La crisis del coronavirus ha alcanzado, de una forma o de otra, a prácticamente todos los sectores. Y el periodismo no iba a ser menos. Tras el positivo en Covid-19 del secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, con quien esta periodista coincide en actos, ruedas de prensa o en los propios pasillos del Congreso, surge una pregunta que, hace un mes, ni si quiera se me hubiese pasado por la cabeza. ¿Tengo el coronavirus? Pero sobre todo, ¿y ahora, qué?
Empecemos por el principio. España es ya el segundo país europeo con mayor número de infectados por coronavirus -superando a Francia y Alemania- y el quinto a nivel mundial. La enfermedad se ha recrudecido con el paso de las horas y el último balance oficial deja ya 1.690 contagios, 1.520 activos y 35 muertes, con la Comunidad de Madrid como foco epidémico, donde los casos confirmados rozan ya los 800.
Los primeros titulares que recogían la presencia del virus en España llegaban a la redacción hace tan sólo mes y medio. En concreto, el pasado 31 de enero, el ministerio confirmaba que un turista de nacionalidad alemana había dado positivo en La Gomera. Entonces, con el grave brote en Italia copando todas las portadas, en España se notificaban prácticamente todos los casos sospechosos y se activaban y desactivaban protocolos ágilmente. Medio país empezaba ya entonces a mirar al otro medio con desconfianza, que 'me han dicho que el vecino del cuarto ha vuelto de viaje de China' y 'la universitaria que vive en el segundo es italiana'. El 24 de febrero comparecía el que se ha convertido en uno de los rostros más habituales para los televidentes, ávidos de información actualizada sobre el avance del virus. Con permiso del director del Centro de Coordinación y Emergencias Sanitarias y apodado como 'el hombre del coronavirus', Fernando Simón, me refiero al ministro de Sanidad, Salvador Illa, quien hace exactamente 16 días descartaba medidas excepcionales en España pese a la crisis que ya sacudía a Italia.
Hoy la situación es radicalmente distinta y excepcional. No hay antecedentes. España se enfrenta a una realidad desconocida, donde ya se están ejecutando medidas como el cierre de colegios, universidades y guarderías; recomendando el teletrabajo de forma cautelar; paralizando la actividad parlamentaria; o cancelando eventos como las Fallas, conciertos, u obras de teatro a un ritmo exponencial, sin descartarse, por supuesto, medidas más drásticas en las próximas horas para contener un virus que ya se ha descontrolado en focos como el de Madrid.
En medio de esta vorágine de emergencia sanitaria, de recomendaciones, de noticias de última hora, de -continuas- llamadas familiares y de rumores, que en tiempos de alarma resulta más imprescindible que nunca combatir, se ha visto envuelta una esta periodista, habituada a cubrir actos públicos -algunos multitudinarios-, a las ruedas de prensa y a la rutina de la que ningún compañero periodista escapa; y, sobre todo, al transporte público madrileño, presente todos los días de mi vida, también en la era del coronavirus. Y como tantas otras personas, la pregunta del millón también ha pasado por mi mente: ¿Y si tengo coronavirus? A continuación referencio una experiencia personal de actuación ante las sospechas de ser un número más de los miles de contagios ya confirmados en España, pero resulta conveniente recordar al lector en este punto que ésta no es una guía práctica sobre cómo actuar y que se deben seguir los protocolos que marquen las fuentes oficiales en cada territorio.
Como tantas personas en una época donde los catarros estacionales están a la orden del día, mi cuerpo empezó a manifestar síntomas hace una semana, cuando los casos de contagio en España aún se contaban por cientos y no por miles. Dolor de cabeza, sensación de malestar, cansancio y congestión nasal, para ser más exactos. Siguiendo las indicaciones de mi médico de cabecera -al que acudí por no haber estado en zonas de riesgo ni en contacto, al menos conocido, con positivos- asumí el protocolo y las recomendaciones que marcó el experto: teletrabajar hasta que desapareciesen los síntomas y, de no hacerlo o ir a más, explorar otros escenarios. Pero en menos de dos días remitieron y al tercero desaparecieron. Lo que suponía. Un catarro estacional que surge en un momento de alarma nacional. De hecho, calculo que hicieron falta unas 10 llamadas para convencer a mi madre desde la distancia, en concreto desde Cáceres, de que estaba perfectamente, mientras de fondo escuchaba cómo el telediario retumbaba en el altavoz del teléfono.
Por indicación de mi médico, el lunes retomé mi actividad laboral habitual. Las previsiones indicaban que esa mañana debía estar en la sede de Vox, donde el portavoz y eurodiputado de la formación, Jorge Buxadé, ofrecía una rueda de prensa y donde el coronavirus copaba, de nuevo, las agendas políticas. La comparecencia versó sobre la posibilidad de que Santiago Abascal, que había participado en una convención en Estados Unidos donde se había confirmado un caso, iba a autoimponerse la cuarentena. "Acabo de estar con él, nos hemos abrazado", respondía Buxadé entre risas. "Está como un toro", añadía.
La labor del periodista, también cuando se apagan los focos, incluye la de dar un apretón de manos, dos besos, saludar, entrevistar o conversar y, al menos en mi experiencia personal, aún sin guardar un metro de seguridad. Y en esa ocasión, como en tantas otras, no fue menos. Hasta aquí todo normal. La jornada del lunes finalizó con el paquete de medidas de emergencia que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en connivencia con el Ministerio de Sanidad, había tomado para contener el virus en el principal foco de contagios de España.
Y la verdadera noticia llegaba el martes por la mañana. Javier Ortega Smith, positivo en coronavirus. El primer caso dentro de la política española. La cascada de consecuencias fue inmediata: aplazamiento de la actividad parlamentaria, y teletrabajo y aislamiento para los 52 diputados de Vox. Según confirmaron fuentes del partido posteriormente, todos los diputados del partido y otros trabajadores de la formación, como los portavoces, se habían realizado las pruebas.
Te tienen que hacer las pruebas", repetían una y otra vez amigos y familiares
Sin entrar en pánico o alarmar en ningún momento -aunque mi Whatsapp echaba humo después de que mi círculo más cercano, que conoce mi labor cubriendo la información de Vox, se enterase de la noticia y me instase a aislarme o hacerme las pruebas del Covid-19- pensé en el contacto directo mantenido con dirigentes de la formación el día anterior que, a su vez, habían mantenido contacto con un positivo, en este caso el secretario general de Vox; o en la última vez en que había estado cerca del propio Ortega Smith en sus habituales canutazos parlamentarios con la prensa. "Te tienen que hacer las pruebas", me repetían una y otra vez amigos y familiares.
Las preguntas se agolpaban en mi cabeza y, ante la duda, no pasé por la redacción como hago habitualmente. Marché a casa directamente y una vez allí marqué el número facilitado por la Comunidad de Madrid para atender dudas sobre el coronavirus. Pese a conocer los protocolos y haber estado pendiente de la actualidad del Covid-19 en los últimos días, no sabía bien cómo actuar más allá de, claro está, las medidas de prevención e higiene lanzadas desde hace semanas. ¿Es suficiente motivo para que me realicen las pruebas? ¿Debo aislarme por precaución?
El tiempo de espera del 900 102 112 - el que ha facilitado la Comunidad de Madrid para atender todas las consultas sobre el coronavirus- puede llegar a ser exasperante por el colapso de las líneas. En mi caso, fueron 40 minutos de espera hasta que pude hablar con un operador. 40 minutos en los que te da tiempo a pensar de todo, pero sobre todo en la cantidad de personas con las que te has besado, abrazado, saludado o hablado en los últimos días. La primera pregunta es la más complicada. "¿Qué te pasa?" Empiezas a enumerar lo que te ha pasado en los últimos días, mi caso personal con los dirigentes del partido político en cuestión, y el catarro de la semana anterior. Todo. Intentas ser lo más fiel posible a la realidad, y tampoco dejarte detalles aunque sepas que quien está al otro lado del teléfono ya habrá escuchado cientos de casos como el tuyo.
Una vez has expuesto los acontecimientos, viene el test. ¿Qué es el test? Un conjunto de preguntas de unos cinco minutos de duración que el equipo de emergencias realiza para separar a los potenciales contagios de personas aparentemente sanas, cuyo último fin es no colapsar el sistema sanitario. Entre ellas si había padecido fiebre, malestar, tos, dificultad al respirar, sensación de fatiga, o sensación de cansancio en los últimos días. Como si de un examen de universidad se tratase, la amable operadora me daba el veredicto: "No has aprobado el test". "¿Entonces?", respondía yo. "Entonces debes esperar a ver si te aparece algún síntoma y, en ese caso, notificarlo inmediatamente", zanjaba.
La conversación había acabado, pero es inevitable ese resquicio de incertidumbre que desaparecerá en los próximos 14 días. ¿Mientras tanto? No queda otra que seguir los protocolos que se molestó en recordarme la sanitaria: a ser posible teletrabajo, lavar las manos con asiduidad y durante al menos 20 segundos con agua tibia, y evitar en la medida de lo posible aglomeraciones o viajes que sean prescindibles. Espera y resignación, como buena parte de la población en la era del coronavirus.
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