No hay muchas personas en España que generen tanta empatía como Alfredo Pérez Rubalcaba. Desde la izquierda a la derecha, todos los que le conocimos somos conscientes de su gran altura como político, de su atractivo personal y de su capacidad de convicción.
Aunque era diez años más joven que Felipe González, Rubalcaba pertenecía a su círculo más cercano. González le hizo ministro de Educación y, después, en la etapa más dura de su gobierno (1993-1996), le hizo ministro de la Presidencia. Tal era la confianza que le tenía. Por tanto, vivió los últimos años del felipismo muy cerca de la gran figura del socialismo español del último medio siglo.
En una ocasión me contó: "Cuando nos enteramos de que se había fugado Roldán (que había sido director general de la Guardia Civil), yo estaba con el presidente en La Moncloa; también estaban Antonio Asunción y Juan Alberto Belloch. Felipe se quedó mirándonos y en tono abatido nos dijo: 'Estas son las cosas que acaban con un gobierno'".
Rubalcaba no entró en las batallas entre guerristas y renovadores. Se mostró tan distante del entonces vicesecretario general, Alfonso Guerra, como del ministro de Economía, Carlos Solchaga, protector de la llamada beautiful people. Era socialista y de Felipe. Y del grupo Prisa, por supuesto. Siempre fue coherente en esas tres fidelidades: el partido, Felipe y la Cadena SER y el El País.
Aunque de joven fue un prometedor velocista, en política era corredor de fondo. El PSOE perdió las elecciones en 1996 a manos del PP de Aznar y no recuperó el poder hasta 2004, tras los atentados del 11-M, ya con José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general. Suya es la puntilla de aquella ensangrentada campaña electoral, en la abarrotada rueda de prensa celebrada en Ferraz la noche antes de las elecciones: "Los españoles se merecen un gobierno que no les mienta". Rubalcaba había acudido esa misma tarde a la sede del CNI para entrevistarse en secreto con su director, Jorge Dezcállar , que le dijo que los servicios secretos descartaban ya totalmente la pista de ETA. El portavoz socialista se cargó la ya tocada credibilidad del gobierno de Aznar de un sólo y certero golpe.
A pesar de su papel crucial en la victoria del PSOE, Rubalcaba no era al principio un hombre de Zapatero, cuyo equipo le miraba con cierto recelo. Su confianza se la fue ganando a pulso y en 2006 le nombró ministro del Interior, cargo desde el que se centró en la lucha contra ETA. Fue criticado por la oposición por mantener abierta una vía de diálogo con la banda, periodo durante el que se produjo la filtración del Faisán y que concluyó con el atentado de la T-4. Sin embargo, Rubalcaba no cejó nunca en mantener el pulso con los terroristas. Altos cargos tanto de la Policía como de la Guardia Civil (una muestra de ello es el artículo publicado por Manuel Sánchez Corbí en este diario) le recuerdan como un hombre cercano, siempre al lado de los que combatieron y derrotaron a ETA.
Nunca buscó la riqueza ni el halago, aunque sí estar en la toma de las decisiones importantes, como la abdicación del Rey
Como premio a su éxito en el final de ETA (que fue fruto de la lucha de diversos gobiernos y que se basó en la acción policial, en la movilización social y en la colaboración de Francia), Zapatero le hizo vicepresidente del gobierno en 2010, cargo que ocupó hasta poco antes de las elecciones de 2011, en las que el PP logró una histórica mayoría absoluta con Mariano Rajoy al frente.
Pero, a pesar de la derrota, Rubalcaba siguió en la primera línea de fuego y se presentó como candidato a la secretaría general en el 38 Congreso (febrero de 2012), enfrentándose a Carme Chacón. Ganó por un estrecho margen de 22 votos. La batalla de Sevilla supuso el enfrentamiento entre el equipo de Zapatero y el viejo PSOE, y también tuvo su vertiente mediática: La Sexta y los aliados de Miguel Barroso (que fue secretario de Estado de Comunicación con Zapatero), contra Rubalcaba, Felipe y el Grupo Prisa.
Antes de decir adiós a la política el 6 de junio de 2014, Rubalcaba fue artífice junto a Rajoy y el director del CNI, Félix Sanz Roldán, de una operación de Estado que ha garantizado la continuidad de la Monarquía sin sobresaltos: la abdicación de Juan Carlos I.
Aunque retirado, Rubalcaba nunca pudo apartarse de la política. En las primarias de 2017 apoyó sin ambages a la ex presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, frente a Pedro Sánchez, al que tanto él como González consideraban un líder demasiado ambicioso y poco fiable.
Rubalcaba rechazó el ofrecimiento del presidente del gobierno y secretario general del partido para ser el candidato socialista a la alcaldía de Madrid en las elecciones del 26-M, responsabilidad que a buen seguro hubiera aceptado de ser otro el ofertante.
Este es sólo un breve repaso por su vida como político, como hombre de poder, como hombre de Estado. Sin embargo, sus medallas como servidor público no explican del todo el aplauso generalizado que ha ensombrecido el inicio de la campaña electoral con su inesperada muerte.
Siempre le fue fiel al partido, a Felipe y al Grupo Prisa
Cuando había tomado ya la decisión de retirarse pero aún seguía siendo secretario general del PSOE, me citó en su despacho de Ferraz. Recuerdo que era por la tarde. Parecía cansado, hacía calor, llevaba desabrochada la camisa y tenía ganas de hablar. Repanchingado en un sillón viejo y desgastado de su despacho y casi en penumbra, su imagen no se compadecía con la del político frío y calculador que mucha gente tenía de él. Yo incluido.
Me imagino que como tantas veces habíamos estado en posiciones diferentes (yo entonces en El Mundo), él siempre en el PSOE y en el poder, quería desahogarse con alguien a quien, a pesar de los intercambios de golpes, respetaba. Fueron casi dos horas de conversación en las que me mostró su lado más humano. Desde luego, no buscaba compasión, pero sí quizás algo de comprensión. Fue cuando me di cuenta de hasta dónde la política puede obnubilar a una persona. Rubalcaba nunca buscó el dinero ni el halago, pero no tenía horas para hacer lo que más le gustaba: estar en el ajo, allí donde se toman las decisiones importantes. Sabía de la importancia de los medios, a los que manejaba con maestría; era un auténtico artista de filtraciones interesadas. A sus amigos nunca (o casi nunca) les dejó con el culo al aire.
Ya con el segundo botellín de agua mineral consumido, Rubalcaba me miró fijamente y me confesó: "Vosotros me dabais un poder que yo no tenía. ¿Pero qué coño era eso del comando Rubalcaba? Yo te lo voy a decir: mi teléfono móvil y un par de llamadas. Había cosas que me atribuíais de las que yo no tenía ni idea. En fin, que algunas veces me las habéis hecho pasar putas".
"Nunca dejarás la política, ¿verdad?", le dije. "Que sí, hombre, que estoy harto. Que quiero tener algún fin de semana libre, ver los partidos del Madrid y dedicarle a Pilar el tiempo que no le he dedicado hasta ahora. Esto quema mucho, de verdad ¡Hasta a mí me cansa!".
En efecto, reingresó en la Facultad de Ciencias Químicas para dar clases. Pero en septiembre de 2016 se integró en el comité editorial de El País (justo un mes antes del Comité Federal que despeñó a Sánchez). En este tiempo ha seguido manteniendo sus contactos, sus encuentros, sus reuniones con políticos y periodistas y, tras la moción de censura, se inventó aquello del "gobierno Frankenstein" que tan poca gracia le hizo a Sánchez.
Ahora casi todo el mundo le echa ya de menos. Yo puedo decir que sus intervenciones en el Congreso han sido memorables, que su aspecto escuchimizado no hacía sino disimular su fortaleza, que nunca hubiera querido tenerle como enemigo (nunca lo fue) y que me hubiera gustado pasar algún rato más con él en la penumbra de Ferraz.
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