del tiempo en la enfermería hasta que fue liberado por el Ejército Rojo al término de la Segunda Guerra Mundial. Para los alemanes era sólo el preso 60090, uno más de los 193 españoles que sometieron al horror del campo. Para los soviéticos, sin embargo, era un activo importante al que colmaron de atenciones y quisieron trasladar a Moscú: nunca aceptó, y acabó regresando a París para morir junto a su familia en marzo de 1946.
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