La “España en blanco y negro” que dijo Sánchez sólo se veía en el cielo, nublado quizá por el mismo cenizo de Sánchez, como si el propio presidente vaciara capachos de pavesas sobre las azoteas de dioses trompeteros o aguadores de Madrid. Pero el cielo sólo era una piedra flotando y lo que había abajo no era un aquelarre de Goya ni esos seres de velatorio de Solana, con sambenitos o escapularios o cianuro en los ojos. Abajo lo que había era la España de muchos colores y muchas gentes, gentes sin cofradía, gente sólo con una bufanda y una banderita festiva, como si saludaran desde un trasatlántico.
Contra el cielo nuboso de la mañana pestañeaban mejor las banderas españolas y hasta las catalanas, que iban hacia Colón haciendo equipos de waterpolo con abuelos y familias, y pequeños esquimales rojigualdos con los niños de los carritos. En el gris del día, en el gris de maldición que había lanzado Sánchez, en el gris del asfalto cuarteado de gente, las banderas quedaban como rosas de ojal o como vino sobre satén, y bajaban hacia la bandera madre que hay en la plaza haciendo allí cascada. Por la Castellana las vendían, dos por cinco euros, al lado de puestos de napolitanas de chocolate, en carritos de golosinas, y las montaban no como en una ceremonia de fragata, sino como si inflaran un globo. La gente desayunaba con ellas enrolladas, como muletas de novillero, se las metía en el bolsillo, o las colocaba en sus motos que parecían ya de embajada.
Las banderas de la derecha han perdido ya su sombra siniestra. Las derechas marchando con banderas ya sólo parecen una vuelta ciclista
Las banderas de la derecha han perdido ya su sombra siniestra. Las derechas marchando con banderas ya sólo parecen una vuelta ciclista. Si acaso son derechas, claro. No había en Colón aguiluchos negros ni chinchetas; no había apenas consignas, eslóganes, pancartas. No había esos ahorcados o degollados en efigie que suele sacar la izquierda en sus manifas, sus mil logotipos, facciones, comandos; sus mil colores de cada sangre y cada venganza del obrero o de la mujer o del pelopincho. Allí sólo había gente en un domingo de frío un poco marinero, con su gorro y su bandera española, gente quizá de derecha o de centro o de izquierda, quizá para hacer política o quizá para ir al tenis o al hockey sobre hierba, no se podría saber.
Habían puesto un speaker como un DJ playero, pinchando lo mismo Mambo Nº 5 que Tom Jones que Manolo Escobar. “Ahí está nuestra bandera de España, la que nos representa a todos”, animaba con tono de rave. De vez en cuando, pedía un “viva España” y un “viva el Rey” que todos contestaban con ecos que podían parecer cuarteleros o zarzueleros, si antes no se hubiera definido ya esa bandera como algo más ciudadano que sentimental o estomacal.
“España no tiene una ideología. España es España. En España cabemos todos, como dijo el Rey”, explica Jaime Cabanas abrazado a sus sobrinos. “Deberíamos estar aquí todos los españoles, lo de los bandos son tonterías, da igual el color político o la zona geográfica”. Pilar se toca la chaqueta con los colores de España: “Es una chaqueta olímpica, no es algo franquista”, aclara. “Estamos aquí porque somos españoles a mucha honra, ya está bien de que nos llamen fachas. A España la tienen que defender todos los españoles, de izquierda y de derecha, pero hay tanto odio…”.
La izquierda considera suya la calle quizá porque asume que todos los demás andan de picnic en calesa. Pero la calle es ciudadana y sólo la izquierda piensa en calesas
En la plaza, la gran escultura de una cara de niña con los ojos cerrados (Julia, de Jaume Plensa), parecía ponerse de perfil igual que Sánchez. O esa escultura era el mismo Sánchez, infantil y de lado, ciego y sordo, con su silueta y su ego de moneda romana, allí, no ante ninguna España negra ni mitológica ni rancia que imagina él, sino ante una España revivida por pura conciencia ciudadana. “Estamos aquí por la unidad de España, porque están rompiendo España, y para que Sánchez convoque elecciones ya”, dice Olga. “No venimos por ideología, venimos por España”, remata.
“El Gobierno lo está haciendo fatal accediendo al chantaje de los nacionalistas, no lucha por los ciudadanos”, opina Herminia. “Sánchez sólo lucha por él -interviene Carmen Hernández-. Ni siquiera por su partido, porque no le quieren. No entiendo cómo no están más socialistas aquí, son los primeros que tendrían que estar aquí. El PSOE tendría que regalarle un avión y echarle”. “Como españoles estamos en la obligación de decirle que hasta aquí hemos llegado y que elecciones ya”, apostilla Jaime. Luis, que se define de “centro izquierda liberal”, sostiene junto a varios compañeros una de las pocas pancartas que hay, que pide elecciones. “Hoy no es día de ideologías ni de etiquetas” puntualiza. A pesar de reclamar elecciones, concede que “Sánchez intenta hacerlo bien, pero lo tienen cogido”.
Antes de que suene el himno nacional, el DJ deja en el aire: “Esto nos une a todos”. La gente guarda silencio y sube sus banderas. Parece ya algo más americano que rancio. Mirando a la gente, sus gestos, su actitud, se diría que ni el himno ni la bandera traen ya ese ambiente de misa de cuartel, de capellán con canana, sino sólo una especie de olimpismo ciudadano. La gente grita “elecciones, elecciones” o “Sánchez dimisión”. El speaker no habla de los Reyes Católicos, ni siquiera de Blas de Lezo, sino que pide: “Con ilusión, con respeto, defenderemos la unidad de España y los valores constitucionales”. No parece una España en blanco y negro, sino la que ya ha aceptado plenamente los valores del republicanismo cívico, por encima de ideologías. La España en blanco y negro parece más la de los esencialismos mitológicos y la de la democracia subvertida en comanditas, arreglos y prorrateos en mesas o cuevas particulares.
El speaker no habla de los Reyes Católicos, ni de Blas de Lezo, sino que pide: “Con ilusión, con respeto, defenderemos la unidad de España y los valores constitucionales”
Los periodistas Carlos Cuesta, María Claver y Albert Castillón han leído el manifiesto y no ha caído azufre ni metralla de saliva. La supuesta derecha de auto de fe y de vieja con tea deja unos discursos tan cabales, tan evidentes casi, que sólo dentro de la perversión total de la democracia podrían ser tachados de extremistas, peligrosos o “fachas”, esa palabra que no es que esté vacía, sino que le han dado la vuelta los fascistas de verdad y sus socios de cuchara. El recurso a la calle lo quiere sólo la izquierda, que considera suya quizá porque asumen que todos los demás andan de picnic en calesa. Pero la calle es ciudadana y sólo la izquierda piensa en calesas.
Se va marchando la gente ya, con sus sombreros rojigualdas, con su gorra de tenis, con su bandera de toro de Osborne en la espalda como un manto de piel de oso. “Esto es un ambiente sano, de fiesta”, dice Juan, que ha venido con su pareja, Pilar. Viven en Alcalá de Henares pero él es de Cádiz y ella de Asturias. “Aquí no hay contenedores quemados ni caras tapadas”. “A mí me recuerda cuando ganó España el Mundial, que estuve aquí”, rememora Pilar. La gente entra otra vez en los cafés, enrollando la bandera como la de un jefe de estación, o metiéndosela en el bolsillo del tabaco. Suben por Génova jubilados, profesores, chavales de instituto que no necesitan estar pintados de rojo y gualda, y otros que sí se han dejado la bandera en la mejilla como un beso de novia con prisa. Suben madres con carrito, abuelas con paragua, médicos que hablan de cosas de su quirófano radiofónicamente. De vez en cuando, alguna bandera te rozaba el cogote, como la mano de una niñera dulce. En el cielo ya no están la ojeriza borrascosa de Sánchez ni los flecos de sus banderas negras, quemadas como fotos de una guerra. Una guerra que él había inventado, empezado, pero que, seguramente, ya ha perdido.
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