Hubo en Valladolid durante un tiempo un tipo que dedicaba sus tardes a correr detrás de los autobuses. A veces, se cruzaba con otro personaje que iba siempre en una moto y, cuando paraba en un semáforo, cantaba con voz de pito la canción de La Puerta de Alcalá. Desconozco si alguien le preguntó alguna vez el motivo de esa manifestación artística, pero ahí estaba, recorriendo la ciudad en una Vespino, repitiendo una y otra vez el mismo estribillo.
Hace más de dos décadas, había una fábrica en un pueblo cercano que arrojaba nitratos sobre el agua del Pisuerga y atraía un olor nauseabundo hacia el centro de la ciudad. En otoño, se mezclaba con el de una azucarera de remolacha y creaba un cóctel de esencias que animaba a encerrarse en casa a cal y canto. Entonces, el edificio más alto de la capital estaba deshabitado, con un enorme mural en su fachada que decía Puta mili. A pocos metros, estaba la playa fluvial, a la que uno podía acudir a tomar el sol con una pinza en la nariz. Y ni hablar de meterse en el río si uno tenía cierto aprecio por su integridad. Castilla tiene un encanto singular, pero también desprende cierta rareza, fruto quizá de su clima desagradecido. El caso es que a veces se dan por allí episodios que hacen concluir que lo extraño no es tan excepcional por esos lares.
El otro día -cuarenta y cuatro años después de que un muchacho asegurara haber conversado con unos extraterrestres en el municipio vallisoletano de Matapozuelos-, se armó la marimorena en un burdel de la capital de la provincia. No suele salir mucha información de las paredes de ese tipo de locales, entre otras cosas, porque lo que ocurre dentro casi podría encuadrarse en el grupo de fenómenos predecibles que explica Hume en su teoría de la causalidad.
Su mareo se debía probablemente a que tenía alguna copa de más en el cuerpo, pero el 'quilombo' (nunca mejor dicho) ya estaba montado.
El problema es que hubo clientes que se alarmaron porque una mujer tenía síntomas de padecer el coronavirus.
Según contó El Norte de Castilla, decano de la prensa regional, la mujer se encontraba el pasado lunes por la noche en el local, junto a su pareja, en situación de clienta. Diez días atrás, había estado en Shanghai y, ya se sabe, como es China y allí ha muerto mucha gente por el virus, lo suyo es alarmarse y llamar a las asistencias sanitarias para que pongan cartas en el asunto. Así hicieron.
El problema es que la presunta coronavírica salió del local por su propio pie, tomó un taxi y se fue a su casa, con el riesgo de contagio que eso hubiera conllevado si hubiera sido portadora de la infección. Finalmente, no fue así. Su mareo se debía probablemente a que tenía alguna copa de más en el cuerpo, pero el quilombo (nunca mejor dicho) ya estaba montado.
Mientras una pareja de la Policía Nacional la recogía en su domicilio, las cámaras de la televisión grababan la puerta del local de alterne, con un cartel rosa intenso, y un equipo sanitario con trajes que recordaban a los de las imágenes de la central nuclear de Chernóbil. Decenas de medios se hacían eco de la noticia y las redes sociales comentaban con interés el hecho de que los asistentes médicos llevaban bolsas de basura azules en los pies, dado que les resultaba un atrezo poco sofisticado.
Consecuencias del alarmismo
La historia no se hubiera desarrollado de forma tan pintoresca si los medios de comunicación no hubieran dedicado tantos recursos y tanto tiempo a informar de esta nueva enfermedad, que la OMS observa de cerca por su escaso conocimiento sobre el virus, pero sobre la que ha llamado a mantener la calma y la prudencia. El Gobierno incidía el pasado jueves en una nota de prensa en que el riesgo de contagio en España es “bajo” y que, por tanto, no hay motivos para hacer el testamento y solicitar la extrema unción.
Lejos de apelar a la calma, las tertulias mañaneras, los noticiarios televisivos y los diarios digitales mantienen su tono sensacionalista. “Nos vamos a publicidad; después, la última hora sobre el avance del coronavirus”, decía el otro día el presentador de un programa, con música de fondo que bien podría ser de La caza del octubre rojo. Cualquiera podía pensar que la amenaza estaba ya a las puertas de su ciudad. "Avance"...
Cuando los medios apuestan por el sensacionalismo ramplón y mantienen a sus seguidores en un constante estado de alerta, con el vello erizado, hace falta una simple sospecha para que salten todas las alarmas. Es curioso que los estudiosos del fenómeno de las fake news, del que tanto se ha cacareado tras el referéndum del Brexit, tengan tantos problemas para concluir que los ciudadanos son tan permeables a los bulos, en parte, porque desde hace un buen tiempo viven inmersos en una burbuja mediática en la que el miedo es un componente fundamental.
¿Cuántos españoles sabrían responder quién es 'El Chicle' y cuántos conocerían el nombre del presidente del Senado? ¿O del presidente de Italia?
Basta sintonizar cualquier día los informativos de las principales cadenas de televisión (de todas, incluso la pública) para poder apreciar la enorme presencia de declaraciones políticas altisonantes, sucesos, noticias sobre los riesgos climáticos y piezas sobre muertes violentas. ¿Cuántos españoles sabrían responder quién es 'El Chicle' y cuántos conocerían el nombre del presidente del Senado? ¿O del presidente de Italia?
En esta situación, cualquier sospecha deriva en preocupación y puede culminar en paranoia. Por eso, se han agotado las mascarillas en tantas tiendas durante los últimos días, pese a que morirá mucha más gente de gripe que de coronavirus este invierno en España.
Lo único reconfortante de todo esto es que, el martes por la mañana, cuando se supo que el caso sospechoso de Valladolid era una falsa alarma, a buen seguro que alguno de los habituales de ese burdel pudo respirar tranquilo tras pasar la noche en vela, pues ser puesto en cuarentena en esa situación hubiera sido demasiado embarazoso. Que allí quede todo lo que tenga que quedar.
Hubo en Valladolid durante un tiempo un tipo que dedicaba sus tardes a correr detrás de los autobuses. A veces, se cruzaba con otro personaje que iba siempre en una moto y, cuando paraba en un semáforo, cantaba con voz de pito la canción de La Puerta de Alcalá. Desconozco si alguien le preguntó alguna vez el motivo de esa manifestación artística, pero ahí estaba, recorriendo la ciudad en una Vespino, repitiendo una y otra vez el mismo estribillo.
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